Relato DESCALIFICADO para el premio del público
La noche en que Marcos y Adrián se conocieron apenas intercambiaron palabra. Adrián llegaba con ganas de relajarse y disfrutar. Marcos esperaba tumbado, el torso desnudo, a media luz. Con una erección casi dolorosa. Fuera, la luna brillaba.
– Tienes dos minutos, Marquitos -le susurraba Laura tan sólo unos minutos antes, sentada sobre él en el sillón del salón-, antes de que baje a la casa de la vecina a por la tarta. Pero por encima de la ropa -ordenó, con esa mezcla imposible de malicia e ingenuidad que sólo en su rostro podían coexistir.
Y Marcos respondió apretando sus pechos, enardecido. Ella, como siempre, lo rechazó después de incitarlo.
– Vamos, Marcos -rezongó entre burlona y contrariada-, contrólate un poco, me vas a desaliñar. Mira –volviendo la vista hacia el reloj que tenía a su espalda-, mejor déjalo. Además, mi padre está al caer. Si encima te pilla así te mata, ya sabes la fama de estrictos que tienen los policías. No querrás que la primera vez que te vea sea metiéndole mano a su inocente hija, ¿verdad? Las primeras impresiones son importantes.
– Laura, no me hagas esto. Sólo un poquito más, cariño.
– ¿Qué haces? Relájate –zafándose de sus manos-. Compórtate. Le he dicho que eras un chico formal, así que respétame, por Dios -concluyó teatral, con fingida dignidad, para a continuación soltar una carcajada y descolocarlo, una vez más-. Me muero de ganas por ver cómo reacciona cuando nos vea aquí con la tarta para celebrar su cumpleaños. Seguro que ni él mismo se acuerda de que es hoy.
– Venga, no seas mala, Laurita, déjame que siga, por favor. Y quítate algo de ropa –le suplicó bisbiseando apenas y deslizando la tiranta del vestido por su brazo izquierdo, al tiempo que olía el hombro que quedaba al descubierto-. Hace calor. Además, así, sin luz, a oscuritas, se respira una atmósfera muy romántica. Y mira cómo brilla la luna fuera.
Y ella se rió, divertida. Y, con las últimas carcajadas, se levantó, apoyándose deliberadamente en la entrepierna de Marcos para coger impulso.
– Déjate de cursiladas -dijo con indisimulada sorna- y averigua qué le pasa a esa maldita lámpara. Porque te recuerdo que si estamos a oscuras es porque la lámpara se ha estropeado. Ahí tienes la caja de herramientas. Arréglala -señaló autoritaria-. Voy a recoger la tarta.
Y se despidió de él con un beso breve e infantil, de una candidez que contradecía su simultáneo agarrón de los genitales de Marcos, antes de alejarse hacia la puerta sin mirarlo, caminando con la descarada seguridad de quien se sabe dominadora de la situación y es consciente del efecto que ejerce sobre el que la observa. Porque, por supuesto, Marcos no podía hacer otra cosa más que observarla arrobado. Iluminada por aquella luz tenue, con aquel vestido azul, estaba aún más irresistible, y ella lo sabía. Hija única y sin madre, no es de extrañar que hubiese crecido como la niña mimada de su padre, que sentía auténtica debilidad por ella, y con la autoestima reforzada, acaso un poco más de la cuenta.
Se habían conocido una tarde de verano, en el club en el que él echaba unas horas extra como camarero para pagarse los estudios. Allí estaba ella, en medio de un grupo de niñas bien, con su rostro hastiado por una cristalina displicencia por todo y todos los que la rodeaban. Ella. En la distancia. Desde donde se hallaba, Marcos ya intuía unos ojos espectaculares. Cuando ella se acercó a la barra, no le hizo falta intuir nada. Era imposible no mirar a esos increíbles ojos garzos.
– Un té helado –pidió ella, ausente.
Y Marcos se enamoró.
Ella tardó algo más. Ya de novios, siempre le decía, para hacerle sentir bien, que aquel primer día se había fijado en él, que su indiferencia inicial había sido en realidad ensayada. Marcos sabía que no era cierto, y, desde luego, si había sido ensayada, había estado muy conseguida. Pero daba igual, poco importaba si Laura se había pasado meses ignorándolo. Incluso en esa primera etapa, cuando ella se hacía de rogar, Marcos era el hombre más feliz del mundo. No es que antes hubiera llevado una vida miserable. Hasta entonces su vida había sido normal, aunque vacía. Un marasmo existencial del que ella lo sacó en el momento en que le pidió aquel té helado. Desde entonces, él le había dado su amor a espuertas. Sentía que sólo la muerte podía separarlo de ella, por ella habría sido capaz de cualquier cosa: ir hasta el mismo Japón a por uno de esos kimonos que tanto le gustaban, gastarse el sueldo de un mes en comprarle su reloj favorito, reservar un restaurante entero para que ella celebrara su cumpleaños con sus amigos (éstos sí que “fingían” bien su indiferencia por él) o arreglar aquella lámpara del demonio.
Quién le mandaría a él meterse en esos fregados.
