Icono del sitio V Certamen de Narrativa

51-Sueños con piercing en el ombligo. Por Mafalda

¡Tienes una boca en la barriga, como los tiburones!De esta manera la despreciaban y se reían de ella cuando de niña en el recreo se despachaba una caja de bollicaos y dos botellas de cola cao. Durante su adolescencia comenzó a engordar desmesuradamente. A todas horas tenía hambre. La grasa se iba depositando en su barriga hasta descolgarse sobre los muslos, luego se le enroscaba en las piernas como un cuadro de Botero, y sus nalgas poderosas amenazaban la estabilidad de las sillas.

Según los médicos, este problema se debía a su vida sedentaria —doce horas sentada ante el ordenador—, a su alimentación desordenada  —fast food, fue el nombre que pronunciaron los nutriólogos, que estaban a la última—  y, lo más probable, a un defecto de fabricación de su estómago, demasiado grande para conformarse con una alimentación normal.

De pequeña había aprendido que éste órgano, con forma de saco, era elástico y poseía una capacidad de algo más de mil centímetros cúbicos… pues bien, su saco estomacal era excesivo, era un tragaldabas de feria, un buzón de correos, una máquina tragaperras, una hipoteca con euribor… en resumen, un devorador insaciable que se pasaba el día requisando la nevera, un escualo con las fauces en la barriga, un caníbal que estaba arruinando su silueta, su salud y su felicidad.

La chica acudió a dietistas de prestigio que le recomendaron comer con frecuencia y en pequeñas cantidades, pero su trabajo —doce horas frente al ordenador— le impedía seguir este plan. Le aconsejaron seguir las dietas de Internet:  probó la de la alcachofa, la de la toronja, la del pomelo…la ingesta de un solo alimento era el milagro, mearía tanto que la grasa se iría por el retrete.

Se ilusionó ante la pérdida de kilos. En la primera semana había soltado siete. A ese ritmo, a kilo por día, en tres meses podría lucir la moda primavera-verano. Aunque el estómago le ladraba como una jauría de perros, ella lo soportaba con estoicismo, poniendo mucha voluntad, pero, por si acaso, había mandado poner un candado en la nevera. Lo que no sospechaba era que las dietas milagro por Internet acarreaban un inconveniente: en cuanto se dejaban… los kilos regresaban como un boomerang australiano.

Sus amigas querían estar delgadas para llegar a ser modelo de pasarela, o acudir a un casting para salir en una serie de televisión, y algunas más modestas lo que pretendían era ser dependienta de una tienda de moda; pero ella, desde su adolescencia, soñaba con lucir un piercing en el ombligo, un piercing de oro en una barriga plana.

La muchacha volvió a ganar peso con el paso de los años. Se apuntó a un gimnasio  donde en la sala fitness se amontonaban máquinas cromadas de elegantes líneas, para quemar grasa y reducir volumen a base de pedalear sin llegar a meta alguna, correr sobre una cinta sin moverse de la plataforma, subir peldaños sin tocar la cumbre… En la sala muchos jóvenes se entregaban como posesos a pedalear al ritmo de una música infernal que al máximo de decibelios marcaba el movimiento; al terminar la serie, la joven recogía el sudor que empapaba el suelo con una fregona. Aquello no funcionó porque el proceso era demasiado lento, y se deprimía ante aquellos cuerpos de jovencitas de cintura y caderas de barbi.

 Desengañada, abandonó los lugares públicos y se encerró en su casa. Esta drástica decisión le sobrevino con la nueva moda primaveral que coloreaba los escaparates al finalizar la época de rebajas. Las tallas eran tan exiguas que a ella solo le hubieran cabido en uno de sus brazos. Su armario llegó a ser tan raquítico como el de una monja. Ya sólo podía vestirse con túnicas como las del cantante Demis Russos.

Ahora se quedaba frente al televisor alimentando aquel saco insaciable, más voraz que el mercado inmobiliario, con cajas de pizzas esparcidas por el suelo, una fuente de palomitas en la boca del estómago y cajas de dulces en el sofá.

—Si no te mueves, te quedarás anquilosada —le decía su madre.

—No pienso moverme nunca más.

—Eso no es bueno para la salud.

