Aunque la razón oficial era darle el pésame al tío Sergio, Indalecio regresaba en verdad a la casa solariega decidido a ver al fin el rostro de Zeolita. Sin embargo, a pesar del buen ritmo con que había cubierto el tramo que separaba su habitación en préstamo del centro del pueblo, al doblar la esquina de Sorbas con San Antonio, Indalecio sintió que perdía decisión en el paso frente a la fachada recién enjalbegada al fondo. En medio de ella, el crespón negro sobre el portón de entrada resaltaba como una diminuta pupila en un gran ojo albino. Las persianas bajadas de las dos ventanas saledizas a pie de calle y del balcón del piso alto daban a la casa un aire hermético muy diferente al de la primera visita de Indalecio, el mismo día que había llegado a Carboneras dos semanas atrás. Entonces, los geranios lucían alborotados por el viento de levante en los alféizares de las ventanas y la rejería brillaba igual que plata lustrada bajo el sol luminoso como de pleno verano, aunque clemente de acuerdo con aquel final de marzo. Ágata, una sirvienta de edad avanzada en la piel que el uniforme dejaba al aire, pero enérgica en la voz y en los movimientos, le abrió la entrada a la casa, apremiándole a pasar para que no se colasen adentro el viento y la arena, e invitándole a esperar al señor en una pequeña sala, la última a la izquierda de un largo pasillo con otras dependencias, al final del cual se veía la escalera que daba al piso de arriba.
– El señor vendrá enseguida. No toque nada ni haga ruido, que la señora Zeolita no se encuentra bien – dijo Ágata.
Indalecio apenas tuvo tiempo de sentarse porque enseguida se anunció el tío Sergio con pisadas firmes en el suelo de mármol. A Indalecio le pareció más lógico recibirle en pie para poder estrecharle la mano formalmente cuando entrara. Sin embargo, el tío Sergio, ignorando la mano medio extendida de su sobrino, palmoteó un par de veces la cara de Indalecio al verle y le habló en un tono distendido que a la vez podía ser distante:
– ¡Vaya, vaya! Después de tanto tiempo, me aparece un sobrino que abandona las Universidades de la capital para hacerse pescador.
– En realidad, sólo quiero probar. También me gustan las letras. Escribo mucho y el francés lo manejo con soltura – dijo Indalecio pretendiendo decisión.
– ¡Mira! Hoy no dispongo de mucho tiempo. Voy por negocios a Almería y, de paso, quiero aprovechar para dar una vuelta por los invernaderos que tengo entre Campohermoso y San José. Pero no te preocupes, que lo he dispuesto todo para ti. Una hermana, por poco que se frecuente, siempre será una hermana. Y yo, por tu madre, ¡lo que sea! ¡Veamos! Yo tengo unos apartamentitos alquilados un poco más allá del puerto. Uno de ellos lo ocupan trabajadores de la central térmica a los que vendría bien compartir gastos. Allí, con jóvenes de tu edad, estarás mejor que en esta casa. Más adelante, ya te instalarás por tu cuenta. De momento, sin embargo, no te preocupes de la vivienda, que se ha puesto muy cara con la locura del turismo y el euro. Los primeros meses, te acomodo yo. ¡Para algo soy tu tío! Tú mira por el trabajo, que es lo primero. Si no es de pescador, será de otra cosa. Tu madre me dijo que te tira la naturaleza y aquí, se haga lo que se haga, de eso sobra. ¡Vaya! ¡Las once! Debo irme. ¡Toma! Aquí te he escrito la dirección del apartamento. Ya hablé con los muchachos y te esperan. A Ágata le he encargado que te prepare un canasto con productos de mis propios invernaderos. Si necesitas algo más… De todas formas, en un par de semanas te pasas por aquí y me cuentas como te va, ¿de acuerdo? ¡Hala, chico! ¡Ágata! – gritó el tío Sergio saliendo al pasillo- ¡Ágata! ¿Has preparado ya lo que te he pedido?
