Icono del sitio V Certamen de Narrativa

16- El hidalgo, la estancia y la nevera. Por UnoA

 Desde el sillón frailero, desplomado y alicaído, sobre la acariciada mesa,  el noble caballero castellano depositaba sueños y pareceres sobre el blando papel. La  pluma, lírica y fúnebre, derrama lágrimas de tinta negra, emborronando de vez en cuando el blanco lecho.  Palabras como tumbas. Frases como cementerios. Hileras de poderoso luto, lloradas y sentidas.

     Críptico, inmodesto, altivo, egregio, noble, gallardo y solemne. Un ebrio candil trémulo, de alma brillante,  acompaña el canto silente de nuestro héroe. De fondo, el incansable trino de los grillos caniculares. ¿Qué escribe este hombre apasionado? ¿Qué destila la exaltada voz de su alma?

        Palabras como tumbas donde yacen los significados más puros. Herencia viva de siglos encerrada bajo la losa imperturbable de las letras.  Quiere nuestro caballero llegar a su fondo más húmedo y sombrío y acariciar sus huesos, si aún quedan, y sentir su palpitante calavera, para poder describir fielmente el terrible dolor que le acompaña, sin que medie la posibilidad de la interpretación torticera de algún zangolotino presuntuoso. Quiere nuestro amigo dejar sellada su voluntad última.

     Es nuestro caballero amigo de las letras, como ya se ve venir. De vez en cuando, pensativo, acaricia el lomo de cabrito de un vetusto incunable, obsequio del abad de un convento o más bien una expropiación forzosa, pues tan amante de los libros era, que casi se lo arrancó al venerable de las manos cuando éste tuvo a bien enseñárselo. “Incunabula”…pensó el caballero, siempre obsesionado por la substancia de la palabra…pañales…en la cuna. ¿No es hermosa? Le gustó tanto la voz, que se quedó con el libro.

     No describiré la biblioteca. Ni las pilas enhiestas de libros adocenados, ni ese olor amarillento del papel acumulado en bargueños cerrados. No se trata de eso. Hoy no es el día.

     «Un corazón tan grande y un alma tan noble no pueden contentarse con los efímeros honores terrenos.  Tu ambición debe ser la gloria que dura eternamente”. La frase no es de Javier, sino de Ignacio de Loyola. Pero bueno, la amistad de trato personal con el de Javier se tradujo en epistolar hasta su muerte en la lejana China, cuando ya éste padecía en Asia su afán de conquistador de ánimas. Y de loyolismos algo sabía el padre Francisco.

     Fueron carreras distintas, el jesuita conquistando almas, nuestro hidalgo defendiendo España. O mejor diremos, al rey de Castilla, aunque el hijo de Juana la Loca no fuese precisamente el mejor ejemplo de castellano. Pero tampoco es este el tema de hoy, ni está en mi ánimo referenciar estas relaciones  más bien políticas de nuestro infortunado caballero.

     Si pudiéramos pasar la mirada sobre su hombro sabríamos qué escribe. Pero por decencia no lo haré. Y vive Dios que podría hacerlo, a fin de cuentas el que escribe e inventa la historia soy yo. Pero ni aún así me atrevo. Pues no podría dormir tranquilo sabiendo que pongo en vista de cualquiera la intimidad de mi  personaje. Me importa un carajo lo qué escribe. Me importa cómo escribe. Sé que le queda poco de vida y él también lo sabe. Sé que no dejará que nadie decida por él ni después de muerto. Sé que atará los cabos deshilachados de su vida, uno por uno. Sé que su dignidad está por encima de las batallas repugnantes de los buitres postreros. Algo sé.

