Estaba medio oscuro y húmedo, no muy limpio, tampoco olía bien, no era un buen hospital, al menos si uno muy descuidado, como muchos. Al recorrerlo sentías esa rara sensación de incomodidad, de no querer estar allí. En unos de los cubículos está él, enfermo, muy enfermo, pero aún no lo sabía, nadie lo sabía. Siempre que uno se enferma aleja los malos pensamientos, cree que al final no es nada grave, nada que no tenga cura.
Él intentaba sentirse bien pero realmente no era así, cada vez se sentía peor, el dolor le apuñalaba el vientre y el puñal crecía y crecía. Faltaban algunas pruebas para encontrar la causa de la molestia, del dolor insoportable. El día transcurría bastante ocupado. Los médicos hacían sus rondas en horarios impuntuales, las enfermeras siempre mostraban algo más que las agujas y los estudiantes agobiaban con retóricas clínicas.
Pero la mañana es la mejor parte del día en cualquier hospital, las tardes son lentas y las noches no pasan. Las noches asustan más, conspiran, agudizan el dolor y los enfermos creen que no amanecen. Pero no están lejos de la verdad. En la noche es cuando ella sale a pasear, a cumplir con su deber, a vaciar camas para abonar la tierra. A ella nadie la quiere, nadie la espera, siempre está buscando. Y quien busca encuentra. Por eso prefiere la noche, es la aliada perfecta para su labor.
El pasillo sigue medio oscuro, húmedo y apesta, ella entró y tranquilamente pasea, con sigilo se asoma en los cubículos, mira y remira, evalúa, escoge. Escoger es eliminar. Nadie querrá ser escogido, ser seleccionado, ser eliminado. Nadie tiene idea de su presencia pero allí está ella, muy ocupada con lo suyo.
En el siguiente cubículo está él, pero sigue creyendo que no está tan enfermo, no quiere pensar en nada negativo. Ella se está acercando, siente que tiene trabajo pendiente. Él empieza a ponerse incómodo. El dolor le inca una vez más. Ahora muy intenso. Presiente algo malo. Quizás a ella. Él levanta la cabeza apretándose su abdomen dolorido y repara en la puerta como si esperara a alguien. Una visita imprevista. Inesperada. Allí apenas se asoma ella como con miedo y con pena, se esconde nuevamente al pasillo como un niño juguetón, de repente se para en la puerta, bajo el vano, omnipresente con su lúgubre resplandor púrpura y un eco espantoso de muchos lamentos molesta en los oídos de él. Es su llamado. Detrás de ella el pasillo cambia, al final de este se abre el pasaje a la gran luz, ahora si está limpio, iluminado, perfumado. Invita al paseo. Cualquiera se engaña. Él piensa en todo aquello que ha hecho, en lo que nunca hizo, en todo lo pendiente, en sus hijos, en sus nietos, en su esposa, en sus padres, en sus amigos. Todo pasa tan rápido que apenas reconoce los rostros y los lugares que vuelan por su mente. Ella ya le dio mucho tiempo para pensar aunque no ha pasado casi ninguno, da unos pasos a su cama y queda parada junto a él. Lo mira. Lo convence del viaje. Le toma las manos frías y él siente un alivio, ya no hay dolor y todo mejora. Aparentemente. Aunque apenas tiene fuerza para contradecirla, para luchar, sólo se deja llevar deslizando sus pies aún más fríos. Al final él sabe que ella va a sacudirle la vida, a despojarlo de su tesoro, pero no puede hacer nada, ya está en el pasillo y ve la gran luz como un faro permanente que le guía, que le atrapa, que le roba. Mas sin poder hacer nada.
El joven irrumpe de pronto por el extremo opuesto del pasillo, viene apurado, su mente lo trae veloz. Levanta la mirada y lo ve a él tambaleándose que se aleja de su puerta. Y le grita:- Papá, papá, viejooo – él lo escucha pero no tiene fuerza para voltear la cabeza, está dominado, ella si la voltea y lo ve a él, al otro él, le aprieta las manos al primero y le apresura el paso, el pasaje está cerca, sólo a unos metros.
El joven asustado le grita otra vez – papá, papá – él aún no responde. El pasillo se agranda. El joven reacciona y corre mientras sigue gritándole. Ahora el pasillo se achica, él no quiere dar un paso más pero ella casi lo arrastra, sus pies se congelan, pero se deslizan porque ahora ella lo empuja. El joven se acerca, lo alcanza frenando a su espalda, apoya sus manos en sus hombros y girándolo suavemente le dice.- ¿Papá qué te pasa, por qué no me oyes, a dónde vas?.
Él volteado por la fuerza del joven queda a su frente, sonríe, le mira, sonríe nuevamente, le brotan unas lágrimas de su lejanos ojos hundidos, mira a su alrededor, repara, ya no hay nadie más, sólo ellos y el pasillo que sigue como siempre, medio oscuro, no muy limpio y aún apesta. Él se tambalea dolorido y se deja caer hacia delante, el joven lo sostiene abrazándolo contra su cuerpo, mientras él le dice.
– Hijo, te quiero.
– Yo también te quiero viejo.
– Llévame a la cama, no, mejor a casa y quédate conmigo por favor.