–¿Por qué tenemos que ir? –pregunta, y se reclina hacia atrás en el asiento con resignación.
–Será poco rato –responde su padre.
Maneja el volante con una mano y sube el volumen de la música con la otra.
–Para estar poco rato, es mejor no ir.
–Venga, Manu. Ya habíamos quedado. Ahora no me jodas.
Toman una salida en la autopista y acaban en una carretera bordeada por árboles y con curvas muy cerradas. Manu se está mareando porque su padre gira muy bruscamente. En la salida de una curva, un coche pasa muy cerca de ellos y les pita.
–Puto subnormal. Si fueras a la velocidad que debes…
–Es tu novia. ¿Qué pinto yo ahí?
–¿Otra vez? Dijiste que vendrías para su cumpleaños.
–Pues me arrepiento.
–No me toques los cojones, ¿vale?
Al final llegan al pueblo. Aparcan en un callejón lleno de coches. Caminan hasta la casa y tocan el timbre. Les sale a recibir una mujer entrada en carnes, con el pelo muy corto. Es Nuria, la novia de su padre.
–¡Vaya! Al fin llegáis. Ya era hora.
Se acerca a su padre y le da un beso en los labios. Luego le da a él dos besos en las mejillas.
–Pasad. Aún falta gente.
La mesa del comedor ya está preparada. Hay varias bandejas con croquetas, gambas, panecillos con paté, embutido, queso y aceitunas. En la cocina, Nuria está preparando el pollo y su madre, una anciana con los rasgos de la cara exageradamente delimitados, rellena platos con comida. Su padre se enfrasca en una conversación con Nuria. Manu, con cierto temor, camina de nuevo a la sala. Allí encuentra al padre de Nuria y a uno de sus hermanos, Sito. Los dos están sentados en el sofá.
–¿Hola, qué tal?
Le da la mano al viejo y luego a Sito.
–Bien –dice el viejo. Esperando a comer.
–¿Y a ti, cómo te va todo?
Sito es un hombre de unos cincuenta años, muy alto, con el pelo blanco. Bebe una coca-cola y se gira la gorra con visera que lleva puesta. Le cae bien. Pero no habla demasiado.
–Muy bien.
Decide sentarse e ir picando de las bandejas. Y entonces, desde el pasillo, escucha unos pasos. Es Dani, el hijo mayor de Nuria. Está en zapatillas y en una mano lleva un mando de consola. Tiene la boca abierta.
–Dani, qué te ha pasado.
–Me encuentro mal, tío. Llevo con diarrea desde ayer.
–¿Y tu novia?
–Está con su madre. Tengo que pasar a buscarla luego. Espera, te voy a enseñar algo.
Deja el mando en la mesa y vuelve a meterse en el pasillo. Sale con un casco de motorista de color negro brillante y con dibujos fosforescentes.
–Me lo compré el otro día. ¿A que mola?
–Entonces ya te has sacado el carnet de moto.
–Todavía no. La semana que viene subo otra vez.
–¿Y ya estás buscando trabajo?
–Desde que vendí el taxi he ido mirando, pero no me convence nada. Raquel y yo aún tenemos que buscar un nuevo sitio para vivir. Ya sabes que a ella no le gustaba Barcelona.
Dani le deja el casco en las manos. Recoge el mando, lo conecta a la consola y enciende el televisor. Se concentra en un videojuego de coches, y Sito y su padre miran la pantalla como si fuera una película.
El padre de Manu sale de la cocina con una botella de cava.
–Bebamos.
Manu ha acabado dos copas cuando al fin aparece Óscar, el segundo hijo de Nuria. Es bajito y, por lo demás, físicamente idéntico a su madre. Su padre se lo queda mirando.
–Vaya, ya has aparecido –dice. ¿Qué tal la temporada de exámenes? –dice.
Óscar ríe a la defensiva. Se quita la chaqueta, se acerca a Nuria, le da un beso y la abraza durante casi un minuto.
–No tendrías que haber dejado la carrera –se escucha la voz de la madre de Nuria, desde la cocina.
