El primero llegó apurado, los minutos que gastó en encontrar aquel lugar provocaron que las caladas tuvieran que ser profundas y presurosas. Le costó llegar gracias a esa manía por ponerlo todo en inglés; se podía leer por todas partes: smoking point, pero pocos eran los carteles que acompañados con sus flechas rezaban: punto de fumadores. Se situó justo en una de las esquinas del cuadrilátero que delimitaba aquella zona presa de humos. Estaba sólo, no había nadie con quien hermanarse para criticar la persecución que últimamente estaban sufriendo los fumadores. Faltaban diez minutos para el embarque, de sobra para otro cigarrillo más, después vendrían tres horas sin fumar, las suficientes como para echarlo de menos.
El segundo apareció con un café que depositó en una de las barras que había a un lado y otro de los ceniceros-aspiradores. Sacó su librillo de papel, acumulo un puñado de tabaco en su mano y con un gesto propio de un prestidigitador consiguió liar su cigarro en menos de tres segundos. Observó que había un hombre en una esquina que parecía hacer equilibrios para no salirse de aquella zona. Le hizo gracia y esbozó una sonrisa que fue interpretada por el primer fumador como un gesto de reconocimiento entre compañeros. Alertado por este suceso y previendo que corría el peligro de sufrir la escucha de la típica diatriba contra los detractores del tabaco, el segundo, se dio la vuelta y buscó un punto a lo lejos para fijar la vista. El primero apagó su cigarro sin terminar y se dirigió a su puerta de embarque. Le hubiera bastado un cabeceo para comenzar a hablar y apurar hasta el último milímetro de su cigarro.
El tercero llegó con un cartón de tabaco bajo el brazo, en su país era más caro, y bien estaba acumular provisiones. Inauguró el cartón y a pesar de que (como es de esperar en el interior de un aeropuerto) no corría viento, protegió la punta de su pitillo con sus manos mientras accionaba la piedra de su mechero para que la lumbre, sin oposición alguna, prendiera al ritmo de su inspiración respiratoria. La otra inspiración, la de las musas, la buscó en las volutas de humo que estaban bailando a su alrededor. Tenía que buscar alguna idea original para aquella campaña publicitaria que tantos quebraderos de cabeza le estaba dando. El señor que compartía la zona de fumadores con él tenía la mirada perdida y el café frío. Bebió lo que quedaba de un trago y se acercó a una papelera a tirar el vaso de plástico. Este hecho provocó que tuviera que sufrir la reacción punitiva de algunos viajeros que dirigieron sus miradas punzantes al cigarro que portaba en la mano. Cada vez era más difícil anunciar tabaco, aun así, el tercero ya comenzaba a vislumbrar una imagen en su cabeza: un bar, dos zonas, en la de no fumadores un hombre menea su café y rumia sus resquemores; en la de fumadores, otro hombre aspira tranquilo un cigarro y planea despreocupadamente el día que le espera. Y la frase culminante diría algo así: tú eliges. Henchido por el alumbramiento de esta idea enfila el pasillo que le tiene que llevar hasta su avión. No puede evitar esbozar una sonrisa que, al menos en sus comisuras, destila algo de malicia, y es que no hay nada como hacer creer al cliente que es libre. El segundo, mohíno, le sigue los pasos; le molesta que los desconocidos intenten entablar conversaciones vanas, pero más le molesta aún, que un desconocido con aire de autosuficiencia se situé a su lado y no le dedique ni un solo gesto de asentimiento, ni una sola mirada.
El cuarto llega pletórico, comienza las vacaciones, y que mejor que un cigarrillo para comenzar con buen pie. Ya se imagina en la playa, con un cóctel en una mano y un puro en la otra. Su caladas son lentas y deleitosas, preludio de lo que está por venir.
Llega el quinto, su vestimenta y su gesto muestra a las claras que también se va de vacaciones, el cuarto se percata de este detalle y le pregunta por su destino. El quinto responde exultante y es que hablar sobre la felicidad venidera resulta más reconfortante que lo que se supone que es el momento feliz en sí. Los dos van al mismo sitio. El cuarto le da fuego al quinto. La conversación se llena de días de sol y de conquistas de prepago. Charlan animadamente, afloran las afinidades transitorias propias de los viajeros. Desean que esos pitillos no se acaben nunca. Se proponen sentarse juntos en el avión, habrá que hablar con la azafata para arreglarlo.
Llega la sexta. Viene con una botella de vino blanco de un cuarto de litro y un vaso de plástico para poder servirlo. Rubia, madura, atractiva, madre, su hija le espera en su país, su piel denota el abrasamiento solar que ha sufrido en los últimos días. Viste una falda corta, chanclas y camisa de escote infinito. El cuarto y el quinto intercambian miradas de complicidad, sueñan con compartir viaje con la rubia, la imaginan viuda y deseosa de aventuras. El quinto le da un codazo al cuarto y le hace un gesto con la cabeza a modo de “no te atreves a decirle algo”. El cuarto echa la cabeza hacia atrás y levanta un poco los ojos en señal de chulería. Seguidamente, le dirige una frase en ingles que la sexta, ocultando su bilingüismo, responde en alemán. La germana termina los dos dedos de vino que le quedan en su vaso y huye de allí como quien huye de un cliché. Mejor será buscar un lugar donde poder hojear tranquila los libros que ha comprado sobre la Alambra de Granada. La piel le arde, pero está satisfecha, mereció la pena pasar dos horas al sol para conseguir la entrada.
El cuarto y el quinto se miran con resignada complacencia. Cuando lleguen a su lugar de vacaciones, el prepago ahorrará los escollos del idioma y del deseo. Se van, acaban de anunciar el vuelo que van a compartir. Puerta veinticinco, andan unos cuantos metros por detrás de la teutona, los suficientes como para poder mirarle el culo. Cuando la sexta se sienta, el cuarto y el quinto miran para otro lado.
La séptima llega hastiada, tira de su carro con desidia, le ha costado madrugar, saca el paquete de cigarrillos del bolsillo izquierdo de su camisa; sólo quedan dos. Comienza a fumar mientras observa el suelo y blasfema bajito, las colillas se acumulan por todas partes, los ceniceros están rebosantes, vasos, envoltorios y demás basura decora la zona. Piensa en dejar de fumar, lo piensa todos los días. Una masa informe de anglosajones deseantes de contribuir a ensuciar la zona de fumadores se ve venir a lo lejos. La séptima apaga con presteza su cigarro y se acerca a su carro para coger los utensilios de limpieza que allí se alojan. Va a limpiar rápido, antes de que el paso del contingente turístico le obligue a pasar allí el resto de la mañana. Buscará otro punto de fumadores que este limpio y alejado de aquel lugar. Allí, aparcará de nuevo el carrito de la limpieza y se fumará, por enésima vez, el último cigarro.