Se solía decir antaño, que hay que vivir como si fuese el último día de nuestra vida. Yo, ahora, desearía hacerlo como si fuese el primero, con todo por descubrir. Sin embargo, aquí, en este margen del mundo, está todo tan visto, resulta tan conocido, que ya nada le queda a uno por vivir.
Verdaderamente, no sé cómo empezar. Tras días de mucho pensarlo, llegado el momento, mis ideas se han aclarado con el agua de la pereza, escapándose por un desagüe invisible. Imagino que no es ésta la forma más adecuada de decirte que no sé cómo escribirte lo que quiero. Y siendo muchas las cosas que he de contarte, me pierdo en otras, alejándome de las importantes.
Entusiasmado te digo que hoy, por primera vez en mucho tiempo, hace un día estupendo. El sol y el cielo son tan hermosos, que parece que no sean auténticos, como muy artificiales. Parece oportuno, pero este tiempo tan bueno me recuerda a ti, caminando descalza sobre el pasto como único brillo de estas tierras. Los días grises, ululantes en la noche, han pasado, abandonando a los grajos del bosque, que ante un día como éste se sentirán frustrados, sabedores de que su siniestro plumaje encaja más en un día como los pasados, en los que el viento hacía esas cosas que suele hacer el viento, una más de las muchas herramientas de la inspiración.
Como sabes, sigue habiendo rejas en mi ventana, y a través de ella puedo ver el limonero, el naranjo y la quietud de ese bosque pintado al fondo, como natural accesorio de este alegre día. Los gorriones se posan en las rejas, relatándome, mientras escribo, su victoria sobre los grajos, y las golondrinas, en los tejados, permanecen alerta ante un previsible cambio. Es una victoria momentánea, me dicen, pues aquí ya se sabe, un tropiezo del aire y mañana, quizá pasado, las oscuras nubes volverán y con ellas esas aves de funesto graznido, en una lucha eterna, con los días, uno y otro, como fechas de natural combate. Aquí el tiempo no es que se haya detenido, sencillamente no existe ya, y nadie hace nada porque avance.
Al igual que antiguamente, aún sacamos agua de los pozos, y la luz eléctrica nos ilumina. Sé que esto te sorprenderá, que no entenderás cómo se puede vivir así. A mí también me resulta increíble que en tu lugar se pueda viajar de un país a otro con sólo abrir una puerta, y que tu ciudad sea un enorme tubo en el que residen millones de personas. Como tampoco comprendo lo de vivir sin comer durante días, que un hombre haya demostrado que Dios no existe o que la gente allí no llora, es algo que no entiendo. Aquí todo es diferente. La hierba crece de forma natural; las cabras siguen siendo las amas de la aldea, incluso ellas creen en Dios y van a la iglesia a rezar; y aunque no recibamos imágenes en nuestros televisores, todavía se nos saltan las lágrimas con las películas antiguas.
Sobre la aldea te digo que ahora es tiempo de elecciones, y es que la antigua democracia aún prevalece. De un lado está Don Cristino, que ya sabes de su notable influencia en la sombra sobre los aldeanos. Del otro está Pedro, el cabrero, el hijo del difunto Pedro, también padre adoptivo de cabras, y nieto de Pedro, que lo era igualmente, con lo que siempre hemos tenido un Pedro cabrero. El domingo se reunieron en la plaza. En el centro, Don Cristino, con su corbata y su traje a medida hecho por su mujer. Con su empaque, que consigue que su gordura y su calvicie le hagan parecer lo que es, un hombre importante dueño de más de la mitad de estas tierras. Al otro lado Pedro, con su olor cabruno, barba de varios días, pantalón de pana, jersey de lana y un chivito entre los brazos. Don Cristino se dirigió a la multitud subido a un montón de cajas apiladas para parecer más eminente. Pedro lo hizo desde la fuente, dando de beber al chivito. Con una sola pierna, era normal que llegase tarde, pero pude ver el final de los discursos, en los que los dos candidatos, a mi parecer, dijeron lo mismo de un modo diferente:
‘’Trabajar hay que trabajar, ciudadanos. Yo os ofrezco trabajo asegurado, bien pagado en función de vuestro rendimiento. Las tierras que labréis serán como vuestras, y os doy mi palabra de que no os faltará el jornal diario. No tendréis que preocuparos de nada más’’. Vociferó Don Cristino.
