Icono del sitio V Certamen de Narrativa

37- Hermano del Tiempo. Por Virgilio

– Tu padre no volverá, hijo mío.
El niño se abraza a las piernas de su madre, buscando refugio, llorando, sus manos diminutas dibujando una crispada y absoluta angustia alrededor de las rodillas de ella.
– ¿Por qué? ¿Por quéééé…? – grita, y su grito, desmenuzado, despedazado como una jarra estrellada en el suelo, resuena por todo el comedor de la casa, cubriendo de ecos agudos y temblorosos las paredes cubiertas de papel pintado de color crema.
Golpea con los talones las pequeñas baldosas blancas con una orla marrón del enlosado. Se atraganta con su propia desesperación, la boca abierta en un rictus esculpido con lágrimas de puro desespero. Y mueve la cabeza, lentamente, de izquierda a derecha, frotándosela con las rodillas de su madre mientras lagrimea y se convulsiona.
– ¡Yo no he hecho nada! – chilla con voz rota, rozando la pura histeria – ¡Yo no he hecho nada…! ¡Nooooooo!
Su madre se aferra a él, y le pasa las manos por la tensa y estremecida espalda, intentando calmarlo, apaciguar su infinita, abisal tristeza. No lo consigue. El niño continúa llorando, sollozando, gritando y dando golpes al suelo. Y sigue así durante mucho rato. Sólo tiene cinco años, y ya su vida no será igual desde este momento.
Se le ha roto, como la jarra, como la voz, como el alma.
Él mira desde la puerta del comedor, y se acerca hasta que sólo lo separa un metro del niño, que está solo, sentado en el sofá rojo, con los brazos cruzados sobre la mesita de vidrio y la cabeza enterrada en su interior. Todavía llora, más lenta, dificultosamente. No lo hace con la desesperanza de hace unas horas, pero su cerebro y su corazón ya estando impregnados de la tristeza, la culpa y el miedo a sufrir que desde ahora lo acompañarán a todas partes.
Él se agacha a su lado, y le pasa un brazo por los hombros trémulos, suavemente, con ternura. El niño todavía tarda unos momentos en hacer el esfuerzo de dejar de llorar, secarse las lágrimas que continúa vertiendo con los puños contraídos, y mirarlo.
No lo reconoce. No sabe quién es. Sus ojos, grandes, marrones, con largas y oscuras pestañas, están ahora rojos y arrugados, arrasados en líquido de lágrima muerta.
– Hola – le dice él case cuchicheando, intentando calmarlo, tranquilizarlo. El niño lo mira incrédulo, sorprendido, turbado por su inesperada aparición.
– Ho… hola – contesta -. ¿Tú quien eres?
– Un amigo. Ya sé que no me conoces. Pero a partir de ahora seré tu amigo, y si quieres te ayudaré.
– ¿Y cómo me ayudarás? – pregunta el niño con un hilo de voz desnuda y aterida.
– Yo te puedo decir lo que te pasará a partir de ahora. Puedo explicarte qué clase de persona serás, y cómo te irá la vida.
El niño lo mira fijamente. Su cuerpo y su espíritu están derruidos, destrozados por la tristeza y la sensación de culpa. Pero también siente ahora una pequeña chispa de curiosidad, un tenue relámpago de extrañeza e interés que lo rescata momentáneamente del interior de su pozo de desesperación.
– Te pareces un poco a mi padre – dice el niño.
– Puede ser – le contesta él -. Pero tan sólo en el aspecto físico. No soy tu padre, pero te conozco muy bien, mejor que él o tu madre.
– Mi padre ya no volverá más – y el niño vuelve a llorar, aun cuando esta vez se trata de la brasa del recuerdo de la pena, y enseguida se vuelve a calmar.
– No – explica él -, no volverá. Pero no debes sentirte culpable por ello. Irse es algo que ha elegido él, por sus propios motivos, y él es el único responsable.
– ¿Quieres decir que yo no tengo nada que ver? Si no he hecho nada, ¿por qué se va?
– Hay más de un motivo, pero tú no eres uno de ellos. Las razones ya las entenderás cuando seas mayor. Ahora lo importante es que no te sientas culpable, y que no tengas miedo.
– ¿Miedo de qué?
– Miedo de sentir, de sufrir, de amar, de hablar, de ser vulnerable, de que te rechacen, de que no reconozcan todo aquello que haces bien hecho…
El niño lo observa con una mirada brillante, acuosa, indefensa. Se pasa las manos por la cara en un intento de secarla, de desprenderse de la tensa humedad que las lágrimas han depositado como si de una película fría y elástica se tratara. Después se apoya contra el sofá, recomponiendo su postura.
– ¿Dices que sabes cómo será mi vida?
– Si, lo sé. Con toda seguridad. Mira, si dejas que este sentimiento de culpa y este miedo se instalen en tu interior, te convertirás en un niño triste e introvertido, encerrado en sí mismo, intentando no querer a nadie para no sufrir si se va.