     Por cierto…tengo la nevera hecha un asco. Me sorprende cómo puedo sobrevivir con la nevera vacía una semana entera. Soy un desastre alimentario. Y  acabo de salirme del relato sin darme cuenta. Un momento por favor. Bueno, igual aprovecho este descanso para hablar de mi protagonista desde  otra perspectiva. Había pensado hacerlo comunero de Castilla, ya saben, Padilla, Bravo y Maldonado. De los finalmente  perdonados claro. Si hubiera sido de los otros, el pobre hidalgo no tendría cabeza y la imagen hubiera quedado un tanto deslucida. Pero me daba pereza empezar a hilar fechas, que si Javier, Loyola, París, Carlos I…vamos, que no, que no se trata de eso. Por ahí anda en fechas. Incluso lo del incunable puede ser una metedura de pata ¡Yo que sé como se llamaba  aquel librote en esa época! Ni lo sé yo ni ninguno que lea el cuento. Con la excusa de “hoy no es el día”, me escaqueo. Espero que este pequeño inciso no mengüe el interés por el relato.
     Volvamos prestos al S XVI. Ahora veremos qué hago, con el personaje, porque aún no sé ni quién es, ni qué pretende, ni qué hace, ni a qué se dedica, aunque sospecho que a poca cosa. Me resulta familiar, eso sí.
     Clarea el alba y con ella, los primeros gimoteos del renacido sol.  El astro rey se invita a sí mismo y entra al poco a borbotones por la escueta ventana abierta en el terco muro de piedra. Como una herida, pero hacia adentro. La sangre caliente, un haz luz anaranjada, inunda el cuerpo frío de la casa solariega donde habita el gentil hombre.

     Si el hombre fragua su destino desde su carácter como dijera Heráclito, o algo parecido, así también nuestro hidalgo forjó el suyo. Su destino es primogénito de su perfil.  Nadie más fiel, nadie más honrado, nadie más justo, nadie más obligado, pero sólo consigo mismo. Sin dueño, ni amo, ni rey. Si el rey era rey, sólo lo era porque él creía que lo era. Sin el dogmatismo lelo y pazguato de la grey. Desde la razón, desde la libertad. Con ese sentido libertario que ha hecho de su tierra un paridero de revolucionarios que ni siquiera sabían que lo eran. De hombres soberanos. De la casta audaz de los Comuneros de Castilla, indoblegables al naciente absolutismo.

     Sobre el roble ennegrecido de la mesa yacen los textos impecables. Los pliegos ordenados muestran sin reservas la elegancia de las curvas negras de las letras. Letra impúdica en palabra cierta. Alineadas, con esa algarabía del que no sólo sabe lo que dice sino que está acostumbrado a hacerlo.

     Son las eses silbantes serpientes. Dejan las jotas artísticos requiebros a su paso. Es la erre mayúscula un dragón rampante. Y la rúbrica final, un lazo sencillo que flirtea alrededor del nombre.

     La pluma ya descansa. La tinta que resta en el pequeño frasco ahí quedará. Y el último pliego, seguramente acabará siendo pasto de los ratones, o servirá de juego para algún niño o vaya usted a saber. Si los hombres tenemos un sino incierto, el albur de los objetos, eso que de forma genérica llamamos cosas, por queridas que sean, aún más.  Pues en eso cavila nuestro hidalgo. En qué manos acabará ese pliego, esa pluma y esa tinta. Si seguirán unidos, si en el seguro expolio de su caudal, cada uno correrá suertes diversas. Ni le apena ni le alegra, pero ese pensamiento inocente le evade por un momento del motivo de tanta pesadumbre acumulada.

     A estas horas del día, se escucha el jolgorio de los nobles labradores que entre coplas y redoblar de cascos de caballería, salen a los caminos y las trochas. Tañen las campanas de la iglesia confirmando la buena nueva del día niño, recién nacido. Movimiento de rapazuelos vivarachos y joviales, mujeronas hacendosas, y de fondo, algún rezador se acerca al templo a declarar en soledad sus nimios pecados. Porque hasta pecar es difícil en esta tierra.

     Nuestro amigo observa su hacienda desde el ventanuco, suspendido. Mira pero no ve, oye pero no escucha. En eso, una mujer de mediana edad, entrada en carnes, de aspecto áspero y fiero, de pisar firme y recio, irrumpe de un manotazo en la estancia.