‘’Amigos míos, votadme a mí, porque yo os daré la porción de tierra que necesitéis, porque la tierra es para el que la trabaja, no para un solo hombre que os la administre y reparta los cuartos. Tendréis vuestra propia parcela, a la que trataréis como si de vuestros hijos, y…’’
Y cuando Leoncio soltó las cabras se montó la pelea, y con ellas el fin del debate, ya que así es aquí la política, como una pachanga de vecinos que suelen cambiar de ideas antes que de camisa. Reconozco que es interesante el sistema político que tenéis allí, sin gobernantes, aunque tendrás que explicarme cómo es eso de que se votan decisiones, proyectos e ideas, no imágenes y palabras de un bando u otro.
Tras la mañana en la plaza, regresé a casa, a tu casa. Y fue en aquella mañana de lento caminar en mi regreso cuando pensé, tras las rejas de mi ventana, en escribirte, y es que a nadie me queda ya por hacerlo. Casualmente me crucé con Silvio, el hijo de Elisa, que me contó que hoy mismo se iba para la gran ciudad, ofreciéndose para hacerte llegar esta carta. Es triste, pero sabiendo de los peligros que tendrá que sortear, de esos rodeos nocturnos por lugares tan conflictivos y las dificultades de tan largo viaje, -al muñón de mi perna me remito-, dudo mucho de que llegue hasta allí y consiga que leas esto.
He llegado a casa y estoy muy cansado. Padre da azadadas en el huerto, secándose el sudor de la frente con su pañuelo, y me encanta verle hacer eso, aunque le he dicho que no lo haga, que la tierra también necesita las gotas de sudor del hombre.
– Ya, claro, pero no veo cuando me cae en los ojos.
Las respuestas prácticas de padre. Madre sigue en su sitio, en la colina, donde las fuertes lluvias y el viento casi le quitan la cruz, aunque padre ya subió a colocarla de nuevo. La bisabuela sigue igual. Tiene ciento ocho años y sigue postrada en la cama, delirando, con la mente quién sabe dónde; últimamente le ha dado por decir que la hemos enterrado ya, y que por eso araña constantemente la pared, con lo que entre los arañazos, los golpes de bastón cuando necesita algo y la penumbra de ciegos reinante en su habitación, se puede uno imaginar que allí habita un fantasma y no aquella adorable y rolliza anciana que nos sentaba para escuchar sus historias mientras pelaba patatas. Lo bueno es que mientras sigamos escuchando dichos ruidos, sabemos…, bueno, ya sabes qué.
Yo no hago nada. Padezco de vagancia obligada e incluso me ponen de comer. Me levanto al alba y me siento a mirar el día tras las rejas de mi ventana. Leo mucho, eso sí, todo lo que cojo de la librería de padre, y, a veces, hasta me equivoco y leo un libro por segunda o por tercera vez. A veces desconozco qué día es y sólo el barruntar del viento, los graznidos de los grajos o el piar de los gorriones en días como el de hoy, me dicen en qué vida existo. Soy un alma atrapada en un cuerpo que no es el suyo.
Mi querida hermana, aquí, como puedes leer, nada ha cambiado, excepto por tu partida, que selló nuestras vidas con hastío, un fuerte nudo en la garganta y la pérdida de mi pierna derecha. Con éstas, mis palabras, me despido. Con ellas y con todo mi amor. Con la alegría de saber que lo conseguiste. Hasta la próxima…
En la llanura, abril de dos mil cuarenta y tantos.
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– Y así termina.
– ¿Así termina?
– Sí.
– Bueno, y ahora, ¿qué hacemos?
– Pues no lo sé. Tú eres el que montaste todo esto. Tú respondiste a su primera carta. Tú sabrás.
– Hay que reconocer que no le falta imaginación. Se puede decir que ese hombre ha descrito su realidad en esa carta imaginaria: las rejas de la ventana, los pájaros, los ruidos por la noche, los mundos opuestos, intento de fuga, arrepentimiento…
– Sí, ¿pero qué vas a hacer?
– Pues responderle como se merece.
– Yo pienso que es cruel hacerle creer a alguien que lleva diecisiete años en una celda algo que no es. Hay que ceñirse a las verdaderas circunstancias; ese hombre jamás saldrá de ahí. No está viviendo la realidad.
– ¿Y quién lo hace?