– Casi está, don Sergio – respondió Ágata acercándose.
– ¡Lo dicho! Nos vemos – dijo el tío Sergio guiñando un ojo a Indalecio desde la puerta de la salita.
Indalecio se quedó solo con Ágata, que le pidió que la esperase mientras terminaba de preparar el canasto. Entonces, Indalecio le preguntó por el baño. Ágata dudó un momento antes de indicarle que podía pasar al de arriba, ya que el aseo de las visitas estaba averiado.
– Por ahí – dijo Ágata señalando la escalera – Arriba. La primera puerta a la izquierda. No haga ruido, que la señora Zeolita descansa.
Indalecio subió la escalera cauteloso como si visitase el claustro de un monasterio. Al llegar arriba, embocó el pasillo con idéntico paso, dejando a la derecha una puerta apenas entreabierta. Sin oponer resistencia a la tentación de mirar adentro, alcanzó a ver un pie azabache que, escapando al abrigo de la sábana inmaculada, reposaba en la parte baja de una cama como si perteneciese a un cuerpo yacente. Desde el tobillo hasta la punta de los dedos, el pie le pareció a Indalecio la miniatura de una cadena montañosa. Sin embargo, de inmediato supo que esas formas eran un resumen del cuerpo de esa mujer tumbada. Al aproximarse a dar el pésame al tío Sergio dos semanas más tarde, la visión precisa de aquel pie ocuparía un lugar de honor en la mente de Indalecio, sobre todo cuando, a un par de metros del portón de entrada, la fachada enjalbegada se convirtiese en sábana a sus ojos y el crespón negro rematando el alto de la puerta, en la imagen del pie de azabache de Zeolita que tanto le turbó en su paso al baño. Una vez dentro, Indalecio orinó mirando de reojo a la puerta cerrada, como si temiese que alguien fuese a abrirla de un momento a otro. Al terminar, se aseguró de que el pestillo estuviese echado para poder detenerse en la observación pausada de la pieza revestida de mármol beige, a excepción del techo pintado de blanco y una franja ancha en mosaico verde esmeralda, donde se sostenía el lavabo cóncavo también de mármol, como la bañera y el resto de los elementos. Un espejo de grandes dimensiones reflejaba la puerta a la espalda de Indalecio mientras se lavaba las manos. Indalecio escrutó en él su cara, hallando accidentes en común con el dueño de la casa. Salvo la ausencia de las arrugas propias de la cuarentena avanzada y de la barba espesa y arreglada, todo en el rostro que Indalecio veía en el espejo, desde la tez curtida acentuando los ojos pequeños como de gato hasta la nariz de tabique pronunciado y ancho pero bien centrada, le recordaba, más que a él mismo, al tío Sergio. Indalecio abrió el espejo que escondía en su interior cinco repisas repletas de botes y tubos. Varios de ellos, con diferentes tipos de cremas de manos y mascarillas, estaban cerrados. Sin embargo, Indalecio comprobó que un puñado de botes de pastillas estaban a medio consumir. A punto de golpear con los nudillos el portón de entrada a la casa el día del velatorio, Indalecio no sería capaz de recordar el nombre de uno solo de aquellos medicamentos, pero sí que algunos eliminaban la ansiedad y el insomnio, tal y como había leído al examinar por encima alguno de los prospectos. En el umbral del portón, Indalecio cerraría además los ojos para recuperar intacta la fugaz excitación sufrida al roce de las cerdas húmedas del cepillo de dientes de Zeolita en su dedo índice, así como la sensación turbadora al paso de la esponja vegetal, también mojada, sobre la cara, los brazos y el pecho bajo su camisa de hilo fino medio abierta. Antes de salir del baño, aún sucumbió a la tentación de llevarse la esponja, mezcla de los olores del cuerpo de Zeolita, con la que desde entonces Indalecio se lavaba con fruición cada día.
