El cuerpo-gato dice que tiene hambre. Se levanta y se despereza. Ella lo mira desde un agujerito que ha hecho en un doblez del edredón rojo. No quiere sacar la cabeza fuera porque hace frío. Y porque si lo hace, se irá el olor caliente en el que ronronea. Restriega los pies contra el colchón con placer, nota el peso de su cuerpo contra las sábanas y la verticalidad en la que descansa.
El cuerpo-gato está detenido en el centro de la habitación, congelados sus músculos en un movimiento femenino. Tuerce la cabeza hacia los lados para estirar el cuello y para que suene, porque el cuerpo-gato aprendió en uno de sus muchos viajes a hacer música con el cuerpo. Luego introduce la mitad de la mano dentro de pantalón, por detrás, para que descanse colgada de la cintura, calentando los músculos morenos. La deja ahí porque por el momento no la necesita. Así sabe luego dónde está, cuando vaya a buscarla.
Con precisión, el cuerpo-gato flexiona las piernas y calcula el peso de su cuerpo y los pasos que le faltan para llegar a su objetivo. En un movimiento preciso casi imperceptible, el cuerpo-gato salta y abre la ventana. Una ventana al Sur. Satisfecho deja que la suave brisa del mar le peine las orejas. Tiene los ojos brillantes.
Sintiéndose observado, el cuerpo-gato lanza una mirada esquiva hacia el bulto envuelto en sábanas que yace en la cama. Se le ha afilado el colmillo mientras sus ojos se hacen rendijas rectangulares y marrones. El cuerpo-gato está quieto ahora mientras observa con paciencia el bulto, atento al más mínimo movimiento. Ellas espera, la respiración contenida, para que él no sepa que ya está despierta. Tras unos minutos el cuerpo-gato vuelve la cara, malicioso, como si no hubiera visto los ojos que le miran curiosos desde el doblez.
Con elegancia alarga la mano que tenía guardada en el pantalón y la saca por la ventana. Fuera hay un naranjo que casi no puede soportar el peso de sus frutos. Es incluso obsceno. De una pasada, el cuerpo-gato se hace con cuatro naranjas enormes que pela de rabo y hojas verdes y hace un zumo.
Ella se agita ante el olor del desayuno y del cuerpo-gato se desprende una sonrisa, una especial que tiene para las mañanas. Porque, aunque el cuerpo-gato sea de naturaleza nocturna, lo que más le gusta son las primeras horas de luz. La sonrisa mañanera no es tan ancha como otras sonrisas que ella le ha visto pero es más fresca. Es más inocente y más sabia, quizá por la mezcla entre la experiencia que le dan las noches de caza y el comienzo de una nueva jornada.
Así está ella pensando cuando, de un salto que casi no ve, el cuerpo-gato se sienta a su lado en la cama que está hecha de piedra, de colchón blanco, de mosquitera y de techo de paja. Con cuidado, el cuerpo-gato toma el vaso de zumo con dos dedos y lo mete por el agujerito. La mira mientras se ella se hace más y más guapa a cada trago.
Cuando ella termina, sediento y con los ojos brillantes, el cuerpo-gato se hace un zumo para él y va a tumbarse a las escaleras, al sol, debajo del naranjo. Huele a café. Algunos dirían que aquella mañana llovía pero el cuerpo-gato es más listo y se ha hecho amigo del zoquete que controla el tiempo. Una vez le pidió que dejara de azuzar las olas del mar porque tenía a su lado un cuerpo tembloroso que no sabía nadar. En aquella ocasión, como había tormenta eléctrica, el Señor del Tiempo tenía mucho trabajo y no pudo hacer nada pero le dijo al cuerpo-gato que le debía una.
Por eso, este año, el cuerpo-gato tiene sol aunque sea invierno. En vacaciones de Navidad, el Señor del Tiempo le regaló incluso un dia de viento sur, de ese que enreda, enmaraña y engresca. Que deja entrever que los locos son los cuerdos y estos últimos están muy aburridos. Pero esa es otra historia.
Desde el agujerito, el cuerpo-gato parece muy lejano. Mientras contonea su cuerpo para despertar sus músculos, estira y encoge la piel para saludar al sol que lo pone más moreno y más suave, del que toma la calidez que luego le acompaña durante el dia. Pero al cuerpo-gato –y a ella también– lo que más le gusta es la luna. Se la han regalado muchas veces aunque no se ponen de acuerdo en cuál es la que más les gusta.
Al cuerpo-gato le encanta la luna que lo mira sin verle, que lo mira sin destellos. Y a ella le gusta más cuando sale con el sol a la vez, los dos bien pegaditos, como para hacerse compañía en ese cielo tan grande.
Con un gemido ella se despereza y se decide a salir de su madriguera caliente y roja donde está a salvo de algo que desconoce, que por eso le tiene miedo. Está juguetona y camina de puntillas para darle un “beso de buenos dias”, inesperado, en la nuca. Es casi imposible pillar al cuerpo-gato desprevenido porque siempre está alerta. Todo lo ve. Todo lo mira. Todo lo siente. Es muy curioso pero muy discreto y se guarda los detalles para saborearlos cuando está solo.
La espalda del cuerpo-gato la saluda contenta y le pide unas caricias ronroneando coqueta. Tendrá que esperar. Lo que más le apetece a ella es su nuca. Y su boca. Se sienta a su lado y el cuerpo-gato la acerca más a él con la cola para quedarse alli los dos, muy pegaditos, detenidos en el tiempo. Se saludan sin hablar, mirándose a los ojos, con un simple gesto que ambos entienden. Con la grata y sencilla sensación de saberse.