– Mi madre no me dejará.
– No, no lo hará. Pero se sentirá triste si te ve así, callado, ausente, encerrado en tu mundo, sin hablar ni comunicarte con nadie. Y ella no podrá hacer nada para ayudarte. Continuarás así, cumpliendo años, solitario, aislado de todo, sin referencias, sin amigos, hasta que un día habrás perdido la niñez, y serás un adolescente seco, malcarado y desafiante, y gritarás tu rabia al mundo, y lo odiarás durante mucho tiempo.
Ahora el niño vuelve a tener miedo. No el de antes, el miedo a ser el culpable de la marcha de su padre, a volver a sufrir este dolor crudo y helado que tiene clavado en todo su ser. Ahora es otro miedo, más difuso, más remoto. Él lo nota, y sabe que este miedo se debe a sus palabras. Calla por unos instantes, esperando la reacción del chico.
– Yo… no quiero ser así – dice al fin.
– Lo sé. Y puedes evitarlo, si quieres.
– ¿Cómo? ¿Qué debo hacer?
– Has de intentar no pensar que tienes la culpa de lo que pasa. Ya te lo he dicho, no eres responsable de que tu padre no vuelva. Si te dejas vencer por la culpa, entonces vendrá el miedo. Y si viene el miedo… entonces te convertirás en lo que te he dicho.
 – ¿Y si no me siento culpable no me pasará esto que dices?
– No. No tendrás una vida fácil, es cierto. Tendrás que ser adulto muy rápido, y asumir algunas funciones en casa que por edad no te corresponderían, y ponerte a trabajar muy pronto. Eso no lo podrás evitar. Tendrás que ayudar a tu madre, cuando sea el momento. Pero ahora debes ser lo que eres, un niño, y reír y jugar e intentar ser feliz y tener amigos y pasártelo bien. No tengas miedo. Todo irá bien.
– ¿Como lo sabes?
– Lo sé porque a mí me pasó lo mismo cuando era pequeño, cuando tenía la misma edad que tú. Y me cerré; me sentí culpable y tuve miedo de sufrir, y lo pasé muy mal durante muchos años. Y no quiero que te pase a ti.
– ¿Tú me ayudarás?
– Ya lo estoy haciendo.
– ¿Pero vendrás más veces a verme?
– Si y no. Yo no volveré a venir, tengo que irme a allá a donde pertenezco. Pero sí que me verás. O mejor dicho, te verás a ti, cada día, cuando te mires al espejo. Cuando lo hagas, piensa que en la imagen que ves estás tú y estoy yo a la vez. Lo que importa es que recuerdes esta conversación, y que hagas lo que te he recomendado. ¿Lo harás?
El niño no dice nada, pero cierra la boca y mueve la cabeza, de arriba a abajo, afirmando, consintiendo, estableciendo un pacto cuya firmeza no necesita palabras.
Él le revuelve los cortos cabellos con una mano, y el niño, por primera vez en todo el día, sonríe tímidamente. Después le pide que le diga más cosas de su vida futura. Y él lo hace, y le explica qué estudiará, en qué lugares trabajará, y a quienes conocerá. Habla despacio, con una voz grave, profunda, como de arena pisada, que poco a poco calma y adormece al niño, cansado, extenuado por las sacudidas emocionales del día.
Deja pasar unos minutos, y coge al niño en sus brazos y lo levanta del sofá. Apenas pesa nada, es un ramo de huesos largos y delgados sin casi carne alrededor. Se va hacia la habitación donde duerme el niño con su abuela y lo deposita sobre la cama, no antes de que le haya sacado las pequeñas sandalias de plástico blanco que lleva en los pies. Después le quita por la cabeza, con mucho cuidado, la camiseta rayada blanca y roja, y después los pantalones de tergal cortos de color gris. El niño duerme profundamente.
Abre la cama, y lo introduce dentro de ella empezando por los pies. Antes de taparlo con la ropa, lo abraza con delicadeza, con amor desinteresado y rendido. Lo mira dormir, abandonado, quieto, respirando agitada pero profundamente. No se oye más ruido en la habitación que la vaporosa y casi imperceptible respiración del niño.
Él lo mira durante unos cuantos segundos más y cierra la luz. La penumbra invade el aposento. Es hora de marchar. Ya ha cumplido su misión, ya ha hecho lo que tenía que hacer, lo que le debía al niño, lo que se debía a sí mismo.
Le acaricia la cabeza por última vez, el último contacto físico que tendrá con él. Después sale de la habitación, se acerca a la ventana del comedor y suspira. Mira el territorio de su propia niñez, agreste, gris, deshilachado. Desea con todo su corazón que al niño le vaya mejor que a él.
Al fin, se da la vuelta, anda hasta el centro del comedor y desaparece, empezando el viaje de vuelta a través de los años y los recuerdos.

36- Correspondencia. Por PKD
38- Cambio de bando. Por El Leal
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