Icono del sitio V Certamen de Narrativa

13- HEROES DE PAPEL. Por ANHELANTE

Si había algo que esperaba ansiosamente eran los fines de semana para visitar la casa de la abuela en Piñeyro.

Mamá sabía lo que disfrutaba ese día, por eso ponía como condición que me fregara bien las rodillas al bañarme aunque me dolieran los raspones que me hacía al caerme de la bicicleta.

Me encantaba acompañar a Yaya a regar las plantas como si se tratara de una ceremonia ritual que antecedía a una unión. Nos acercábamos de tal modo, que se hacía poco necesario la utilización de la palabra.

 El fondo de la casa de Piñeyro era casi una jungla en la que me sumergía en busca de aventuras compartidas solamente con amigos imaginarios.  La abuela parecía adivinar lo que yo sentía y no se atrevía a interrumpirme.  Era como si supiera que el mundo en el que me movía me estaba quedando chico como los zapatos de comunión que me ponía para visitarla.

Yaya era extremadamente silenciosa y altanera en su andar, eso y los ronquidos que profería cuando me quedaba a dormir los sábados por la noche, me hacían dudar de su condición femenina.

 Nadie se acercaba demasiado a ella, salvo los días posteriores al cobro de la suculenta pensión que el abuelo le había dejado.

De la abuela solo me interesaba esconderme detrás de ella cuando me veía amenazada por la posibilidad de una paliza, también una maravillosa bolsa de botones, los más variados y hermosos que jamás hubiese visto…y sus historias que me permitían ver más allá de esa ciudad de amazonas en la que había sido criada.                                                                                                 

 No sé por qué rara casualidad mi familia se caracterizaba por poseer una considerable cantidad de hombres, que al igual que Mambrú se fueron a la guerra y nunca más se supo de ellos.  Me hubiese gustado decirles a estos señores que aquí, cerca del Puente Pueyrredón también se jugaba una batalla día a día,… la mía por adivinar en los relatos familiares la verdadera razón por la que ellos habían preferido el honor y la gloria a estar cerca de mí.

En la parte trasera de la casa y antes de llegar al jardín, había una enorme galería llena de helechos donde estaban colgadas las fotos de los valientes cobardes junto con la de Lola, la hermana menor de Yaya.  Mamá decía de ella que era una modista de señoras de vida dudosa.

Lola por suerte no había tenido hijos, digo por suerte, porque era más mala que la peste bubónica. 

Cuando no la dejaba dormir la siesta solía contar que en el infierno había un reloj que en vez de girar 360º, pendulaba de izquierda a derecha diciendo:-¡Nunca jamás has de salir!-. Decía que allí iba a parar yo de seguir molestando a la hora de su descanso.

El marido de la tía había muerto, para mí que no pudo soportar su rebelde amargura, que la hacía poner más fea que un susto en noche de Halloween.  A él sí lo pude perdonar, entendí que tenía suficientes razones para partir,…lástima que no se llevó a Lola hasta mucho tiempo después, y la dejó aquí en la tierra, torturándome por un buen rato más.

 Creo que la maldad de Lola derivaba de no haber podido hacer otra cosa más que vestir a sus clientas para disfrutar de la vida, sin haber experimentado el placer que producía una sonrisa aunque más no fuera, una sola vez. 

De este modo Yago, su esposo, había obtenido un lugar de privilegio en la galería. Si bien su target no daba para reconocerlo como héroe, se lo consideraba un verdadero merecedor de canonización.

Papá tenía también un lugar entre los héroes vivos sin regreso.  Según mamá había partido a la guerra para cumplir su deber con la patria.

Después de haber cursado el sexto grado, me di cuenta que las fechas de las batallas no me daban para ubicarlo en tal destino.

Una vez escuché a Yaya, fue un día del padre cuando volvimos de misa, le decía a mamá, muy exaltada ella:    _¡Ese mal nacido, con esa que es más puta que una gallina!…

Mi condición de buena alumna sumada a la frase de la abuela, me abrocharon una verdad marcada a puro dolor; el único combate que papá había librado era contra el incendio genital que le producía cualquier par de piernas bien contorneadas que le pasaran por delante, motivo por el cual fue expulsado del Imperio Amazónico al cual me entregó.   

El retrato que más me impactaba era el del bisabuelo Tiago.  Le decían “El Andaluz siete chalecos” porque tenía uno para cada día de la semana.  Amante del buen vestir, le gustaba cambiar de pilcha.   A pesar de los

opacos colores sepia que lo dibujaban en el retrato, se lo veía tan feliz que hacía suponer que de cambio en cambio la vida se le hacía suavecita y juguetona, y que Tiago era el más vivo de los muertos.

Acabo de mirar el reloj de la sala y marca poco más de las siete de la tarde.  Yaya terminó de ver en la tele “El amor tiene cara de mujer”.  Luego de pasarme alcohol por las rodillas la abuela me puso la ropa de salir y me dejó sentar en la puerta.  La fonda de al lado comienza a despedir olorcito a comida y ofrece a los sin hogar cobijo transitorio y ficticio por pocas monedas. 

Como de costumbre me quedo mirando hacia adentro por la ventana del fondín a la espera de ver a uno de mis queridos héroes caídos, esos que hicieron que hoy, también para mí, el amor tenga cara de mujer.

12- Monólogo de amor a la mujer corredora de las lágrimas. Por Enrique Gris
14- El niño canta y baila. Por Urías Heep
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