Icono del sitio V Certamen de Narrativa

30- La jardinera. Por Indara

            Y sintió de nuevo aquel ardor en el estómago, y cómo una rápida quemazón comenzaba a invadir también su esófago, lentamente sentía como agrietaba aquel tubo y lo iba tiñendo de rojo. Sabor a sangre, sabor a tarde de domingo, sabor a soledad.

            Decidió no esperar más, cogió el móvil y de memoria marcó su número. Pudo escuchar del otro lado un susurro:

– Lo sé, es domingo, voy para allá.

            Con ella no hacían falta explicaciones, siempre venía y hacía lo que debía. También es cierto que él era su cliente habitual, durante algunas semanas, al principio, sólo fue “el de los domingos”, pero hace ya algún tiempo que acude a verle varias veces por semana, además de la indeleble cita del sétimo día. Porque el sábado es un día de libertad después de cinco de esclavitud, pero el domingo es el día después, el que se queda pequeño para llenarlo de libertad y que con frecuencia queda relegado a ser el día en que poner al día los quehaceres para los días venideros, y que con más frecuencia aún, se llena inevitablemente de momentos de sofá y vino, mirando con insípida profundidad los recuerdos dibujados en el blanco frío del techo. Pero en realidad a ella le daba igual el día, pues desde el primero, supo que no era como los demás, que no sería igual.

            Llegó pronto, no tardó mucho, y como siempre lo encontró tumbado en aquel diván verde oscuro, rodeado de almohadones azulones y aferrado con fuerza a uno de ellos. Por la comisura de los labios ya asomaba un sutil hilo rojo, así ella pudo adivinar que no llegaba, ni temprano ni tarde, era el momento idóneo para comenzar su trabajo.

            Pero algo era diferente, aquel líquido granate no era el único que mojaba su pálido rostro de niño desconsolado y falto de calor, poco más arriba pudo advertir cómo brillaba, discurría, un líquido distinto, transparente. ¡Agua!

            Aquello la desconcertó, se arrimó deprisa y se sentó a su lado, le retiró el almohadón de las manos y se lo colocó tras la cabeza, buscaba que estuviera cómodo, dada su experiencia, ella bien sabía lo mal que se pasaba hasta que terminaba todo. Lo tomó entonces de las manos y lo miró a los ojos. Pudo comprobar, con el mismo desconcierto, que la analogía que ella siempre tenía en mente al mirarlo, cobraba hoy más fuerza que nunca. Hoy sí brillaban sus ojos, hoy sí eran esmeraldas.

            Con todos sus clientes pasaba las horas de la misma forma. Ella nunca hacía nada, solo esperaba, les limpiaba la sangre de los labios y esperaba, miraba al techo con ellos y esperaba, escuchaba, nunca hablaba, y esperaba. Cuando todo terminaba, cogía su dinero, su rosa y regresaba a casa. Colocaba la flor en un jarrón y la miraba largamente, junto con las demás rosas, porque desde que cualquier color se puede adueñar de una rosa, a ella le gusta pensar por qué ESE cliente le arrojó ESE color, ESE día; porque dicen que cada color expresa un sentimiento, un estado de ánimo, y junto con las pocas palabras que algunos musitaban, aquellas rosas eran lo único que ella tenía para imaginarse las historias de cada uno, para adivinar cómo eran, cada día, porque cada día eran de diferente color. Por eso reservaba en su casa una habitación con rosas de todos los colores, sin ningún sitio concreto, sin orden, daban viveza a la habitación y alas a su imaginación.

            El tiempo siempre pasaba así, con todos era igual, la única diferencia que había en sus tardes con él, era que le miraba a los ojos, -le gustaba perderse en aquellos ojos glaucos- bueno, eso y que sus rosas siempre eran negras. Por eso no las colocaba junto a las demás, aquellas rosas las tenía en un rincón, apartadas del resto, en parte para no estropear el colorido de La Habitación de las Rosas, y en parte porque las consideraba demasiado extrañas, demasiado especiales, y demasiado inusuales como para mezclarlas con el resto.

            Y como cada domingo, él sangraba y ella lo miraba. Pero esta vez, él lloraba. Así que por primera vez, rompiendo una de esas reglas que no se implantan pero se cumplen, ella le habló. Y para su sorpresa, él la escuchó, y contestó.

