Relato DESCALIFICADO para el premio del público.
Marta tenía tres años cuando se quedó huérfana, su carácter, hasta entonces sonriente, se tornó oscuro y apagado.
Pasó de ser una niña alegre a ser una niña triste. Sus tíos la cuidaron como a su propia hija (que nunca tuvieron) y todo fueron cariños y atenciones para la pequeña. De sus progenitores no se acordaba. No conseguía imaginar la cara de sus padres; sólo una foto antigua descolorida, que no le motivaba ningún sentimiento, viajaba por su cabeza.
Era otoño, una tarde fría de otoño, sentada en un banco del parque al sol, donde había quitado la escarcha que el tibio astro no había conseguido fundir. Había quedado “¿por qué habría quedado aquí? no le gustaba el frío” con un hombre. Pero sentía miedo y este parque lo conocía bien: todos los días venía y paseaba por él con su perrita. La llamó Luna para compensar su tristeza por aquel amor que no fue nada: lo único vivo que consiguió de él, cuando le había prometido tantas cosas. De eso hacia unos años y se había acostumbrado a la soledad compartida con la perra.
Marta ya no era joven, aunque todavía estuviera “de buen ver” como la decían sus compañeros masculinos del trabajo. Sin embargo sabía que sus mejores tiempos habían pasado, que sus mejores atributos eran pasto del ayer. Ella no quería a un hombre que fuera un pincel de calendario, sólo alguien que se cuidara, aunque, como a ella, ya se le hubiera pasado la primavera. “La estación que más me gusta es el Otoño”, repetía una y otra vez, y nadie sabía por qué.
Marta sólo había visto de él una foto en la página Web, una foto seguramente trucada o cuando menos escogida entre las que mejor saliera, pensaba; ella había hecho lo mismo, su foto era de hacía 6 años. Se llamaba Julián y no creía que en esto la engañara, con todo… el sicólogo la preparó para que no se hiciera ilusiones, ni fuera derrotada de antemano. Sólo era un hombre, sólo se iba a tomar un café, no se iba a casar con él, ni se iban a ir a vivir juntos. Él tendría las mismas ganas de saber (de descubrir) si ella podría ser su compañera en el resto del camino de su vida.
“Marta, los príncipes y las princesas no existen. Los cuentos no se cumplen en la realidad. Y el amor es una cuestión de tiempo. No existe el flechazo y estar muy enamorado de alguien. El amor es como una planta: hay que sembrarlo, hay regarlo, le tiene que dar la luz, hay que mimarlo, para que crezca y se convierta en un hermoso florero”. El sicólogo le repetía esto continuamente, cada semana, y ella como si fuera un disco rayado, de los que ya no se usa, contestaba: “llegará el hombre que me haga tilín y entonces lo sabré”.
Miraba el reloj continuamente; habían quedado en punto y apenas si faltaban dos minutos, y por ninguno de los paseos del parque se veía venir a nadie.
Marta había tenido otros amores después de su gran amor. En realidad, pensaba que nunca había estado enamorada, sólo deslumbrada por luciérnagos exiguos. En todas esas aventuras ella siempre había pensado que eran hombres inferiores a ella; si vivieran su padre o su madre la dirían (como la decían sus tíos): “esos hombres no te merecen”. No obstante, ella había puesto el alma en que el amor con esos relumbrones pasajeros floreciese sin que así se cumpliera. También se sentía culpable de esto: de si era muy exigente, de si en el fondo sólo esperaba a un hombre que no existía, de si no sabía hacer feliz a un hombre, de si estaba predestinada a vivir toda su vida sola. Una pareja, muy acurrucados por el amor y por el frío, pasó a su lado sin prestarla atención: ella sintió envidia.
Se estaba quedando helada. Miró la hora: eran y cinco: “Por qué seré tan tonta”, pensó y a punto estuvo de marcharse. Estaba segura que todo lo leído en los correos que le había mandado era mentira: verborrea de ligue. Ella siempre daba la impresión de la tonta del bote, deseando que alguien la engañe, que le regale los oídos con frases románticas repetidas hasta la inmensidad y vacías. Entonces vio a un hombre entrar al parque por el acceso más alejado de ella, pero como por coquetería no se había querido poner las gafas de miope, no sabía si era él. El corazón se le aceleró, venía hacia ella con paso firme. Se levantó y se dirigió como quien espera a su príncipe que regresa de la batalla. Iba derecha a interceptar su dirección. Entonces ese hombre se giró y la esquivó, no era su cita. Se volvió al banco y se quedó mirando el hueco deshelado, antes ocupado por ella, solo como su vida. Una pequeña lágrima corrió por su cara.
A su espalda, a unos metros, él la reconoció. La apreció mayor que en la foto, pero a su vez con más madurez: en la instantánea parecía una niña mayor. La ciudad le agobiaba y no podía evitar no saber manejarse en estos mastodónticos cercados de ganado que eran las ciudades, y temía que se hubiera enfadado porque llegaba tarde. Al menos le estaba esperando.