–Era muy duro –dice Óscar.
Nuria mira hacia otro lado mientras el padre de Manu sonríe sarcásticamente y parece a punto de decir algo. Pero no lo hace. Manu sospecha que probablemente tiene que ver con el hecho de que la primera matrícula del curso le costó a Nuria seis mil euros. Óscar abandonó a los dos meses. Ahora quiere comprarse una moto, como la de su hermano.
–¿Quién falta? –pregunta el padre de Manu. Tengo hambre.
–Quique y su mujer estarán al caer.
–Mejor empezamos ya.
–Cariño, tenemos que esperarlos.
–Tengo hambre. Empecemos ya, ¿vale?
Sito se sienta al lado de Manu y empieza a comer gambas y a beber Fanta de naranja.
Nuria sale de la cocina con una amplia sonrisa. Parece muy contenta. Lleva una fuente con sopa de fideos y jamón y la pone a un lado de la mesa.
–¿Quién quiere sopa?
Manu observa de reojo a Sito. Recuerda lo que le contó una vez su padre: “Han tenido problemas con Sito. A veces se va a los parques y se exhibe delante de los niños”.
Ahora se pregunta qué le pasará por la cabeza. Parece feliz, inocente y ajeno a todo.
Sólo falta Dani a la mesa. Sigue enfrascando con el videojuego de coches.
–Dani, haz el favor de venir de una vez –le dice Nuria.
–Estoy acabando la fase. Ahora voy.
–¿Cuánta sopa quieres, Manu?
–Poquita. He picado demasiado.
Entonces Dani pone el modo pausa en la consola y se sienta en una esquina de la mesa.
–Ahora te traigo el arroz hervido, Dani.
–¿Arroz hervido? ¿Y eso? –pregunta el padre de Manu.
–Tengo mal la barriga.
–No será por follar.
–Bueno, sí, últimamente sí.
–Claro. Igual lo habéis hecho dos veces en tres meses, en vez de una.
–No, ahora va mejor.
–¿Y por qué no está aquí?
–Tenía que comer en casa de su madre. La iré a buscar luego.
–¿No tiene ella coche?
Pero la conversación queda interrumpida, porque entonces suena el timbre de la puerta.
–Aquí llega Quique –dice la madre de Nuria.
Al poco rato, aparece en el comedor un hombre bajito, regordete y de pelo canoso y escaso. Su cara se parece mucho a la de Sito, a la de Nuria o a la de Óscar. Detrás viene su mujer. Después de saludar, se sientan justo al lado de Manu. Se fija en la forma de hablar de Quique, monocorde y rápida, a medio camino entre la broma y la seriedad. Cambia de registro a cada segundo. Le pellizca un brazo, al mismo tiempo se aprieta los dedos de la mano y hace que los huesos crujan, y le dice:
–Estás roto.
Manu presta atención a su mujer. Le sorprende que sea normal. Más bien, fea. Pero no le parece que destaque por nada en absoluto. Es como un trozo de cartón recortado y que alguien mueve con una cuerda. Manu piensa que en su relación de pareja tiene que haber un abismo insondable. Un profundo agujero negro tan evidente que cualquiera podría palparlo.
La madre de Nuria empieza a traer platos con pollo a la salsa de cava. Manu se siente muy lleno. Da la impresión de que su padre le ha leído la mente:
–Has hecho demasiada comida –le dice a Nuria.
–Bueno, ¿mejor que sobre, no?
–Demasiada comida.
Nuria va a la cocina con un gesto neutro que, en su cara, empeñada siempre en ser afable, sólo puede significar desagrado. Vuelve con otra botella de cava. Su padre eleva su copa vacía con una mano temblorosa y llena de manchas de vejez. Es un anciano muy pequeño que está cómodo en un segundo plano. En el mueble, detrás de él, hay una foto enmarcada en la que sale Nuria de niña.
