Cuando yo era pequeña, solía pasar mucho tiempo en casa de mi abuela materna, una mujer muy instruida para su tiempo y a la que las vecinas llamaban «la abuelita que lee» (por aquello de que se pasaba horas en la terraza con un libro entre las faldas). Además de mi abuelo y ella, en la casa quedaba soltera la única hermana de mi padre, que por aquel entonces rondaría los veinte años (aunque a mí, una pitusa, me parecía muy mayor para vivir con sus padres).
Según me enteré, mi tía tenía un novio, guapísimo, Luis Miguel, hermano de su amiga Asunción, cultivado y trabajador, con unos ojazos de caramelo fundido que parecían dibujados por un confitero. El caso es que un buen día se marchó a Barcelona con la intención de abrirse nuevos horizontes en las perspectivas de trabajo. Al principio, las cartas resultaban más que frecuentes (dos o tres semanales), pero con el tiempo se fueron espaciando tanto que mi tía empezó a enfermar de melancolía, pensando que habría conocido a otra mujer y no se atrevía a confesarlo. Llegó un momento en el que dejó de recibir correo y fue entonces cuando afloró en ella el carácter y la firmeza de los Pedraza (la familia materna de mi padre). Lejos de aminorarse ante el infortunio y consumirse por los rincones, mi tía Elvira (se llama como yo), sacó pecho y ovarios y aquel día acudió a su trabajo en la fábrica con la firme decisión de buscarse otro novio. Entre la multitud de pretendientes que bebían los vientos por sus huesos, encontró a un tal Cipriano, parco en palabras, rechoncho en figura y con una brizna de pesadez en la lengua que hacía ininteligible la poca gracia con la que exhibía sus ocurrencias.
Cuando mi tía lo presentó como el hombre con el que formaría una familia, mi abuela sacó el rosario de nácar del fondo de la mesilla y rogó a la Virgen que devolviera la lucidez y la cordura a su hija, evitando semejante despilfarro invertido en su educación. Pero como no existe mayor temeridad que la de una mujer despechada, mi tía y Cipriano se casaron enseguida y nadie más se atrevió a mencionar el nombre del galán que ocupó su corazón hasta dejarlo escurrido. Una tarde, mientras mi abuela apuntaba los botones de la camisola de maquinista de tren que mi abuelo lucía impecable cada día, llamaron a la puerta con una insistencia inusual. —Ya va, ya va— contestó mi abuela, que en aquellos momentos andaba sola en la casa (porque yo no contaba para abrir la puerta). Pálida, con las piernas temblorosas y el mismo sobrecogimiento de haber visto un fantasma, se encontró de cara con el susodicho Luis Miguel, el novio enquistado de mi tía.
—Muy buenas, doña Elvira (mi abuela también se llamaba así), un placer encontrarla en tan buen estado. Le ruego me permita ver a su hija, con la que tengo un asunto pendiente.
Mi abuela, a la que todos los colores del arco iris le iban pasando por el rostro, sólo atinó a contestar: — Lo siento…, mi… hija ya no vive aquí — sin atreverse a dar más conocimiento de los hechos porque aún le pesaba el estropicio cometido por la niña de sus ojos.
—Y ¿dónde puedo encontrarla? —preguntó el galán con esa dulzura de voz que siempre encandiló a mi abuela.
—Pues…, creo que… Será mejor que vayas a la fábrica y hables allí con ella. Hoy tiene turno hasta las diez. Pero te advierto que mi hija ha cambiado mucho…, quiero decir…
—No se preocupe, Doña Elvira, que yo sabré explicarle aquel incidente que me destrozó la muñeca impidiéndome seguir con la correspondencia.
—Hijo mío, también está el teléfono…
—Ya lo intenté, pero su hija no atendía a razones. No se preocupe, todo se arreglará.
—Bueno, bueno, tú vete a buscarla y que ella se las entienda contigo.
Cuando mi abuela cerró la puerta, no sabía si aquello tenía que ver con alguna jugarreta del diablo o es que San Judas Tadeo quería ganarse el pan restaurando lo imposible, el caso es que mi abuela me dirigió una mirada y un suspiro mientras decía algo así como: ¡Esta hija mía…!
Del transcurrir de los hechos se sabe que mi tía le plantó cara y marido en las narices, que alzó la barbilla y aligeró el paso con el gesto triunfal de los que han recuperado el dinero invertido en un mal negocio, que a su marido le apodaron «el mameluco», por aquello de la carencia de dialéctica, que mi abuela se ponía endemoniada cuando él le pellizcaba las tetas a su mujer en público y que mi tía se derretía con las ocurrencias de su Cipriano.
Tuvieron dos hijos, el primero Luis Miguel —que el orgullo necesita un orificio por donde sangrar — y el segundo Cipriano, como manda la tradición.
De mi abuela puedo contaros que murió con la satisfacción de ver a su hija feliz al lado de un hombre que no estaba a su altura pero que supo arrancarle todas las sonrisas que ahogaran sus lágrimas, y que mi tía tuvo siempre cumplida información de las andanzas maltrechas de aquel al que se le torció el destino.
Cipriano, «el mameluco», ha dedicado su vida a complacer a su mujer, hasta el punto de acompañarla de vez en cuando a visitar a su amiga Asunción, a la que mi tía finge estar unida desde la infancia. Cipriano procura dejarlas a solas mientras desgasta zapatos en largas caminatas que le ayuden a seguir ignorando ante los demás que conoce el secreto que alberga el corazón de su mujer; y al que Asunción, la hermana de Luis Miguel, materializa en forma de palabras para que mi tía no pierda su rastro.
Y buscando historias me he preguntado: ¿Cuántos fantasmas flotarán en el baúl de nuestras familias…? Y ¿cuántos «mamelucos» merecen nuestra admiración por ese saber estar no aprendido que colmó de felicidad la vida de una persona?