Y el cielo se volvió completamente amarillo.
Los ambientalistas buscaban razones en el calentamiento global y el smog, los religiosos pregonaban el fin del mundo, y miles de científicos hurgaban en inverosímiles números, sin poder articular nada convincente. Aquel fenómeno superaba cualquier razonamiento.
Sin embargo, con el tiempo la gente dejó de indagar la causa de la súbita transformación. En cambio, todos los pensamientos se reducían a encontrar un momento oportuno para escrutar disimuladamente la lisa superficie amarilla, incluso los ciegos, que buscaban como murciélagos aquello que indiscutiblemente era lo único real y verdadero para los ojos humanos.
Pero nadie se atrevía a admitir frente a los demás ese inhumano embelesamiento, sintiendo el peso terrible de una irracional culpa, como el recuerdo invisible de una vejación antigua, alguna brutalidad inconfesable.
Aún así, cualquier dejo de voluntad desaparecía a la hora del atardecer, cuando miles de personas salían lentamente de sus casas, con las manos y el pensamiento vacíos, desbordados por el más estático silencio; y miraban como el círculo borroso del sol (que era blanquísimo a comparación del implacable cielo) caía por el contorno de la tierra., transformando el espacio ámbar en un marrón verdoso y oscuro, torpemente invadido por unas cuantas estrellas histéricas y una luna plástica.
Cuando la conciencia volvía y la ingravidez de los sentidos era desplazada por la vergüenza, todos regresaban a sus casas, aturdidos y agotados, escabulléndose hacia el refugio de las camas y la sombra, con el inevitable recuerdo amarillo anunciando el insomnio y el desasosiego.
Un día, como todas las tardes, una multitud autómata se esparció por las calles. Pasaron dos, tres, diez horas y el sol permaneció estático, apenas rozando la línea del horizonte. Y pasaron días, los días quedaron al margen del tiempo, pero ellos seguían mirando el fulgurante amarillo, el infinito amarillo.