El sonido es áspero a veces y otras retumba contra las paredes, en algunas oportunidades lo he sentido ligero desde el silencio de mi cuarto y ya avanzados los años mas lento pero, siempre, rápido o despacio, amenazante como el guerrero que avanza hacia el campo de batalla o el verdugo que arrastra al reo al patíbulo, seco, desafiante y ruidoso, casi insolente.
El sonido no es siempre el mismo, depende del espesor del objeto que golpea, a veces más fino, otras más grueso, algunas con ritmo y otras como una melodía de arrastre, tediosa, aburrida, pasiva.
Muchos se preguntarán a esta altura de que hablo, como me atrevo a no nombrar el objeto o el personaje. Y es lógico que así sea, habitualmente se identifica al protagonista y luego la descripción, la archí conocida trilogía del planteo, nudo y desenlace que ha sido inventada como una premisa básica para relatos ordenados y prolijos. Pero la omisión no es fortuita, es casi una necesidad de poner un poco de suspenso a un simple hecho que por más banal que parezca puede definir una personalidad y como, a través de ella, se irradian éxitos y frustraciones. Porque algo tan tonto puede traer aparejado una historia detrás, una larga cronología de desencuentros, de tristezas y penurias, de odios y amores.
Nada es casual, todo se relaciona y tiene un porqué. Los seres humanos transitamos por la vida con nuestro bagaje permanente de alegrías y sinsabores y vamos forjando nuestro carácter y, con él, vamos acomodando nuestros gestos, la vestimenta, los modales y porque no también pequeños signos que alertan a los conocedores del alma humana. Somos palabra dijeron alguna vez, persistimos a través de los tiempos, esté o no nuestro cuerpo, por nuestro mensaje, eso nos diferencia de las plantas y los animales. Algunos por la palabra pasan desapercibidos por la vida y acaban en el listado eterno de los seres innominados, otros, en cambio, alcanzan la eternidad y el recuerdo permanente que va de voz en voz proclamando sus ideas y sus principios. Somos palabras pero también somos sonidos. Después de todo ¿acaso la palabra no es una forma del sonido?, ¿Acaso el silencio no es también sonido?.
“Alcánzame el maquillaje, apúrate” y luego el sonido, a veces melodía y a veces ruido. “Guarda esto en el placard”, o “apaga la luz que me molesta” y luego otra vez el sonido a veces plácido y otras incongruente.
Sin duda somos palabra pero lo que ellas nos dicen no se agota en su significado sino en el sonido que les da sentido. Alguna vez leí que Heidegger dijo que “tan pronto como hablamos de “significación” de las “palabras”, hemos dispuesto a éstas de conformidad con su sonido verbal, al cual le está adherida una “significación”. El sonido es, como algo sensiblemente dado, lo más próximo y real. Lo otro le es adherido y sobrecargado, de manera que la palabra, como configuración sonora, se convierte en la portadora de la significación”. Pero entonces lo que vale es el sonido, la palabra viene después.
Este sonido tan casual, a veces acompañado por otro verbal, y a veces solitario bajo el sol de la mañana o en el silencio de la noche, me ha acompañado toda mi vida. Alguna vez, en los primeros años de mi niñez fue motivo de seguridad, allí estaba, allí se acercaba el sonido que todo lo puede, luego ya avanzada la pubertad y la adolescencia fue motivo de temor, allí viene la amenaza o la sentencia y hoy, en la madurez de mi vida, cuando mis propios sonidos a veces se convierten en piruetas verbales que analizan verdades dolorosas o recorren momentos felices, ese mismo sonido casual me agobia, es como una pesada mochila que arrastro hacia la vejez, como un doloroso desgarro que me acompaña con la misma rutina y frecuencia que los dolores comunes de quien pasó los cincuenta.
Ese sonido casual fue el que alguna vez me anunció con su llegada que la tempestad comenzaba y al alejarse proclamaba la calma repentina y poco duradera. Ese sonido me acompañó en las buenas y en las malas, me alegro y atormentó, me elevó y degradó, me felicitó y me castigó. Ese sonido es parte de mi patrimonio, de la herencia que voy a dejar. Me acompañará en los momentos difíciles o en los alegres en lo que me resta de vida y tal vez sea el sonido que sienta en el minuto final cuando me vengan a buscar.
Sin embargo hoy sé que se acerca el final. Ya poco tiempo te queda sonido casual, a tu ausencia devendrá el silencio ¿doloroso?, ¿reparador?, y luego vendrán otros y pronto aparecerá uno que te reemplace, tal vez con el mismo significado, quizás más halagüeño o más breve, pero siempre con un mensaje, nunca porque sí.
Te estás yendo, cada día te siento más débil, más lento, más etéreo, y te vas y no lo impido, no puedo impedirlo, tal vez no quiera hacerlo. Y te vas, ¿hacia dónde?, no lo sé muy bien, o quizás si, hacia donde los sonidos casuales se ahogan y callan o tal vez retumben con más fuerza.
Y te estas yendo y no te detengo, trato de acostumbrarme a tu pronta lejanía, intento conservar en mis oídos tu sonar de los buenos tiempos, de borrar el de los malos tragos, de ser generosa y permitir que retumbes hasta el final, sin retaceos ni reproches, dejando que recorras a tu antojo la casa, que te detengas frente a mi bignonia rosada o a los pies de mi perro remolón.
No sé si bendecirte o maldecirte. Somos lo que somos, cargamos por la vida la mochila con lo que nos tocó en el reparto divino, allí están nuestras pocas cosas, las que fuimos adquiriendo a través de los años, las únicas que nos llevaremos en el momento de la muerte: sensaciones, ilusiones, sueños, remordimientos, culpas, recuerdos, amores contrariados, ratos de placer donde estiramos las manos y alcanzamos una estrella. Son el patrimonio que nosotros mismos hemos acumulado desde el momento de nacer hasta el de morir, son nuestra historia, nuestra biografía, nuestra condena y nuestra recompensa. Pero siempre, todos, mis ancestros y mi descendencia, llevaremos consigo un sonido casual que ha marcado nuestras vidas, para bien o para mal, siempre uno que invite a la guerra o a la paz, al llanto o a la risa, al silencio o al vaso de vino risueño, siempre uno, el más importante, el que nos ha marcado, el que mientras lo tenemos tal vez nos moleste y nos pese, el que cuando lo perdemos sin duda lloramos y extrañamos, pero siempre un sonido, un único y eterno sonido, el casual, el que me pertenece, el del taconeo de mi madre.