En efecto, Marcos sabía entre poco y nada de bricolaje, pero en alguna ocasión había alardeado ante su novia, como sin darse importancia, para impresionarla, de que era poco menos que un as en la materia. Laura no lo creyó pero no insistió, y desde entonces, claro está, no dejaba pasar una sola oportunidad de poner a Marcos en un aprieto que le obligara a mostrar sus supuestas habilidades, pidiéndole que reparara desde aparatos que, a veces, ni siquiera existían -como la “tapiforla” del cuarto de baño, que, Marcos aseguró, se pasaría a arreglar en seguida- hasta televisores, radios, cepillos de dientes eléctricos, ordenadores. O “estropeando” ella misma alguno, desconectando, por ejemplo, el cable de la lámpara del salón…
El manitas se quitó la camiseta. Vamos, no podía ser tan difícil. Antes de proceder a la complicada empresa que tenía ante sí, abrió las ventanas para que entrara algo de fresco, y se quedó asomado allí unos instantes. Fuera, efectivamente, la luna llena brillaba con fuerza en lo alto aquella noche de verano, impregnando la ciudad de una blancura nívea. Pero no podía decirse que la estampa fuese romántica. El bochorno era insufrible. En la calle, los pocos que aún paseaban lo hacían arrítmicamente, como poseídos por una pesada desidia. Brujuleando. Desdibujados garabatos humanos. Incluso el perro que olisqueaba algo junto al portal parecía hacerlo con apatía, como si no tuviera más remedio que hacer eso por ser un perro. The Cure, con su The Last Day of Summer sonando desde la ventana de algún apartamento cercano, tampoco ayudaban a animar el panorama precisamente. A lo lejos, un tipo uniformado fumaba un pitillo cruzando la calle, éste sí con andar brioso, pero que parecía más fruto del mal humor que de otra cosa.
Aquella visión de la ciudad suspendida en la apariencia hostilmente irreal de una pesadilla llenó de ansiedad a Marcos, si bien no lo bastante, eso sí, como para rebajar la excitación que le había provocado el sobamiento interruptus con Laura y de la que aún había signos visibles en su cuerpo.
Aun así, la frialdad mortecina que, pese al calor, o a causa del calor, se apoderaba de las calles ciertamente lo turbó. Debía de estar proyectando su propia ansiedad en la visión de la ciudad, tan arredrado estaba ante la magnitud de la misión que se disponía a afrontar. ¿Iba a seguir con aquella farsa del manitas y pasar un mal rato casi a diario en esa maldita casa en la que nada funcionaba como debía sólo para hacerse el héroe? Decidió hacerlo. Tras un último tamborileo de sus dedos contra el alféizar de la ventana, cogió la llave inglesa y se tumbó en el suelo, pues se trataba de una enorme lámpara de pie con un extraño compartimento en un lado de la base que, Marcos suponía, debía abrir para ver qué iba mal.
A ver si termino pronto con esto, se dijo mentalmente. Y, apretando los dientes al hacer fuerza para aflojar las tuercas, se aplicó a la tarea con denuedo, empapando con su sudor el suelo que estaba bajo su espalda, y sobre el que tantas veces había estado en esa posición, también aplicándose, pero con Laura encima.
– Ni se te ocurra moverte de donde estás, cabrón -silabeó con violento aplomo alguien desde la puerta del salón.
El miedo atravesó a Marcos de súbito como un rayo helado, paralizándolo. Su suegro dijo entonces algo que, de todos modos, no le había costado mucho imaginar.
– Tengo un arma y estoy apuntándote. Quita tus manos de mi caja fuerte.
Las primeras impresiones son importantes.
A Marcos el corazón no podía latirle más rápido. De acuerdo, sólo tenía que levantarse y explicarse, era así de sencillo. Pero surgió un pequeño imprevisto: la voz no le salía. El miedo, la angustia, atenazaron al improvisado reparador de lámparas, impidiéndole hablar, y, a su vez, la incapacidad de hablar acrecentó aún más su angustia, que lo atenazaba así doblemente. Habría sido tan fácil, tan rápido, decir “Soy el novio de Laura”. Habría sido tan fácil. Era absurdo no poner fin a aquel grotesco malentendido en ese mismo momento… pero era incapaz de articular palabra.
Todavía en el suelo, Marcos giró levemente la cabeza, respirando agitado, para ver la figura de un hombre alto y robusto recortada contra la luz que entraba desde la escalera. Abrumado por la impotencia y el nerviosismo, hizo el intento de incorporarse, apartándose de la lámpara que, cómo iba a saberlo Marcos, estaba junto a una caja fuerte camuflada en una falsa puerta del mueble bar. Y para aclarar el malentendido -la voz seguía sin salirle- enseñó trémulo la llave inglesa que, cómo iba a saberlo Marcos, en la semipenumbra de la habitación le hacía parecer, desgraciadamente, un criminal enarbolando un arma.
El padre de Laura le pegó dos tiros. El primer disparo de su Walther P99 le reventó el vientre. El segundo ya no le dolió. El golpe seco contra el suelo, tampoco.
– Joder, putos ladrones –se quejó el policía, recobrando el aliento-. Este barrio ya no es lo que era.
Gracias a Dios que Laura no estaba allí.
Con la pistola aún humeante en su mano, Adrián se dejó caer en una silla junto a la pared, frente al cuerpo de aquel desgraciado maleante que había estado a punto de jugársela. Secándose el sudor de la frente con la manga de su uniforme, dejó pasar unos segundos en silencio para recuperar la calma.
Por las escaleras, una joven subía alegre con una tarta de chocolate en las manos, apenas sobresaltada por el ruido de unos petardos que había creído oír. Fuera, la luna brillaba.