Icono del sitio V Certamen de Narrativa

28- Bestia. Por Juan

Me llamó a las doce de la noche. Juan, mi amigo el escritor.

–Salváme, Bestia.

Me decía Bestia porque mido dos metros, peso ciento veinte kilos y pego como Tyson enojado. Nos habíamos conocido en la secundaria. Al principio, poca bola, porque él me veía la pinta de animal y tenía desconfianza. Pero un día, estábamos en tercer año, salté por él en el club Portugués y nos hicimos carne y uña. El pelotudo había ido a bailar solo cebado por el calce que le había dado en la calle una pendeja del Dámaso Centeno. El club Portugués: una cueva de chetitos putos de Caballito. Y Juan, aunque tenía un bocho bárbaro y le gustaba la poesía, era un negrito de Pompeya como yo. La cosa es que apenas lo vieron hacerle el piripipí a la pendeja, diez chetos se le fueron al humo. Todos rubiecitos, los chetos, con mocasines bigotudos y esa tirita de cuero colgando del vaquero que no servía para una mierda. Juan terminó zafando porque yo estaba ahí de pura casualidad. Mi viejo, que trabajaba en un reparto de soda, era amigo del bufetero de la planta baja del club y lo había convencido para que me tomara como ayudante de cocina los fines de semana. Bueno: a Juan se lo llevaron afuera a los empujones justo cuando yo estaba sacando la basura. Él, que no era capaz de pegar ni una etiqueta, los quiso asustar poniendo la guardia de Bruce Lee y dando chillidos de karateka. Los chetos se le cagaron de risa y lo rodearon. Dos o tres se sacaron la camisa para mostrarle el lomo que tenían de jugar al rugby. Yo les caí de atrás como el demonio de Tasmania y los chetos empezaron a volar por las piñas y el miedo. La zanja de la avenida Pedro Goyena se tiñó de sangre de rubiecito. Recién paré cuando vino la cana.

Juan no me dio ni las gracias del cagazo que tenía. Cuando nos llevaban en patrullero a la 12, me miró fijo y me dijo “qué bestia”. Ahí me quedó el apodo y ahí nos hicimos amigos. En el calabozo llegamos a un arreglo: él me ayudaría en el colegio, donde yo andaba a los tumbos, a cambio de que le hiciera de guardaespaldas cuando se metiera en quilombos, algo que pasaba cada dos por tres. “Conmigo no parás hasta el cuadro de honor”, canchereó. Ese año me llevé doce materias, ocho a marzo, y repetí. “¿Qué querés que haga, Bestia? A vos te mata el oral”, me dijo Juan y se lavó las manos. Mi viejo me metió en el reparto de soda y no pisé un colegio nunca más en mi vida, pero a Juan lo seguí viendo y defendiendo. Él, de vez en cuando, me ponía de personaje en sus cuentos de pibes bravos de la cortada de Luppi y eso me gustaba. También me prometió que iba a escribir una novela con mis historias sangrientas de matón de sindicato, que en eso me convertí después de la muerte de mi viejo. “Te encontré la vocación”, me jodía Juan. Y en un punto tenía razón: lo mío era romper brazos, correr a tiros a la contra, matar si cuadraba. Me salía naturalmente; es más, lo disfrutaba. Por eso me había hecho un nombre entre la gente pesada. Todos me tenían miedo, incluso los que estaban de mi lado, porque sabían que no tenía ningún rollo político ni moral: iba con el pagaba más y hacía lo que se me pedía. Punto. 

–Me la tienen jurada, Bestia, esta vez no zafo –me dijo lloriqueando.

–¿Quién? ¿Tu tío? –lo cargué.

