Icono del sitio V Certamen de Narrativa

50- Estadísticas. Por Huanquyi

Sintió una profunda molestia en la garganta. Sus manos comenzaron a sudar.. El dolor en el pecho se hizo más agudo  Conocía esa sensación. Comenzó, desesperadamente, a buscar una salida con la mirada,  había perdido el dominio de su  cuerpo, pensó que  si al menos pudiera  visualizar una ventana, sentiría que aún le quedaba oxigeno . Entonces se dio cuenta de que la parálisis era total. Sólo veía en una dirección. Frente a sus ojos pasaban rostros  que reían, bocas que  gesticulaban, pero ella no podía oírlos. Le aterró la idea de que alguien pudiera acercársele para preguntarle algo. Podía ver a los mozos sirviendo champagne y rogaba que no le ofrecieran  una copa o un bocadillo.
 El silencio era absoluto. Las imágenes se sucedían como en una película muda. Se esforzaba por emitir un sonido para pedir ayuda. Alguien debería darse cuenta de su estado. Tenía la extraña sensación de estar dentro de una vitrina  que la aislaba.Había dejado de sudar, no sentía dolor alguno. No sentía frío ni calor. Sólo podía percibir su inmovilidad y el imperioso deseo de emitir un sonido pero era consciente de que la voluntad la había abandonado.

Entonces recordó que antes del ataque había sentido deseos de orinar. Le horrorizó la idea de que tal vez no habría podido controlar sus esfínteres y se vio a si  misma en medio de ese gran salón lleno de gente con sus ropas mojadas. Quizás había un charco  a sus pies. Quizás había quedado con su boca entreabierta comiendo un langostino mientras un hilo de saliva  corría por la comisura de sus labios y posiblemente esas personas se estaban riendo de ella. Lo extraño era que no la miraran.

No tenía la certeza de que esto fuera así ya que había perdido todo tipo de control. Sólo su mente seguía funcionando y aparecían  imágenes recurrentes sobre su patética apariencia. ¿Por qué no estaba Diego allí para ayudarla?

Trató de serenarse. No había perdido la capacidad de ordenar sus pensamientos. Había decidido no desesperarse.   Seguramente en medio de esa muchedumbre, nadie se daría cuenta pero a medida que pasara el tiempo y las personas comenzaran a retirarse, alguien la vería y  acudiría en su ayuda. Decidió esperar.

 Mientras tanto comenzó a  ejercitarse. Había sido entrenada para eso. Tenía muchos recursos y no tenía sentido mal gastar la única energía que le quedaba en un sufrimiento inútil. No había perdido el dominio de su mente, así que debía aprovecharla. Comenzó a recordar los momentos felices de su vida. Su niñez, la casa de sus padres, los juegos infantiles, el olor a sopa cuando llegaba de la escuela en invierno, que curaba todos sus males. La sonrisa de su madre. El cuento de todas las noches antes de dormirse. El primer beso que el pibe de la vuelta, le robó a los catorce. La vez que se hizo “señorita” y supo que al fin dejaría de ser una flaca esmirriada para convertirse en una mujer deseada. El día más feliz de su vida, su graduación  y las lágrimas de emoción de su padre.

 Cuando conoció a Diego y de inmediato los dos quedaron flechados para siempre y el día que se casaron convirtiéndose en la mujer más dichosa. Y ahora este ascenso tan importante después que aprobaran su proyecto.

A los treinta y tres podría decir que había alcanzado sus metas. Era una mujer hermosa, feliz y exitosa, salvo este problemita genético, pero no pensaría en eso. Estaba muy bien entrenada para los momentos limites. Solo debía recordar episodios agradables y en su vida sobraban. Se podía decir que era una elegida. Debía agradecer a Dios tanta dicha.

Además el médico le había asegurado que en un noventa y nueve por ciento estos ataques eran reversibles, no había razón para pensar en ese mínimo porcentaje de fatalidad. Su marido se había encargado de averiguar sobre una clínica en Suiza donde trataban este mal con resultados asombrosos y faltaba muy poco para que fueran.

El poder de la mente era maravilloso. Se había tranquilizado recordando los buenos momentos de su vida. Si bien no podía cerrar los ojos, era como si un velo los cubriera y por un momento dejó de ver ese desfile de caras, de ojos y bocas gesticulando, de bandejas cargadas de copas y de impecables servilletas blancas colgadas de impecables mangas negras, que pasaban a su lado. Sabía que en algún momento terminaría. Otras veces había sido así. Lo que le generaba tanta ansiedad era que esta vez le ocurría en un lugar público, en una fiesta.

Era muy extraño. En pocos minutos había pasado revista a toda su vida y sin embargo no recordaba por qué estaba allí .Sería uno de los tantos agasajos de la empresa o de los cócteles a los que estaba acostumbrada a concurrir, pero lo más curioso era que no reconocía en esas personas a sus amigos o compañeros. Ninguna de esas caras le resultaba familiar. Se preguntaba donde estaría. Si al menos pudiera girar  su cabeza, tendría alguna certeza sobre el lugar. Pero su visión era limitada.
  Ya pasaría, sólo tenía que esperar. Tampoco tenía noción del tiempo. Su médico le había dicho en una oportunidad que este estado era como una pequeña muerte, que por supuesto en un noventa y nueve por ciento de los casos eran sólo segundos. Y ella lo estaba comprobando.
 Era como ser testigo de la vida fuera de sí misma. Como si estuviera suspendida. De todos modos era una experiencia intransferible, única, sólo ella podía saber lo que era carecer de sensaciones.

Volvió a pensar que ya pasaría y entonces ocurrió. Ahí estaba Diego, en línea recta, frente a sus ojos. Estaba un poco lejos , pero no cabían dudas, era él. Tan apuesto, tan elegante y venía a su encuentro, venía a ayudarla, a salvarla. Seguramente la llevaría a su casa, la acostaría en su cama, la arrullaría como a una niña , la tranquilizaría.
Fue cuando la vio.

Una hermosa mujer, más hermosa que ella, más joven que ella, que llegó al encuentro de su marido, lo abrazó y lo besó. Chocaron sus copas, derramaron el champagne y aparecieron manos que festejaban, manos que se estrechaban y levantaban  copas. Bocas que sonreían y  brazos que rodeaban a su marido y a esa mujer.

Como imágenes espectrales  aparecían en su escaso campo visual. Entonces comprendió.

Nadie podía ayudarla. Nadie podía verla ni tocarla. Recordó, con espanto, las palabras de su médico y un sólo pensamiento acudió a su mente: ese porcentaje mínimo, ínfimo. Ese frío, absurdo, insondable  y excepcional uno por ciento.

 

 

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