Muchos vecinos de Salazar dormían con tapones en los oídos. Otros sin embargo aseguraban que el monocorde y leve tañer de la campana les servía para conciliar mejor el sueño. Todas las noches del año, sin omisión, desde el campanario de la iglesia se propagaba por la población y alrededores el sobrecogedor eco tenue de una campana. Entre las oscuras calles, bajando hacia el valle hasta alcanzar la chopera del río, e incluso llegando más allá de los caminos de las huertas, hasta el más remoto resquicio alcanzaba el tímido susurro del golpeo del badajo.
Comenzaba entrada la madrugada y perduraba hasta el albor del nuevo día, la campana repetía su cantinela insistentemente. Según los más fantasiosos era volteada por las manos de algún alma en pena. Para los más realistas se debía únicamente a los impulsos del viento.
Sea como fuere, los viajeros de última hora llegados al pueblo en sus carruajes de caballos, se metían en sus casas rápidamente, estremecidos ante el ligero martilleo de la campana que tañía sola.
Los vecinos de Salazar que no podían dormir bien durante la noche, se entregaban a pierna suelta a los placeres de la siesta con la conciencia bien tranquila. El pueblo marchaba viento en popa, prosperaba en todos los sentidos. Para júbilo de todos, el tiempo siempre acompañaba, llovía cuando los campos necesitaban riego y soleaba los días en que era beneficioso para los cultivos. De ese modo, los agricultores de Salazar obtenían las mejores cosechas, cuyos frutos se vendían más allá de las fronteras de la región. Los ganaderos tampoco se quedaban a la zaga, sus reses de ganado vacuno y bovino pastaban en los prados de la zona y crecían fuertes, produciendo exquisitas carnes y leche. Además, todos los habitantes de Salazar hacían gala de una salud invulnerable. Indudablemente, la suma de tanta prosperidad despertaba la envidia de algunos entre las villas del entorno y despertaba las suspicacias sobre algún indescifrable hechizo que protegía a Salazar ante cualquier contratiempo.
A la vieja iglesia de Salazar, con su misteriosa campana, llegó un día un nuevo párroco, un insomne recalcitrante que no soportó ni una sola noche el tañer de la campana. A la mañana siguiente mandó que quedara descolgada durante las horas nocturnas.
El sacristán, un viejecito vecino octogenario llamado Julio, se quejó tercamente de tal decisión, argumentó que la campana servía de guía para los perdidos; que jamás se había descolgado; que con esa acción traicionaban la memoria de su querido amigo Tomás, el vecino que la colgó, y que ya había fallecido. De ningún modo pudo convencer al nuevo cura.
La campana quedó descolgada. Sin embargo, incomprensiblemente, no se pudo conseguir detener el tañido nocturno que tan sólo sonó un poco más grave. A la mañana siguiente los vecinos apelaron a alguna clase de brujería que hacía sonar la campana, pues ésta había quedado enteramente apoyada en el suelo. Julio se alegró de que aquel impertinente cura joven no se saliera con la suya.
Desconocía el tesón del sacerdote. A una orden suya, unos albañiles levantaron un muro de piedra en el contorno del campanario y dispusieron gruesos ventanales en los cuatro costados. Así se abriría el campanario durante el día para cerrarlo a cal y canto durante la noche. Con estas medidas evitaría el tañido nocturno y acallaría los sacrílegos mensajes que otorgaban poderes mágicos a la campana.
A partir de entonces la noche quedó soltera, sólo algún grillo la rondó con su sonsonete cri cri. Esa madrugada y muchas más, Julio echó de menos el poder entregarse al sueño con el viejo acompañamiento de la particular nana del badajo contra el metal. Llevaba demasiados años durmiendo mecido bajo aquellos acordes, no se podía acostumbrar a su ausencia. En su duermevela imaginaba a Tomás. Nunca supo porqué, pero su viejo amigo siempre había sentido una especial fascinación por esa campana, la mimaba con esmero, la limpiaba y engrasaba cada semana. En aquellos momentos permanecía descolgada, encerrada entre cuatro paredes, como en una cárcel. Julio sentía encoger su corazón al pensarlo.
La prosperidad de la villa de Salazar se truncó en rápida progresión. Sin saber cómo, dejó de llover en primavera y cayó pedrisco en el momento de la cosecha. Los pastos se secaron y empezaron a contarse varias bajas entre las diferentes reses de los ganaderos que sucumbían famélicas ante la inusual hambruna.
En el colmo de males, muchas personas también padecieron diversas enfermedades y dolencias. Salazar había dejado de ser una privilegiada población para sufrir, como un poblado más, otros desagradables avatares cotidianos.
Tras una larga temporada en la que quedaron sumidos en la persistencia de la desventura, los vecinos se reunieron para buscar soluciones a la mala racha una tarde de verano. Entre unos y otros lloraban y consolaban sus propias miserias. Julio acudió a aquella reunión, escuchó atentamente diversos comentarios desesperados y las consiguientes réplicas de aliento.
En medio de la creciente confusión, Julio se levantó y dirigiéndose hacia sus vecinos, expuso con voz temblorosa su firme creencia de que el infortunio se debía al silencio de la campana. Nadie quiso creer al pobrecito abuelo que achacaba la mala racha a semejante simpleza. Se calló y decidió abandonar la reunión, entendió que habría sobrepasado la edad en la que se hacía caso a las personas.
Jaime salió tras la pista de su abuelo que andaba abatido, meditabundo y encorvado por el peso de los años. A su llamada Julio se giró y levantó la vista. Sus pequeños ojos azules, entornados por la luz del sol, descubrieron la familiar presencia, sonrió amablemente a su descendiente.