Juan era inteligente, pintón, simpático y cagador. Era capaz de hacerle bailar el ula ula a una serpiente con la labia, nada más. Y siempre encontraba un gil al que sacarle guita, porque laburar, no laburaba. No había billetera que se le resistiera. “¿O vos no le darías plata a un escritor?”, decía. Vacunaba a los funcionarios de Cultura, a los ricachones con delirios sociales y a las estudiantes de Letras, pero a ellas en otro sentido. Cuando andaba de buenas, podía pasar meses o años sin aparecer, pero cuando la cosa se le ponía espesa me venía a buscar con el culo en la mano. Ni hola, me decía. “Bestia, no sabés lo que me hicieron, son unos hijos de puta, lo peor de lo peor, me tenés que salvar”. Siempre se ponía en pobrecito, como si quisiera conmoverme, como si temiera que yo algún día pudiera a dejarlo en banda.

El último quilombo había sido con el tío, un viejo de 80 años al que le sacó diez mil dólares con el verso de que los necesitaba para lanzar su obra en Europa. Le juró que en seis meses se los iba a devolver con un veinte por ciento de interés. Lo que hizo, en realidad, fue vivir de parranda en Ibiza, meta frula y joda. De la guita, ni noticias.

–No, a mi tío le agarró Alzheimer y se olvidó de todo –me contestó Juan–. Y mi tía, que se acordaba, se murió de un infarto por el disgusto. Esto es peor, Bestia.

–¿Qué querés que haga?

–Nos vemos en una hora en la cortada de Luppi. Ahí te cuento. Vení armado porque esta vez va en serio. Te lo juro.

Lo encontré sentado en el cordón de la vereda y fumando con la desesperación de un preso. Me dijo que le había cagado doscientas lucas a una editorial, la más importante del país. Como se garchaba a la hija solterona del gerente general, lo habían nombrado director de una colección nueva de literatura y le habían dado carta blanca para editarles la obra a escritores desconocidos. ¿Qué hizo? Se publicó él mismo todas las porquerías que tenía pero con nombres de fantasía para quedarse con la plata. Después salió a buscar pibes de talleres literarios a los que les pagaba diez y les hacía firmar por cien. Uno lo denunció y se pudrió todo.
–¿Te das cuenta, Bestia? Mi cabeza tiene precio.
–¿Una editorial? Son todos cagatintas, ¿qué te pueden hacer?
–Cagatintas las bolas. No hay mafia más jodida que la de los libros. ¿Por qué te creés que publican siempre los mismos? ¿Por qué te creés que Hemingway se voló la cabeza? ¿Por qué te creés que Salinger está escondido en un agujero y no asoma?
En eso aparecieron por la calle Fournier cuatro tipos de traje negro.
–Son ellos –dijo Juan–. Los sicarios de la editorial. Te buscan y te encuentran.

–Y qué querés, boludo, a vos solo se te ocurre esconderte en el lugar donde pasan todas tus historias.
–Bestia, salváme –y se me agarró del brazo como una mina.
–Tranquilo, dejáme a mí.
Me paré y largué un eructo que sonó como un cañonazo. Los tipos dieron un paso atrás; al lado mío eran pigmeos. Me pareció que estaban cagados. Tal vez supieran quién era yo. Se miraron entre ellos, pelaron chumbo y abrieron las gambas para afirmarse como pistoleros del Lejano Oeste.
–Voy a negociar, quedáte acá, sentadito, que a estos me los como crudos –le dije a Juan.
Me arrimé despacio y con las manos en alto para que no tiraran. La remera me quedaba corta: dejó entrever la panza de vino y la culata de la mini Uzi, un chiche que escupe fuego como un guanaco blindado. Me frené a dos metros de ellos y empezamos a charlar como gente grande. Arreglé la guita rápido, porque la hora, el lugar y la situación no daban para el regateo.
 Yo me corrí. Ellos avanzaron.
–Bestia –dijo Juan, mi amigo el escritor, cuando se dio cuenta.
Escuché dos balazos y el ruido de un cuerpo golpeando el empedrado. No miré hacia atrás. Sólo me las piqué, silbando bajito.
                                                FIN

27- La habitación de pensar. Por Delgadina
29- Siete fumadores. Por Wu Wei
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