Desde niña le gustaba el piano. Mucho le gustaba. Tanto que hartó a sus padres con la obstinada solicitud de que le permitieran estudiarlo. Al fin, tras años de constancia, logró que se lo compraran y contratasen a un profesor que, apenas la vio, dictó sentencia: -“No sirve para esto. Tiene los dedos cortos y las manos regordetas. Será inútil adiestrarla con algo que no sea un tambor”. Y, como para darse el lujo de garantizar su vaticinio, se consagró a enseñarle con negatividad manifiesta, sin entusiasmo hasta que, al cabo de arduos y tortuosos intentos de acatar instrucciones, con las muñecas doloridas y la confianza hecha trizas, Lucía desistió, vencida por la reprobación implacable. El profesor desapareció y el piano quedó mudo desde entonces.
Su boda fue el pretexto razonable que encontraron sus padres para deshacerse del piano, que de alguna forma estorbaba y sólo les servía para asentar una vasija de cerámica. El joven esposo apreció la antigüedad, ponderó la exquisitez de sus líneas y lo albergó en un sitio de privilegio en el salón. Ninguno de sus hijos se interesó en él, como mucho, y cada tanto, le arrimaban una silla y lo usaban como escritorio para hacer las tareas escolares. Lucía y el piano se fueron quedando solos. Muerto el esposo, primero. Partiendo del nido los hijos, después. A veces, en la media luz de los ocasos, Lucía se arrebujaba en el sillón y desde allí miraba el piano. Considerando cuánto gozo podían haber compartido. Y aunque la vejez avanzaba sobre ella, encaneciéndola y arrugándola, al piano le sentaban mejor las décadas y se veía espléndido, rey absoluto de todos sus ocultos pensamientos. Lucía contemplaba sus manos, pequeñas y macizas, tan hábiles para la costura y la cocina, tan enamoradas del piano… que, sin que lo premeditara, lo rozaban cuando caminaba a su lado. Las ponía palmas arriba y examinaba los montículos rollizos que la tapizaban; luego las volvía del revés y observaba fijamente los nudillos rígidos, las uñas breves y redondas. Y una mueca de desconsuelo se le dibujaba en el rostro y la forzaba a meter las manos en los bolsillos para no verlas. Para no odiarlas y odiarse. Para olvidar.
Se preguntaba si el piano sería capaz de aceptarla tal cual era, si adivinaría cuánto deseo le habitaba el corazón.
Una noche, no pudo resistir más. Se rindió a la tentación de aproximarse al piano, lentamente, presintiéndolo antes de palparlo, con las mejillas arreboladas y una efervescencia corriéndole por las venas que le costaba sosegar. Jugueteó sobre las teclas sin provocarle sonido. Disfrutando cada minuto de expectación, retrasando el encuentro. Tuvo la sensación de que al piano también lo poseía una pasión creciente y silenciada que le latía por dentro. Tomó asiento y metió sus piernas entre las patas del piano, sintiendo que ocupaba el único lugar reservado para ella en esta vida, emergiendo por sus poros un calor visceral. Las teclas estaban suaves y cedían a la mínima presión. Hizo sonar algunas notas dispersas, espaciadas entre sí el lapso en que la acústica del salón las reverberó entre las paredes. Cerró los ojos, corrigió la postura en el taburete, y dejó que sus manos le sorbieran al piano una melodía mórbida que chisporroteó originando dos flamas azul celestes que danzaron, empalmándose, evitándose, incitándose, alternativamente. Imaginó que la música zarpaba por la punta de sus dedos y se difundía por las teclas impregnando la madera, rebotando en la oquedad y espoleando la tapa en busca de salida. Arremetió, ebria de dicha, arrancándole al piano una conjunción de sones salvajes. La música, loca de encierro, pugnaba por evadirse entre las teclas y se topaba con las yemas que la obligaban a recaminar los listones de madera, haciéndolos arder como brasas que refulgían en la lobreguez y lanzando chispas imperceptibles sobre la alfombra. Un fuego bello e inquieto formó una corona en derredor de ambos, las llamas bailaban encantadoras, estirando sus cuellos luengos hacia el techo. La música se dejó caer chorreando hacia el suelo como un líquido burbujeante e inflamable que, enseguida, era besado por alguna de las chispas y nutría la hoguera.
Lucía se balanceaba, hechizada, y pensó que había descubierto la gloria. Se dijo que la gloria era como una antorcha sagrada, que emitía crujidos rítmicos, que le ampollaba la piel y la consumía. Y eligió morir envuelta por la música encendida que saturaba todos los espacios, cruel y amorosa. Se entregó al abrazo hasta que no quedó de ella más que un puñado de cenizas.
La encontraron al día siguiente, sentada en el taburete, ladeada sobre el piano. Un médico dictaminó la paparruchada de que su corazón se había detenido. Nadie pudo refutarlo. El piano, único testigo, no pudo confesar que se había muerto incendiada de amor. Y volvió a quedar mudo, para siempre.