Hoy puede ser un gran día…
J. M. Serrat
A veces las cosas sólo suceden. Ocurren. Pasan, como pasan las agujas del reloj, de un minuto a otro. Pasan porque tienen que pasar. Porque llegamos al lugar justo en el momento indicado. Porque, simplemente, el agregar un croissant al solitario café de la mañana puede trastocar el desarrollo de la más mínima estupidez o cambiar el devenir de la historia. Entonces una se siente más tonta que un ordenador o que una vaca detrás del cencerro. Una que ha planeado al detalle la vida, el futuro, la vejez, de repente, se da cuenta de que se le ha caído el sistema y el programa ha ejecutado una acción no reconocida, ni válida, ni siquiera mínimamente esperada.
Siempre quise viajar a París. Me pregunto si en el mundo habrá alguien que no quiera conocer París, aunque admito que los argentinos sufrimos de una adicción genética hacia esa ciudad. Personalmente, tenía, además, otras variadas razones: un abuelo nacido allí, un traductorado de francés a medio terminar, mi pasión por la historia y una devoción generacional por Cortázar que incluía a París en el cielo de una Rayuela varias veces leída y nunca bien comprendida.
La oportunidad llegó hace unos pocos meses. La palabra herencia le quedó grande al montoncito de euros que recibí de un tío italiano, tan bendito como desconocido. De todos modos fueron suficientes para sortear con dignidad el momento más crítico y aburrido de mi matrimonio. Si a la dignidad se la puede llamar viaje, alejamiento o, para estar a tono con el mundo globalizado, impasse. Los vulgares paños fríos que, indefectiblemente, recalientan en forma proporcional al acortamiento de las distancias. Un manto de mentira que retrasa el estallido de la realidad por un año, por unos meses o, en el peor de los casos, por algunos días.
Tres semanas, sola, en París. Un hotel económico en el barrio de la Opera, zapatos cómodos, la guía Michelin y tal vez alguna excursión programada por allí cerca, de ésas en la que uno se asemeja a la oveja más estúpida de un rebaño asombrado por cualquier idiotez. Idiotez dicha por un guía robotizado a quién nadie le puede negar la pésima calidad actoral y su gran capacidad de memoria. De todos modos, tres semanas en París se parecían a una fiesta, al premio mayor de Navidad, a un renacimiento de las emociones, a las que, últimamente, estuve demasiado desacostumbrada. Las cosquillas del alma, que, sin duda, me estaban faltando.
Y me fui, eufórica, desde el frío de una noche de mayo. Una noche corta para la transfusión que pudiera recuperarme de la anemia conyugal crónica que me carcomía, una noche mágica para empezar a mover la varita que uniría los pedazos partidos de mis últimos años. A doce mil metros de altura no se puede ver para abajo. La oscuridad es como una pincelada de olvido que vuelve imperceptibles hasta los puntos más brillantes y lo mío, no se destacaba especialmente por el brillo.
Fue al tercer día. Caminaba por el Barrio Latino en busca de la Rue Galande, más exactamente de la Librairie Cybele, una librería especializada en historia egipcia. Ya estaba prácticamente decidida a hacer mi tesis sobre el Intento Monoteísta de Akenatón en el Egipto de la XVIII dinastía. Era el lugar indicado para encontrar bibliografía. Además, aunque siempre tuve el vicio de hurgar entre papeles, revolver libros y revistas científicas, allí, a pocas cuadras de la Sorbona, eso me causaba un placer demasiado excitante. Reconozco que París, en general, me provocó una excitación desconocida. Todo me deslumbraba, todo me despertaba emociones que se manifestaban de diferentes maneras, una agitación incontenible, lagrimales a punto de explotar y, siempre, el deseo de compartir con alguien semejante arrobamiento. Somos animales sociales, afirmó Aristóteles.
Ese día fueron las calles medievales del Barrio Latino, los cafés del Boul´Mich donde me atreví a darme el lujo de una cerveza y después, por supuesto, los tesoros de Cybele y el fabuloso auspicio de una tesis sobresaliente.
Un olvidado francés comenzaba a hacer sinapsis en mis neuronas y cada palabra que se agregaba a mi vocabulario me permitía creer que, en pocos días, hablaría como uno más. O quizá fuera la autoestima, tan olvidada como el francés, que regresaba a recuperarme.
Me dediqué a revisar las revistas. Separé las que se ocupaban de mi tema. Maldito tío, podrías haber amasado una fortuna un poquito más grande. Compré una sola. Un tesoro para los bolsillos arrasados de cualquier argentino. Pero tomé nota de varios libros y fascículos que podrían resultarme importantes. Me quedaban dos semanas y media y los euros parecían evaporarse de mi billetera.
Al salir de la Cybele me lo llevé por delante. Respondió con una sonrisa mi “perdón” argentinizado, la excusa perfecta para una conversación. Que le había llamado la atención mi interés por la egiptología. Que su pasión era el arte. Que me estuvo observando cuando consultaba los catálogos. Un “levante” sin estilo francés, tan clásico como en cualquier otra parte del mundo. Yo, en cambio, no lo había visto. No fui a París a mirar hombres, más bien fui a olvidarme de un hombre, o a poner en claro qué sentía por él.
