Quién se lo dice a la vieja.
Fue lo primero que pensé, y aunque era una pregunta tenía la fuerza de una afirmación.
Me parecía descabellado pensarlo, pero lo hecho hecho estaba, y eso me preocupaba más que la muerte de mi hermana.
Me resultaba increíble pensar que Ester estaba muerta, y no era porque aún no la había visto tirada en el piso con un agujero en el pecho y los ojos abiertos en ese cuarto de soltero que quién sabe cuántas veces Ester había limpiado.
Ella era la sirvienta en esa casa de ricos, o la empleada, como le gustaba decir a mamá. Está empleada en la Capital en una casa de familia decía, satisfecha y con petulancia, como si Ester en vez de sacarle la mugre a unos ricachones se hubiera ido al extranjero a hacer un master en economía. Cualquier cosa que Ester hiciera estaba bien para la vieja. Y para lo que no hacía bien, la vieja sabía hacer la vista gorda.
Pero ahora la habían matado, en un confuso incidente, como dijo el policía que me llamó por teléfono, y yo no sólo iba a tener que ir a reconocerla, sino que además tenía que decírselo a la vieja.
Cuando un rico mata a un pobre a la justicia tampoco le cuesta hacer la vista gorda. No habiendo pruebas ni testigos, se archiva el caso, se cierra el expediente y sanseacabó.
Ester era la que me seguía en el orden de hermanos. Era blanca y con el pelo más negro que la noche, bien linda era. La boca, siempre pintada de rojo, sugería todo a lo que estaba dispuesta. Todo eso ella lo sabía bien, sabía cómo hacer para obtener lo que quería. Hasta el peligro. Le gustaba coquetear con el peligro, con lo que no estaba hecho para gente como nosotros, caminar por la cornisa, con zapatos de taco y moviendo la cadera.
No había Cristo que le sacara de la cabeza una idea que le crecía adentro hasta que la concretaba. Aunque pensándolo bien no creo que Ester tuviera muchas ideas, ella era puro impulso, puro capricho, puro teatro, como el bolero. Bastaba que se le antojara algo y no paraba hasta conseguirlo. Lo que fuera, donde fuera, con quien fuera. Ester no tenía sentido de la ubicación, entraba en un lugar, y no importaba si estaba hablando el presidente, pónganle la firma que todo el mundo se daba vuelta. Eso era según ella, lo que identificaba a las estrellas, y vaya a saber por qué, así se sentía. Única en el firmamento femenino. Sin estudiar, sin aprender, sin esforzarse en nada. Porque ella no había nacido para el sacrificio.
Lo mío es pasarla bien, y lo decía con una seguridad que daba miedo.
A mí siempre me había dado miedo Ester, y quién sabe, tal vez fuera por eso que me tenía más afligida cómo iba a decírselo a la vieja que todo lo demás. Y eso que lo demás era bastante. La muerte, su muerte, ahora me doy cuenta, me traía cierto alivio.
Junto y entreverado pensaba en todo eso mientras iba en el taxi a la casa de esa gente. Yo nunca viajaba en taxi, pero esa mañana me subí a uno, sin pensarlo, llegué a la esquina y me di cuenta de que no podía pensar qué colectivo me dejaría en Palermo Chico. Eso quedaba lejos de mi casa, yo no sabía adónde. Dejé a la nena con mi suegra y salí, ella, al verme tan desesperada me dio un billete de los grandes, por cualquier cosa. Tal vez por eso me tomé un taxi, por eso y porque quise sentirme más digna, bajando de un taxi frente a la puerta de rejas negras que custodiaba ese palacete donde habían matado a mi hermana. Como si la dignidad para mí en aquel entonces tuviera algo que ver con que no me vieran bajar de un colectivo de tres cifras, como todos los que pasaban por mi casa.
Miles de veces la había escuchado a Ester hablar de aquel palacio de telenovela, la sabía exagerada siempre a su favor, pero no había exagerado. De veras, nunca había entrado en un lugar donde todo olía a dinero. El mármol de la entrada, el llamador de bronce de la puerta, tal cual como en las películas, hasta la mucama de uniforme que me abrió la puerta, porque Ester no era la única empleada en semejante caserón.
Todavía estaba el patrullero y tuve que mostrarle los documentos a un cana para que me dejaran entrar. La escasa dignidad que había logrado con el taxi se me evaporó en un minuto.
Después, después todo fue puro vértigo, acomodar las caras que había imaginado a partir de los relatos de Ester con la realidad. La señora de la casa, la madre de los niños, porque a ese par de vagos había que decirles niños aunque uno ya era mayor de edad y al otro le faltaba poco, hecha un manojo de nervios.
Yo sabía que Ester andaba atrás del mayor, el niño Víctor, un mequetrefe con cara de me las sé todas que identifiqué enseguida. El otro era un pelotudito que no hacía más que vivir a la sombra del hermano. Un pobre pibe al que le endilgaron la muerta, porque siendo menor de edad, a lo sumo lo metían un tiempo en un instituto y con el poder del padre la iba a sacar más que barata. Al final, ni siquiera eso.