Camino del piso bajo, Indalecio se detuvo a mirar de nuevo el pie de azabache que permanecía inerte sobre la cama. Excitado, arrimó su mano temblorosa y extendida a la puerta entreabierta con intención de ampliar su campo de visión…
– ¡Ni se le ocurra!
Indalecio se sobresaltó ante la enérgica voz de Ágata a su espalda que, tras echarle a un lado para poder cerrar por completo la puerta, le tomó del brazo sin apretar pero con firmeza, invitándole a bajar la escalera y a dirigirse a la puerta de entrada, donde le esperaba el canasto de comida. Una vez Indalecio estuvo en la calle, Ágata le dijo desde dentro:
– ¡No tiene derecho a hacer eso! La señora Zeolita, como todo lo demás de esta casa y más allá, en los invernaderos, pertenece a don Sergio. ¡Usted mismo, que va a vivir en uno de sus apartamentos! A ella, a la señora Zeolita quiero decir, se la trajo al señor la mar – dijo Ágata señalando al fondo de la calle. Además, el señor hace mucho por nosotros. Aquí no nos falta de nada. Tenemos suerte. ¡Tendría que ver lo que hay por ahí! A la señora hasta se le permite sufrir esos prolongados malestares de gran dama. Usted no tiene derecho… Marcharse agradecido es lo que debería hacer.
Sintiendo la esponja en su bolsillo, Indalecio bajó la calle San Antonio que dos semanas más tarde subiría camino del velatorio. La puerta de entrada a la casa se abrió de golpe cuando estaba a punto de llamar. Ágata despidió a una pareja ataviada de luto riguroso y le hizo pasar. – El señor se acaba de retirar a descansar un rato. ¡El pobre! Apenas ha parado desde la mañanita, que ha empezado a llegar la gente. Ahora no hay nadie. ¡Pase usted a velar a la difunta! Indalecio avanzó por el pasillo, dejándose conducir por el olor a cera y rosas hasta el salón con decenas de sillas de tijera en medio círculo rodeando el féretro. Tomó asiento en primera fila, clavando su mirada al suelo. Tras un par de largos minutos al abrigo del silencio, Indalecio decidió no demorar más el momento de contemplar el rostro con el que tanto había soñado desde su primera visita a la casa. Cuando iba a incorporarse, sintió una mano sobre su hombro.– La señora Zeolita me encargó entregarle esto – susurró Ágata alargándole un grueso paquete de medianas dimensiones.Indalecio esperó a que la sirvienta se retirase antes de abrir el paquete. El envoltorio sin pretensiones ocultaba un libro encuadernado artesanalmente. Al abrirlo, Indalecio halló una nota suelta entre la tapa y la primera página. En ella, Zeolita había escrito:El eco en esta casa es impresionante y a menudo insoportable. Sin embargo, a veces una escucha desde la cama cosas interesantes. El otro día, por ejemplo, cuando viniste, escuché que sabes francés y que te gusta escribir. Yo no conozco a nadie que sepa francés para entender mi historia y que además le guste escribir para poder contarla. Así que he pensado regalártela a ti. Supongo que sabrás qué hacer con ella.Tras firmar sólo con su nombre, Zeolita había añadido una posdata: “por la esponja no te preocupes; me hace gracia que la tengas y, además, tu tío me compró otra enseguida”. Indalecio guardó la nota y se puso en pie con el cuaderno aún abierto. En el encabezamiento de la primera página aparecía escrito el nombre de un lugar, Dakar, y una fecha, 3 septembre 2003. Al leer la frase que iniciaba el relato, a Indalecio le pareció escuchar la propia voz de quien lo había escrito: demain, je fuirai d’ici, ce pays natal que j’aime tant où il ne m’est plus permis de vivre[1]. Después, Indalecio alzó la mirada al frente y se abandonó sin prisas a la contemplación del rostro de Zeolita.