     -Don Alonso, me tiene harta…tiene a Aldonza loca buscando la bacía para afeitarle. Le he dicho que se relaje y que se dedique a otros menesteres. Bien le conozco yo a usted y bien sabía donde estaba el artefacto, pero aún gozo de la prudencia suficiente para no ponerle en el más aparatoso de los compromisos. Pero ya no sé cómo  hacer. Haga el favor de dejar de hacer el ridículo y quitarse ese trasto de la cabeza. Lleva dos días sin comer. No sé cuantos sin dormir. El día que menos se lo piense, le quemo los libros en una pira que va a asustar al mismísimo Belcebú.

     -Déjeme en paz.

     -Yo no sé nada ni me interesa lo más mínimo. Lo único que sé es que si sigue por ese camino va a acabar mal. Da asco verle. Y no es mi problema, es el suyo. Pero no crea que me voy a quedar tan tranquila viendo como se desequilibra y se convierte en lo que ya es, un viejo loco y destemplado sin más aspiraciones que perder el tiempo en lecturas, escrituras y pensamientos, que no llamaré pecaminosos porque no los conozco, pero ni a misa va ya.

     -Mis pecados son cosa mía y de Dios. No se meta donde no le llaman. Ese cura al que respeta tanto no es precisamente Fray Hernando de Talavera. Ni es usted doctora en teología ni un ejemplo vivo de santidad cristiana. Y respecto a misa, no voy porque no me da la gana. Así que tranquila por eso. Seguramente nos encontraremos, para mi mal, en  alguna olla de Pedro Botero y mi castigo eterno será padecer sus remilgos, sus broncas y sus beaturrerías.

     -Haga lo que quiera. Me voy que tengo mucho que hacer. Hoy viene mi sobrino Miguel, como ya sabe. Seguramente no hace falta que se lo recuerde. Porque sólo se acuerda de lo que le conviene, a ver si a él le hace más caso. Ya que es tan amigo suyo. Sólo espero que no lo vuelva tan loco como me está volviendo a mí.

     -Es una suerte saber que hay alguien con dos dedos de frente en su familia. Y me alegra que venga. Le aseguro que estar confinado en esta maldita casona rodeado de acémilas desorejadas va a acabar conmigo. Así que su visita siempre es bien recibida.

     -Ahí se queda. Yo me voy.

     -Que tenga un buen día. Y le dice a Aldonza que suba con la navaja. Me asearé un poco, creo que es en lo único que lleva algo de razón. Estoy hecho unos zorros. Que me prepare un barreño también.

     Bueno…al fin se deshizo el entuerto, como diría mi personaje. Por fin sé de quien estoy escribiendo: del verdadero Alonso Quijano, apodado “el bueno”. He revisado fechas por ver si concuerdan los acontecimientos históricos, y me sorprende que don Alonso fuera, en este momento, un septuagenario, pero eso no es cosa mía sino de la realidad. Sólo soy un modesto notario del acontecer y debo ser fiel a los hechos. Pero claro, este Alonso no es el de Miguel de Cervantes, sino el verdadero  inspirador y seguramente amigo. Lo que no sabía es que Miguel de Cervantes era sobrino del ama de llaves. Ni que Aldonza vivía en la hacienda. Quizá Cervantes desdibujó un poco la realidad del hidalgo para no robarle  intimidad, aunque mantuvo los nombres, y eso sí es extraño. Me da que El Quijote no es una biografía. Es una inspiración. Y así don Miguel de Cervantes se inspiró en don Alonso Quijano y yo, sin querer ni pretenderlo en el ficticio y por arte de algún encantamiento, he acabado en la realidad histórica de los hechos. ¿Cómo acabó el auténtico Alonso?, desgraciadamente es una pregunta que no podemos contestar en este momento. Quizá saliera con Sancho al campo, quizá no. Quizá en esa visita de su amigo Miguel y después de una buena juerga lo armaran caballero. Será cuestión de entrar en trance otra vez, porque la verdad, estoy muy intrigado y me gustaría saber que ocurrió después de esa entrevista. Volveré. Aunque antes tengo que ir al super a ver si le doy alma a la nevera, que me temo que está más hueca que el mismísimo yelmo de Mambrino. Y esto, juro por Dios que es cierto.

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