La posibilidad de averiguar lo qué pasó esa mañana de lluvia se la llevó el paso del tiempo. La versión oficial dice que el niño Alberto estaba limpiando el arma y se le escapó un tiro justo en el instante en que Ester entró para guardar ropa que acababa de planchar. Pero de haber sido así, el cuerpo debería haber estado de espaldas a la puerta y no entre las dos camitas, pensé ni bien la vi, y me alegré porque había manchado la alfombra y por lo menos no iba a ser ella quien la limpiara. No hay que ser detective privado para darse cuenta de eso. Pero no dije nada. Y se caía de maduro que no había sido el niño Alberto sino su hermano, el que estaba esa mañana en el cuarto. A Víctor la culpa se le notaba en la transpiración que no le daba tregua, y en la cara de rata asustada también se le notaba.
Ester era linda hasta de muerta. Estaba tirada sobre la alfombra, entre las camas, con los ojos abiertos que me dejaron cerrarle, con una mano con las uñas rojas, perfectas, sobre el vientre y la otra al costado del cuerpo. Los zapatos negros, el uniforme bien planchado, el delantalcito marcándole la cintura. No tenía cara de miedo, ni siquiera de sorpresa, más bien esa expresión desafiante que no la abandonó ni en el último minuto. Como diciéndole al mundo que ella no le tenía miedo a la muerte.
Así era Ester, pura arrogancia.
Y yo siempre le había tenido miedo. Un miedo raro, porque cuando éramos chicas si la tenía que cagar a patadas lo hacía, ahora que yo estaba casada y tenía una hija nos peleábamos de otra forma.
De un modo secreto y vergonzoso le tenía miedo. Me daba miedo de lo que era capaz. No quería ni imaginármelo. Miedo y quizá un poco de envidia. Yo jamás me hubiera metido con el niño ese, tan de casimir inglés y fumando cigarrillos importados. Tan creído de sí mismo, tan de otro mundo. Ella en cambio, decía que lo volvía loco con las medias de nylon con costura atrás, agachada y sacando culo mientras le tendía la cama. Decía que lo hacía de puro aburrida que estaba en ese laburo de mierda. Pero yo sabía que en el fondo lo que quería Ester era conquistarlo, porque estaba loca por él, loca perdida, tan loca que se dejó matar. Y quién sabe todo lo que se dejó hacer. Ella me contaba pocas cosas, las que pensaba que me escandalizaban, las que estaba segura que yo jamás hubiera hecho. Pero aunque yo sabía que eso no era lo importante, no la alentaba a que me contase más. Por ese miedo, precisamente.
Un miedo parecido al que sentía ahora que ya había pasado parte de lo peor, la había visto, le había cerrado los ojos, ahora que su muerte no era una idea que tantas veces se me había cruzado por la cabeza.
Ahora que todo era que Ester estaba finalmente muerta, lo que más miedo me daba era quién iba a decírselo a la vieja. Y ese era un miedo parecido al otro, al que siempre le tuve a Ester. Un miedo de esos que se tiene ante lo que no se sabe pero se presume terrible. Algo terrible iba a pasarle a la vieja, a nuestra vieja, cuando lo supiera.
Y quién sino yo, iba a decírselo. Y tal vez por eso el miedo me ahogaba. Porque el amor que la vieja le tenía, iba a decir le tiene, y creo que es así, le tiene a Ester, ese amor no es como el que todas las madres tenemos por nuestras hijas. Devoción, esa es la palabra. Como si Ester no fuera un ser de carne y hueso, sino una diosa, un antes y un después en la vida de la vieja. Algo, que ni ella se explicaba cómo pudo haber salido de su vientre. Tan hermosa, tan especial, tan única.
Y ese amor las sobrevive. Es lo que permanece, lo que todavía me duele. Es como una espina, una espina pequeña y filosa que me hace daño.
A veces me da por pensar que Ester se murió pronto para no envejecer, para quedar en todos eternizada como una muchacha. Para que nunca la olvidemos y para dejarnos con la intriga, preguntándonos qué hubiera sido de ella de haber seguido viva.
Nadie iba a investigar cómo había ocurrido la muerte, la verdad no siempre trae paz. La fatalidad se acepta mejor que el desvío, que lo que huele mal. Y la muerte de Ester tenía olor a buscada, a ver que viene el tren y quedarse, a la embriaguez del vértigo.
Y ahora tenía que decírselo a la vieja.
Como si el tener que ser yo quien se lo dijera, me hiciera, de algún modo instantáneo y absurdo, culpable de su muerte. Llevar semejante noticia me volvía una especie de verdugo sin capucha.
Abrumada por el peso de esa misión, salí de allí y comencé a caminar en dirección contraria por donde me había llevado el taxi. Tardé dos horas en llegar a mi casa y otro tanto en llegar hasta lo de mi madre.
Ella estaba lavando ropa en el fondo, con el pelo revuelto y la cara roja por el esfuerzo. Era joven todavía, pero los hijos y el aire frío del fondo la habían envejecido.
La frase repetida mentalmente mil veces en el camino, no llegó a destino. Ni bien me miró lo supo y con una pregunta que tenía la fuerza de una afirmación lo dijo: le pasó algo a la Ester, dijo.