– ¿Por qué lloras?- fue lo que dijo.

            Con ojos atónitos, acertó a reconocer, por primera vez, que la voz de ella no existía únicamente tras el auricular, que sus largas charlas podían aislarse del hilo telefónico, que todo podía tornarse, aún más real. Aquella impresión y el esfuerzo de contestarle, hicieron que ella tuviera que apresurarse en recoger con el pañuelo aquellos borbotones de sangre.

            A pesar del dolor, él no desiste, él no va a concluir aquella nueva forma de conversación, no piensa mutilar aquella incipiente realidad.

            Una a una, él va recordando todas las personas que se le dibujaron en el techo, las tardes en que ella acudía, y las tardes en que no. Ella le reprocha el no haberla dejado estar allí. Él llora, y sangra, ella lo limpia y escucha.

            Uno a uno, él le va explicando los motivos de no llamarla. Ella no reprocha nada, los entiende y acata. Él llora, ella le aprieta las manos.

            Uno a uno, él le va desvelando los secretos de cada rosa que ella se llevó, el porqué todas ellas eran negras. Tose, sangra. El porqué hubo días que se llevó más de una, tose, sangra, y más de dos, sangra.

            El final de la cita está cerca, tanta sangre solo puede significar que está a punto de terminar. Así que esta vez, ella limpia también sus lágrimas. Busca sosegarlo y alentarlo a continuar hablando.

            Y entre todas aquellas arcadas de sinceridad, ella no tuvo más remedio que escuchar, algo que él, sin ningún reparo, tuvo que confesar. La razón por la cual, las últimas rosas que se había estado llevando, “por si no se había dado cuenta”, le explicó, se tornaban gradualmente, casi sin poder apreciarse, ligeramente hacia un tono bermellón.

            Ella era una experta en colores, su Habitación de las Rosas podía dar buena cuenta de ello, sabía de qué hablaba cada uno, o por lo menos se hacía una idea, evidentemente SÍ se había dado cuenta… Lo que en ningún momento podía esperarse, era que nadie reparara en el color de la rosa que ella se llevaba, ni en los porqués, simplemente se las daban, se las llevaba y todos quedaban tranquilos, al menos la clientela. Por eso en aquel momento se apoderó de ella una terrible sensación de duda, miedo, nerviosismo y muchos otros colores que no supo calificar. Y se le empañaron los ojos.

            Se dejó escurrir hasta el suelo y apoyó su espalda contra el sofá. Pudo ver cómo él sangraba de nuevo mientras se incorporaba. Todo terminaba. Él se puso de pie y estiró el cuello mirando hacia arriba. Ella se incorporó y esperó. De nuevo, esperó, hasta que él le agarró por el hombro y ella se acercó. Con la poca visión que le permitían sus húmedos ojos, acertó a limpiarle de nuevo la sangre; con una mano le apartó la lengua, y agarró el tallo; con la otra localizó el punto exacto del brote, el más idóneo por donde cortar considerando siempre la longitud de la rosa, y la extrajo.

            La llamaban “La Jardinera” y eso hacía ella, cuidar y cultivar, podar y recoger, las flores de otras personas. Rosas todas ellas, preciosas para unos, peligrosas para otros… Pero no era momento de ponerse a filosofar, ella volvía a estar sentada en el suelo, pero ahora él estaba sentado con ella, y la miraba, expectante, ¿expectante de qué? Ella no lo sabía, ni lo quería saber, observó un borrón largo y rojo que colgaba de su mano. La rosa, aún no la había limpiado. Tomó un pañuelo nuevo y la repasó con cuidado, seguía el borrón rojo, y decidió tomar otro pañuelo para secar sus ojos y asear así mejor aquella flor. Se enjugó e hizo lo propio con la flor…

            No, la flor seguía roja, sus ojos estaban secos, el pañuelo limpio, su mirada también, la de él clavada en ella, y la rosa, seguía roja. La rosa era roja.

            Y ella tosió y sintió aquel ardor ajeno en el estómago, y cómo una rápida quemazón comenzaba a invadir también su esófago, lentamente sentía como agrietaba aquel tubo y lo iba tiñendo de rojo, sabor a sangre, sabor a tarde de domingo, sabor a él.

29- Siete fumadores. Por Wu Wei
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