Icono del sitio V Certamen de Narrativa

61-Una relación tortuosa. Por Pereira

A Murcia, mi ciudad, esa bella morena que se vende al mejor postor, y a todo aquellos que luchan por salvar su dignidad.

Como todas las tardes al regresar del trabajo, se asomó a la terraza de su pequeña buhardilla. Frente a sus ojos se apretaban los tejados y las planas azoteas de la ciudad separados entre sí únicamente por las estrechas calles que formaban el intrincado laberinto del casco antiguo. Aunque sobre él se desplegaba un interminable cielo azul intenso y mirando al sur casi podía percibir el olor de los pinos de la sierra y los matorrales, el ruido de los coches que competían por inundar las callejas y la sombra que proyectaban los altos e impersonales edificios de una Gran Vía que partía a la ciudad como un hachazo despertaron en su interior un fuego que bien podía ser una mezcla de impotencia y melancolía.

            En momentos como ese no podía evitar renegar de aquella ciudad que le había visto nacer y crecer. Aquella en la que se hundían sus raíces y en cuyos rincones podía saludar a los fantasmas de su vida. Amor, ternura, inocencia, decepción, desengaño, ilusión, tormento, euforia, tristeza o complicidad eran tan solo algunas de las palabras tatuadas por primera vez en su alma en aquellas esquinas tan familiares.

            Mientras tomaba un té caliente que debió traer de algún viaje y partía un trozo de chocolate negro, siguió con la mirada el lento deambular de una señora que volvía de la compra tirando de un carro de cuadros rojos, y a la que dejó cuando se cruzó con una muchacha, cuyo rápido caminar le llevó hasta un café librería en el que, una tras otra, generaciones de jóvenes creían cambiar el mundo con tan solo discutir sobre sus problemas.

            Por fin, se decidió a coger el casco y, tras vestirse con su viejo chándal, bajó por las escaleras con la bicicleta levantada a pulso. Casi sin mirar se sumergió en la carretera y pedaleó con fuerza esquivando unos coches que en todo momento ignoraron su presencia.

            Pasó junto a la antigua plaza de toros, atravesó de punta a punta el barrio gitano y fue a parar a la carretera general. Con gesto sonriente saludó, mientras le adelantaba, a un anciano que con alpargatas de esparto, jersey y camisa creía correr a gran velocidad sobre una destartalada vespino roja, y que en la parte trasera portaba una caja de plástico repletas de naranjas. Casas bajas de idéntica e improvisada construcción se sucedieron con manchas de huerta, solares llenos de escombros, tiendas de muebles y concesionarios. Niños arrastrando sus mochilas, escandalosos adolescentes de mirada desafiante y marujas en grupos de tres atravesaron la calzada sin mirar, mientras los coches, que apenas se molestaban en guardar una mínima distancia de seguridad para adelantar al ciclista, parecían acelerar al llegar a los pasos de cebra.           

            Mirara donde mirara imperaban el caos y la falta de gobierno: grúas y más grúas esparcidas al azar, grandes carteles publicitarios con anuncios rancios que se superponían unos a otros, perros abandonados en manada, adornos horteras en las fachadas, acequias de agua pútrida, naves industriales y casas con techos de uralita se sucedían en procesión desordenada.

            Finalmente, aliviado, llegó a su destino, un enorme risco de piedra que como una gran torre de vigilancia se erigía en medio de la planicie que formaba la llanura del río. Sólo la torre de la catedral y los nuevos e insolentes rascacielos parecían competir con aquella masa de roca. Tras encadenar la bicicleta a una morera, cuyas hojas de un verde vivo luchaban por aflorar, corrió dando grandes zancadas hacia la cumbre.

            Una vez allí, trepó a un grueso muro formado por piedras y barro milenario desde el que Ibn Mardanish -el Rey Lobo- soñó y casi consiguió conquistar una Al-Ándalus que se desangraba en guerras intestinas. A sus pies, como una alfombra cosida a retales, se extendía un mosaico de pequeñas parcelas construidas y trozos de huerta que llegaban hasta el muro que formaban los primeros edificios de la ciudad.

            El ocaso ya había comenzado y a su alrededor las paredes de roca parecían arder iluminados por los últimos rayos del día. Ante el arco-iris monocolor que se desplegaba frente a sus ojos, su corazón agitado por el fuerte pedaleo y por el desorden reinante recobró la calma. Imágenes amables empezaron a desplazar otras que momentos antes hacían palpitar sus sienes.

            Recordó que allí también vivían personas de carcajada fácil y vida improvisada, morenas de ojos negros y atractivo desparpajo, palmeras que parecían olvidar que no podían crecer hasta las estrellas, viejos que soñaban con cuidar su pequeño huerto hasta que las fuerzas les abandonases y otros que paseaban entre los naranjos ajenos mirando con envidia y recordando aquellos que perdieron bajo el asfalto. Recordó los negocios con sillas de mimbre y botijo en la sombra, los carriles que se resistían a ser iluminados y, sobre todo, que eran muchos, una enérgica minoría, los que luchaban por eliminar el sucio negocio que, disfrazado del encantador caos mediterráneo, devoraba la ciudad. Y empezó a sentir algo en su interior, algo que bien podía llamarse cariño, añadiendo un capítulo más a su tortuosa relación con Murcia.

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