Icono del sitio V Certamen de Narrativa

55-Un sueño… una esperanza. Por Fulmine

Era impresionante la cantidad de personas que caminaban por la ancha autopista con destino al palacio de gobierno para gritar su inconformidad al mandatario de turno.
Ancianos, adultos, jóvenes e incluso niños de ambos sexos, ondeaban coloridas banderas y soplaban bulliciosos pitos, con la finalidad de expresar su desacuerdo con la ya clara tendencia a la implantación de un régimen autoritario y despótico en un país que, dotado de innumerables recursos naturales y conformado por gente maravillosa, había sido sometido durante casi medio siglo al mas vil saqueo por parte de sus gobernantes; y que finalmente estaba al borde de la debacle social, económica y política.
La soledad se apoderaba de las casas y negocios de la gran metrópoli a medida que sus habitantes, atraídos por lo que podía compararse a un potente imán para la mente de los ciudadanos, se iban incorporando al cada vez más nutrido grupo.
El inicio había sido espontáneo y su origen disperso. Ninguna agrupación civil ni tolda política había planificado la marcha, y mucho menos establecido puntos de partida para la misma. No había ningún flautista precediendo aquella manifestación cuyas dimensiones aumentaban, minuto a minuto, en forma ostensible.
Los cánticos y refranes proliferaban, dejándose escuchar a viva voz a través de nutridos coros cuyos intérpretes se multiplicaban a cada instante.
Jamás se había visto en el país una marcha con tal concurrencia; no se recordaba en el continente semejante participación en una manifestación; no existía a nivel mundial precedente de una aglutinación de personas con tal cantidad de protagonistas.
  
Ya cerca del palacio de gobierno la vanguardia de la marcha pudo ver un contingente militar que les cerraba el paso. Miles de soldados recubiertos con corazas que los hacía confundir con robots, y dotados de escudos blindados y armas largas, se distribuían en anillos de protección colocados simétricamente, a intervalos de diez metros. A lo lejos, detrás del enésimo anillo, se divisaban vehículos de guerra coronados con potentes y amenazadoras armas de mediano y largo alcance.
La tensión entre los caminantes, que hasta ese momento se desplazaban con toda tranquilidad en medio de un ambiente de alegría y cordialidad, se hizo presente. La adrenalina comenzó a fluir en cada uno de los cuerpos. El miedo hizo su aparición… pero estaban preparados para ello. Las vejaciones, los insultos y los maltratos habían sido  muchos, y la rabia que se había acumulado constituía por sí misma un generador de energía que hacía imposible el retroceso. No había vuelta a atrás.
Por lógica disposición natural, los hombres y mujeres se fueron colocando al frente, protegiendo a los niños, ancianos y minusválidos que comenzaron a rezagarse pero sin detener en ningún momento su avance.
El espacio se acortaba rápidamente. Los militares apretaron sus armas y sus escudos… los civiles sus banderas, puños y dientes.
Cincuenta metros, cuarenta metros… los marchadores elevaron y mostraron sus manos al componente militar para indicarles que estaban desarmados, que no deseaban un enfrentamiento. Comenzaron a entonar el himno nacional. Era un rugido electrizante y desconocido que no se originaba en sus cuerdas vocales sino que surgía desde el fondo de sus corazones. Era un momento mágico. Aunque el área abarcada por la ya incontable cantidad de seres cubría varios kilómetros cuadrados, el marcial cántico parecía brotar de una sola garganta, dejando oír una única pero omnipotente voz: la voz de un pueblo bravo.
Treinta metros, veinte metros… los oficiales dudaban en dar la orden de atacar a esa  impresionante cantidad de personas. El crimen sería palpable y trasmitido en vivo, con toda su crudeza, por los medios audiovisuales que habían hecho acto de presencia. Pero no era sólo eso, había algo más… un algo que hacía latir con fuerza los corazones de los hombres de verde; que los hacía identificarse con sus compatriotas. Ellos también eran ciudadanos, ellos también deseaban una vida mejor y, sobre todo, ellos perderían algo más preciado que la vida: su dignidad y su honor.
Diez metros… las voces de los oficiales y de los soldados comenzaron a escucharse, pero no para dar órdenes ni para proferir maldiciones sino para unirse a las del enorme coro que se dirigía hacia ellos. Era imposible contenerse, parecía que un manto nacionalista había envuelto a todos los presentes, a los hijos de una misma tierra… de una tierra que clamaba, que exigía armonía y libertad.
Cinco metros… los soldados y oficiales, cantando el himno patrio a todo pulmón, bajaron las armas, se dieron la vuelta y comenzaron a marchar confundiéndose con los manifestantes.        
 Al llegar a la sólida construcción desde donde despachaba el líder del gobierno las puertas se abrieron sorpresivamente y comenzaron a emerger, no soldados armados ni equipos bélicos dispuestos a atacar como pudiese esperarse, sino un tropel de personas, para sorpresa de todos encabezada por el propio presidente y su equipo ministerial, que se adhería a la marcha coreando: ¡Unidad! ¡Unidad! ¡Unidad!…  
La multitud tronaba. Ejército y pueblo, sin distingo de edad, sexo ni color se mezclaron y, hombro con hombro, caminaron juntos. Aunque nadie podía creerlo, las exigencias del pueblo soberano eran escuchadas y el mensaje de unidad acogido por el otrora autócrata gobernador y sus huestes, quienes conscientes de que era imperante modificar el rumbo de su gestión si se deseaba alcanzar un país próspero como el que exigía el pueblo, aprovecharon la coyuntura para unir su voz a la de la descontenta multitud.
 

La fervorosa marcha comenzó a alejarse. Los rostros, enrojecidos por la pasión del momento, parecían a punto de estallar. La energía producida por la muchedumbre se elevaba casi palpable y pincelaba el cielo de un azul más intenso; espantando al mismo tiempo los pocos nubarrones que aún se distinguían, pero que se alejaban con rapidez hacia el horizonte.
Durante horas desfilaron cientos de miles de ciudadanos, que recibían con beneplácito la posibilidad, negada hasta el momento, de transitar hacia un nuevo país, hacia un futuro mejor para todos ellos y especialmente para sus hijos… hacia un porvenir con posibilidad cierta de paz y prosperidad.
 La emoción que sentí al distinguir mi figura entre aquella multitud hizo que me despertara. De inmediato, una sonrisa especial se dibujó en mi rostro. Después de todo, aunque sólo había sido un sueño y parecía demasiado tarde para una rectificación que devolviera la confianza al pueblo, aún permanecía encendida una luz esperanzadora escondida en algún lugar. Sólo había que dirigir el esfuerzo colectivo a avivarla y a hacer que su claridad alcance e ilumine a todos y cada uno de los pobladores de esta maravillosa nación.

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