Durante la reunión el joven no había podido entender que entre tanta desventura, su abuelo se obcecara con el detalle nimio de la campana. Lo achacó a una rabieta de senectud. Sin embargo, algún atisbo de duda le caló hondo y decidió salir a la calle dispuesto a escuchar respetuosamente qué diantre tenía que ver esa campana con la desdicha de Salazar.
Se sentaron, Julio estaba dispuesto a soltar la lengua y Jaime quería escucharle. Empezó tímidamente, con la punta de su bastón dibujaba sobre la tierra, dirigiendo su vista de los irreflexivos dibujos a su querido nieto. Le contó que la campana llevaba colgada en lo alto del campanario de Salazar muchos años y que durante todo ese tiempo el pueblo había permanecido en continua dicha. Como contraste explicó que con anterioridad se habían desarrollado guerras, periodos de pobreza, hambre y enfermedades.
Ese mismo ejercicio de memoria fue el que le había conducido a un claro entendimiento. Desde la inmensidad de los muchos años en que él mismo colocara la campana junto a su amigo Tomás, el pueblo se había visto protegido por el indescifrable influjo positivo de la maravillosa campana. Apagado su tañido, la magia había desaparecido. Julio terminó sus palabras con ira, aseverando que todos los males sobrevenían por tapiar el campanario.
Jaime, escéptico por naturaleza, sólo podía atribuir a la casualidad el hecho de que durante el tiempo que estuvo la campana sonando las cosas fueran bien, para tornar a peor en cuanto se descolgó y tapió el campanario. Sin embargo, en un nuevo razonamiento también tuvo que admitir que era demasiada casualidad.
Pensó que podía tener razón, una razón que no se sostenía empíricamente, pero que justificaba con mayor base el desarrollo de los lamentables acontecimientos. La campana sonaba durante la noche y cuando lo hacía, la villa de Salazar vivía sumida en una felicidad inexplicable. No hacía falta más argumentos, simplemente los habitantes de Salazar necesitaban creer en una solución y cualquier opción debía considerarse. No dudo ni un instante más. Asió a su abuelo por los hombros y con mirada firme aseguró que le creía.
Julio agradeció la confianza de su nieto de viva voz, con su tono pausado. Pero Jaime llegaba mucho más allá; sin soltar a su ascendiente, le presentó un rápido plan. La impronta de su juventud le impelía a hacer algo cuanto antes, en busca de la más pronta solución.
Convenció a su abuelo para, aprovechando su condición de sacristán, entrar ambos en la iglesia durante la madrugada. Atravesarían la sacristía y ascenderían hasta el campanario, abrirían las ventanas y devolverían el tañido de la campana.
A las dos de la madrugada, Jaime y Julio se dirigieron al portón de la iglesia y entraron en el templo, los muros de piedra desprendían frío y humedad y sumados al miedo producían una tiritona en Jaime.
Se encaramaron ante la puerta de ascenso al campanario. Julio sacó la llave y la metió en la cerraja. Aseguró que hacia muchos años que no ascendía por aquella escalera de caracol. Su nieto le animó a subir, colocándole delante de sí y sosteniéndole de las caderas en cada paso. Avanzaron venciendo cada uno de sus empinados y estrechos peldaños. Julio sentía una vieja emoción, una maraña de viejos recuerdos se le venía encima a cada paso. Había subido esos peldaños miles de veces, desde que era monaguillo hasta que sus piernas le impidieron hacerlo por su propio pié. Aquellos días tocaban la campana los domingos otros mozos y seguían volteándola con el mismo brío para que repicara por todo el pueblo.
Llegados al pequeño espacio del campanario, en cuanto el abuelo Julio cesó en su jadeo de hombre viejo, Jaime le apercibió de un ligero tintineo que reverberaba entre las cuatro paredes del nuevo muro. Boquiabiertos, aguzando el oído, se dejaron llevar por esa insólita cadencia musical que manaba de la campana en completo estatismo. Sin duda, sólo la magia podía conseguir ese efecto.
Julio actuó rápidamente, arrebatado, dejándose llevar por la intuición de que el sonido de esa campana era sin duda la causa de la buena fortuna de Salazar. Abrió las ventanas y en cuanto lo hizo, el repique reverberó con más fuerza.
Durante unos segundos no ocurrió nada. Julio y Jaime continuaron observando embobados la quietud de la campana y la particular música que producía. De repente una profunda voz los sacó del encantamiento. A sus espaldas el nuevo párroco les miraba con gesto recriminatorio. Sin embargo, antes de que el cura pudiera decir nada, los tres comprobaron como desde la campana empezó a manar una luz, una corriente voluble, una nube blanquecina que empezó a fluir hacia las ventanas, destellando dentro de la estancia como la luz del día. Las corrientes luminosas se deshicieron, pequeños espectros con forma de ángeles volaron hacia los cuatro puntos cardinales, iluminando el pueblo, la huerta, los caminos. Todo quedó cubiertos por sus estelas, como un torrente incontenible de lluvia de estrellas.
En el estupor general Julió habló, se lo había dicho Tomás. La campana servía de reclamo para los perdidos y los ángeles vagaban siempre en la noche, buscando una campana para poder extender su magia.
Salazar se despertó con una primorosa lluvia que pronto reverdeció los prados. Algunos días después el cura de Salazar decidió dejar libre su plaza de párroco. Sólo de ese modo podía vencer su insomnio, el resto de vecinos de Salazar siguieron durmiendo, reconfortando sus sueños en el tañido de la campana.