—Para qué la quiero… yo lo que necesito es adelgazar y lucir un piercing en el ombligo.

La madre, con la preocupación de todas las progenitoras, se informó de las operaciones de reducción de estómago. Al parecer eran la solución que necesitaba su hija; había sin embargo un porcentaje de riesgo… pero cualquier cosa era mejor que verla consumir su vida, recluida ahora entre cuatro paredes viendo revistas de tatuajes y pasarelas de moda.

La chica accedió a ir a la consulta de la corporación que anunciaba el milagro de la reducción de estómago. El cirujano —un médico de sonrisa blanca y de sienes  plateadas— le enseñó varias fotos de mujeres y hombres sin rostro, hechas antes y después de la operación, según las cuales, aquellos cuerpos anónimos se habían librado del voraz escualo y ahora podían lucir la tripita que se había puesto tan de moda en el país; pero dada la seriedad de la empresa a la que representaba —subrayó el doctor—, quería dejar patente el riesgo que podía correr la muchacha durante la operación o en el postoperatorio.

Y como suele pasar con frecuencia ante la indecisión, a la chica le comieron el tarro —y de paso la ilusión de acabar con su pesadilla— echando mano de estadísticas con malos augurios que aseguraban la pocas posibilidades de salir viva de la mesa de operaciones. Sus amigas le mostraban la prensa: “mujer de 35 años muerta en una reducción de estómago”… ”un hombre joven fallece a los pocos días de darle el alta como consecuencia de una reducción”… Los telediarios aireaban las mismas siniestras noticias sin que la presentadora descompusiera el gesto, tal como un minuto antes había anunciado la subida de la Bolsa o el tiempo climatológico del fin de semana.

 Así que  la balanza de las decisiones se inclinó finalmente a no someterse a la operación. La muchacha se volvió a encerrar en su alcoba con un único propósito: dejar de comer, no alimentar al insaciable estómago. Si no ingería comida del exterior, aquel caníbal tendría que recurrir a la grasa de alrededor, con lo que poco a poco se libraría de su gordura.

A partir de entonces hizo oídos sordos a las palabras angustiadas o amenazadoras de su familia; no abría la puerta a nadie y pasaba el tiempo hojeando revistas de moda juvenil con piercing en la barriga, con el único asesoramiento de una báscula. Sentía por dentro como si un ejército de hormigas voraces se asentara en la boca del estómago y, sin cuartel, fueran invadiendo los demás órganos devorando sus defensas lenta e implacablemente. La muchacha perdía peso, los kilos se caían de la báscula al tiempo que recobraba sus sueños. La joven se iba pareciendo cada vez más a las modelos de las pasarelas que tienen nombre de diosa griega y a las barbis del gimnasio; ponerse un piercing en el ombligo estaba cada día más cercano.

Los padres angustiados golpeaban la puerta una y otra vez:

—Si no comes te morirás.

—Dejadme en paz, no saldré hasta que esté delgada.

—Avisaremos al médico y derribaremos la puerta.

—¡Niña, entra en razón!

Y llegó la estación del calor en el hemisferio norte, que era donde la joven vivía esclava de las tendencias de la moda, y donde sufría la insaciabilidad de aquella doble boca. Una mañana se despertó con una sensación extraña de abandono, como si algo se estuviera desasiendo de su cuerpo. Intentó levantarse de la cama y las piernas no la acompañaron… Miró debajo de las sábanas: dos piernas flacas y cárdenas reposaban separadas de los muslos, y a la altura del ombligo sentía un fragor interior como el de una horda de orugas devorando sus tejidos. Quiso gritar para que detuvieran su festín…, pero de su boca no pudo salir palabra. La muchacha fue desapareciendo bocado tras bocado hasta que, sobre la cama, sólo quedó una masa muscular. Cuando los médicos, alarmados por la familia, derribaron la puerta, sólo encontraron un gigantesco estómago que se contraía y se dilataba rítmicamente, produciendo un alboroto en su interior como de digestión muy pesada. La habitación exhalaba un olor a grasa rancia mezclada con el agua de rosas del perfume de la joven.  Un rayo de sol del incipiente verano se abrió paso desde la ventana arrancando destellos como de un piercing metálico que estuviera prendido a la altura del ombligo

 

 

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