Su intención era sencilla: no hacerse ilusiones de que aquella fuera una mujer tan sensata como escribía en sus correos y a la vez tan apasionada y romántica. Tan mujer y a la vez tan independiente: “no quiero tener que cuidar de otra princesa”, se repetía. Su vida amorosa se resumía en dos amores: una princesa y una reina. No quería tener que servir a otra princesa, de la reina (su hija) nunca se cansaría; no le parecía que el amor fuera una sumisión, en todo caso un aportar cada uno lo que mejor tuviera.
Su sicólogo le había dicho: “no mires al pasado; sólo para no repetir errores”. Pero pensaba que eran muy mayores, muy “viciados” por las experiencias de sus vidas y ya no eran jóvenes para cambiar o adaptarse. Sólo se tomaría un café… y luego… le había parecido una mujer tan dulce en los correos, tan inteligente. Lo mismo le había ayudado alguna amiga a redactarlos.
Está ya cerca. Le ha mirado y no le ha saludado, y se pone en lo peor: está enfada. No sabe qué pensar: “Si es tan escrupulosa como para no entender que alguien se retrase en una ciudad que no conoce, mal vamos a empezar”.
Ahora teme que no le ha dicho nada de que tiene una hija, las mujeres son muy dadas a valorar mucho la sinceridad. Aunque se consuela pensando que también él habría apreciado un poco de sinceridad por parte de su ex. Supone que si se sincera nada más saludarse, ella comprenderá que no hay mala intención en no haberla dicho algunas cosas. Y ensaya mentalmente: “Perdona por llegar tarde no me gustan las ciudades. Por cierto, tengo una hija que no te lo había dicho”. Y aunque le pareciera poco significativo, no pensaba decirle que le gustaba hacer punto, es poco varonil y no sabía cómo se lo podría tomar.
¿Y si le gustaba, y si se enamoraba? Tendría que hacer todas las veces 100 Km de venida y 100 Km de vuelta para estar con ella. Estaba empezando a dudar que hubiera sido una buena idea quedar con alguien que vive tan lejos.
Está al lado y entonces ella se vuelve y se miran a los ojos.
Él piensa: ¡Dios qué bonita, qué ojos!
La luz del sol de frente se refleja en sus ojos húmedos
Ella piensa: ¡Vaya, el príncipe sale de la niebla!
El sol, a la espalda de él, crea una imagen borrosa que se va aclarando cuando se acerca.
– Hola Marta.
– Hola Julián.
Y se besan en las mejillas
“¡Qué bien huele y que cutis más suave!”, piensa él.
“¡Qué manos más fuertes y no tiene la cara fría!”, piensa ella cuando la coge por los hombros para saludarse.
Unas frases de cortesía y ella se ofrece a llevarlo a un sitio caliente donde tomar algo.
Él se disculpa por llegar tarde y ella lo comprende porque no conoce la ciudad.
Ella le dice que tiene una perra y él que la podía haber traído.
Él la dice que tiene una hija, ya mayor, que no se lo había comentado y ella dice que está muy bien que los hombres se vayan quedando con sus hijos cuando se acaba el amor.
Ella que le gusta la filosofía, él que ama el teatro.
Ella que está muy descreída del amor aunque en el fondo lo desea.
Él que el amor es una lotería y que de momento se conforma con la pedrea aunque aspira al primer premio.
No se hablan, se miran en el alma. Sus cuerpos les dicen que quien tiene enfrente es un puerto refugio en medio del agua. Una ola de sueños surgida del fondo del mar. Un ancla de pluma para poder volar y llegar muy lejos.
– ¿No crees en el amor a primera vista? –pregunta ella.
– No. Pero sé cuando una mujer me gusta estar con ella… como contigo… ahora. –le contesta.
Ella mira a la calle, a través del ventanal de la cafetería, en silencio. Vuelve a mirarle y vuelve a reflejarse la luz en sus ojos. Él ha bajado la vista al suelo y cuando levanta la cabeza los ojos de ella le parecen dos faros refulgentes, detrás de él el sol crea una atmosfera iridiscente que deja difuminada su cara.
– ¿Quién eres? –le pregunta, como si quisiera poner nombre a lo que lleva tiempo habitando en su alma.
Él duda. Sabe que la respuesta es un hilo fino que sujeta algo importante.
– El que busca. Quien te encuentra –y el hilo resiste y amarra dos corazones perdidos.
De ella, otra vez, una lágrima corre por su cara. Él estira su brazo y, cuando va a llegar a su boca, alcanza esa gota y la acaricia enjugándola. Todo se ralentiza y el tiempo no existe. Las imágenes fijas que a su alrededor se ven serán su eterno recuerdo: la animada conversación de los clientes de un bar, la lluvia que en la calle empapa todo, la luz del sol que se resiste a perderse el momento. El eterno misterio del amor.
Es otoño, la estación que más le gusta a ella… y a él.