Realizo el esfuerzo que me supone girar la cabeza para mirar hacia atrás, hacia el pasado. Y casi no me reconozco.
El inicio lo recuerdo con temores, intentando imitar a los que eran como yo, con la sola intención de no sentirme diferente.
Tomé el camino de la línea recta y mi vida trascurrió según su principal propiedad, ser la distancia más corta entre dos puntos. Recuerdo que volaba, recorría las distancias a la mayor brevedad posible, con la mayor velocidad, con la mayor economía. Optimizaba mi recorrido con la sola intención de llegar. Aprendí a seguir el camino de la línea recta, mi vida avanzaba en trazos y más trazos sin apenas detenerme, sin reparar en los sentidos, como si estos no tuviesen valor, como si obligatoriamente tuvieran que servirme, como si siempre fueran a estar allí, sin más.
Me perdí el placer de distinguir el tacto del camino sobre el que discurría mi caminar, tan diferente según la superficie sobre la que me deslizaba. Me perdí los matices. Me perdí los colores. Me perdí en mi velocidad. Volqué mi intención en llegar sin darme cuenta de que el placer estaba en el viaje. Ya no seguía la línea recta, me había convertido en la línea recta.
No se cuando ocurrió, pero recuerdo que en mi recorrido, cesó el impulso, empecé a observar, perdí el complejo, veía como aparecían bifurcaciones, líneas curvas, que tentaban mi caminar ahora más pausado, recuerdo el instinto por apartarme de mi camino, recuerdo mi imaginación desbordada, mi deseo, recuerdo ansiedad transformada en miedo a fallar. Pero yo era una línea recta, yo sabia quien era y seguía mi destino, buscaba el punto al que me dirigía sin apartarme de mi camino, pero ahora era el tiempo el que volaba y yo el que lo observaba.
Cuantas veces he pensado en como hubieran sido las cosas si mi avance no hubiese tenido una finalidad, un punto al que dirigir mis pasos. Si me hubiese planteado que tal vez las líneas curvas son líneas rectas que han variado su destino, que se han apartado de su camino por no temer a la diferencia, a que les señalasen con el dedo. Talvez no sea así, pero creo que la línea perfecta es la que se une con su punto de partida en un recorrido circular, donde principio y fin se confunden otorgando a su dueño un recorrido infinito. Y en cada nueva vuelta, mayor es su experiencia, mayor es su placer.
Ahora, cuando vuelvo la cabeza, en el final de mi recorrido cuando ya atisbo el punto al que me he encaminado y que dará sentido a mi vida, camino poco a poco, tan despacio que la intensidad del placer que siento al llenar el espacio vacío que voy ocupando es indescriptible. Se adonde voy. Se lo que quiero. Lloro de felicidad por mi y por los círculos.