Pero, a veces, las cosas pasan, aunque uno no tenga la más mínima intención.
Y aprendí que pasan, tan naturalmente como si se hubieran premeditado. O mejor.
Siempre me criticaron esa costumbre de planificarlo todo, de organizar hasta los más mínimos detalles, de ser precavida hasta el cansancio. Mañana aquí, pasado allá. Primero ésto, después aquéllo. Separar el dinero, guardar algo, gastar estrictamente lo poco que siempre sobra. Tantos años de prolijas costumbres. Orden y progreso, el lema positivista sin cumplirse del todo. Una estructura sólida de estúpida sensatez que comenzaba a derrumbarse a pocos pasos de un puente sobre el Sena. Así, de la manera más sencilla, con la misma simpleza del agua verde que se deslizaba debajo de nuestros pies.
No recuerdo quién fue el que me había advertido de la poca amabilidad de los franceses.
Esa noche dormimos en mi hotel.
Al otro día, me trasladé a su departamento. Pequeño. El ático de una casa del siglo XVIII. Sin ascensor, por supuesto, pero con un lujo incomparable: dos ventanas atravesadas simétricamente por las torres de Notre Dame. Y ahí Paul, una aparición tan real como el mismísimo palacio de Luis XIV. Sencillamente, todo conformaba una trama tan perfecta, que era imposible no sentirse en la gloria.
Desde un principio supe que en poco más de dos semanas el encantamiento terminaba. Mentiría si dijera que no pensé en el príncipe azul salvador de mis desgracias, en los finales felices de los cuentos. En la cantidad despiadada de mentiras que algunos, para beneficio propio, se empeñan en atornillar bien adentro de la cabeza de las nenas.
Por supuesto que jamás hablamos de lo que no fuera estrictamente diario.
Paul era pragmáticamente obstinado y su futuro se limitaba, sólo al instante siguiente. Nada más. Las primeras noches me costó dormir. Caminar todo el día y hacer el amor como nunca no lograban atraer mi sueño, o quizás fueran mis remordimientos, o quizá la culpa, ese gran obsequio de una educación victoriana con resabios de subdesarrollo, pero siempre tan hipócrita como falsa. A veces me asaltaba un terco romanticismo, que, por supuesto, guardé muy en secreto. Lo único que conocí de Paul fue su cuerpo maravilloso, supe que había nacido en Lyon y que pintaba retratos de turistas en Montmartre. El confesó que le costaba entender mi francés, pero que, para algunas cosas no era necesario. Sabía de mi interés por la egiptología y también, que tenía una familia esperándome en Buenos Aires. Nada más.
Tal vez haya sido el cansancio, pero la última semana, por fin, logré cerrar los ojos, descansar profundamente y que ningún sueño peligroso viniera a provocarme.
Regresé con más libros de los que pensaba. Con un retrato a lápiz, bastante malo, hecho por un pintor de esos que abundan por Montmartre.
Con un cargamento que llevaría mucho tiempo desarmar.
Me pregunto cuántos retratos de estos habrá desparramados por el mundo. Sonrío. ¿Habré aprendido algo, o mi vida seguirá aprisionada dentro de la exacta rutina anterior?
Desde que llegué, apenas logro dormitar. Todas las noches repaso al detalle cada segundo de mi viaje, revivo recuerdos intensos, absolutamente locos y analizo las frases de aquel filósofo descarado: que el futuro es el instante que sigue; que se presenta sin aviso; que es el dueño absoluto de nuestro destino, planeado o no; que algo había hecho que nos encontráramos aquella tarde en las puertas de Cybele. Que la magia reside en lo momentáneo; que los encantos se rompen cuando aparece el después, cuidadosamente pensado, que las cosas pasan porque estamos en el lugar justo en el momento indicado.
Hace apenas unos instantes hice el amor con mi marido. El lugar justo y el momento indicado. Acepté sus caricias y me gustó el recorrido de sus manos y el calor de su boca húmeda. Lo hice. Y no pensé si era el reinicio de la costumbre o si era, realmente, lo que quería hacer. Tampoco me importó tener aún el olor de Paul aferrado a mi nariz y confundir el gusto de los besos sobre mi lengua. Lo viví y lo disfruté.
Paul tenía razón, me confirmo, mientras la respiración de mi marido silba, cómoda y satisfecha, ajena a mis conclusiones; mientras abro el cajón de la mesa de luz; mientras busco el papel con el teléfono de París, que había anotado, tramposa, una de aquellas primeras noches de inútil insomnio sensiblero.
Antes de ver cómo los números se deshacen, digo adiós con la complicidad del silencio.
Entonces cierro los ojos.
A lo mejor, mañana empiezo a traducir los libros de Egipto.
O quizás vaya a la Facultad a inscribirme.
O almuerce con mis padres que, últimamente, no se cansan de reprochar mi abandono.
O pase a buscar a mi marido por la oficina, para darle una sorpresa, como antes.
No lo sé. Ahora, nada más, quiero dormir.