Desde aquel viernes en la tarde noche nada sería igual. Recuerdo haber apretado las manos con toda mi fuerza antes del impacto. Mi vida cambió por completo. Ya no sería aquel ganador de medallas al que todo el mundo le decía que flotaba como ninguno. Ya se terminaron las palmadita en la espalda. Solo queda la mitad de aquel nadador, la mitad de aquella gloría, la mitad de mis amigos y la mitad de aquellos dolores de huesos por haber entrenado tan duro. ¡Maldito sea aquel día en que no morí por completo! Cada vez que lo pienso, cada vez que lo digo en voz alta, muero un poco más. Aquella tarde venía de dejar a Lucía en la casa de su madre. Fue una de las pocas veces que no discutimos, algo que se estaba haciendo costumbre desde mitad del año pasado. ¡Por eso, felizmente, quizás sea ella la única a la que puedo reconocerle su ausencia! Desde ese momento me he pasado tres meses lamentando mi estado actual, otros tres meses acostumbrándome y luchando, y tres más viendo como mi entornó se daba por vencido. Pero por suerte esa etapa de mi vida ya se cerró. Ahora paso la mitad del día intentando valerme por mí mismo, y la otra mitad recordando a aquel joven laureado que una vez fui. Cada vez que pienso, cada vez que lo digo en voz alta, muero un poco más. En mi apartamento reina la soledad, y lo único que flota es el sentimiento de pena de la gente. Porque ahora, yo, más que flotar me arrastro. Sí, me arrastro hasta la silla de ruedas, con la que luego me “arrastro” por mi apartamento. Pero eso ya no importa. Hace ya media hora que solo recuerdo aquella ultima medalla. ¡Ya toqué fondo! Ya no quiero ni puedo hablar, cada vez que pienso, cada vez que lo digo en voz alta, muero un poco más. Veo una mano… ¿Será Lucía? Esa fue mi última bocanada de vida, los ojos se me cierran. Además ya es la tarde noche de aquel día que no me animo a repetir.