Manu piensa en otra de las cosas que le contó su padre, en este caso lo que ocurría cada vez que el viejo sacaba a pasear a Nuria cuando era pequeña. A veces se cruzaban con una mujer que su padre se quedaba mirando de arriba abajo. Entonces le decía: “Mi niña, espera aquí”. Se ponía detrás de una esquina, se desabrochaba los pantalones y metía ahí su mano durante unos minutos. Después regresaba resoplando y limpiándose las manos con un pañuelo.
Óscar va a buscar Coca-Cola a la cocina, regresa, deja la botella en la mesa y se abraza a Nuria y le da muchos besos en la mejilla. Manu se pregunta si parará alguna vez. Hay demasiada salsa en el pollo y la carne acaba teniendo un desagradable punto agrio. Sito ha dejado su plato completamente vacío. La madre de Nuria contempla la mesa con aspecto sagaz. Dani ataca con desgana su ración de arroz hervido. Y el padre de Manu abre otra botella de cava. Ha estado mucho rato sin hablar con nadie. Pero ahora Quique se empeña en mantener con él una conversación sobre el holocausto.
–Era terrible, ¿eh? En cuanto llegaban en tren, separaban a los niños y los ancianos e iban directos a la cámara de gas.
–Sí, cierto. Terrible.
–Todo eso fue una monstruosidad. Actuaban como una empresa de matar. Sin sentimientos. Les daba lo mismo.
–Claro.
–Leí varios libros sobre las matanzas nazis. Actuaban en nombre del pueblo. Eran patriotas perversos. Justificaban moralmente sus barbaridades.
–Increíble.
–Ya te dejaré alguno.
Nuria empieza a recoger los platos.
–¿Vas a sacar ya el roscón? –le pregunta el padre de Manu.
–Aún no, cariño. Faltan por venir Mónica y su novio.
–¿Tardarán mucho?
–No lo sé.
–Pues sácalo ya y les guardas sus trozos. No vamos a estar esperando.
–Eso –añade su madre. No importa, hija. Sácalo ya.
El teléfono móvil de Dani empieza a sonar.
–Hola, flor. ¿Ya has terminado? Ahora te voy a buscar.
Se levanta y se va. Nuria trae el roscón de reyes. Es de cabello de ángel. Lo corta en pedazos.
–¿Por qué se ha ido Dani? –pregunta su madre.
–Tiene que ir a Barcelona a por su novia.
–¿Ahora va a Barcelona? ¿Sin comer el roscón?
–Sí, yo tampoco lo entiendo.
El padre de Manu la mira mientras sonríe otra vez sarcásticamente. Nuria desvía los ojos. Cada parte de roscón ya está en los platos. Comen con expectación. El rey le sale a Sito. El haba, a Quique. La madre de Nuria sonríe y hace bromas. Parece muy feliz. Manu cree que es una anciana muy agradable. Le sorprende la respuesta que le dio a Nuria cuando, hace muchos años, ésta le explicó llorando lo que estaba pasando. “Son cosas de familia y no se puede hacer nada. Más vale que te calles”. Eso le dijo su padre.
No puede evitar fijarse de nuevo en Quique. Está fumando con deleite un cigarrillo. Su mujer se ríe sin parar, pero no sabe muy bien por qué.
Se sirven los cafés y después una copa de licor. En cuanto el padre de Manu termina su orujo de hierbas, se levanta y se sacude las migas del jersey.
–Nosotros nos vamos.
Óscar vuelve del lavabo. Quique le toma el brazo. Lo pellizca. Hace crujir los huesos de su mano. Le dice:
–Estás roto.
Conducen de vuelta por la autopista. El cielo comienza a oscurecer.
–¿Ves? Hemos estado poco tiempo. Ni dos horas.
Siguen en silencio.
–¿Sabes? –dice Manu. Me cuesta entender cómo podían estar ahí comiendo juntos. Como si no recordasen lo que Quique les hizo a todos.
Su padre adelanta a una furgoneta.
–Nuria tiene otra hermana, ¿verdad?
–Sí.
–¿Por qué no estaba hoy allí?
–Porque…
Toma una salida. Pero sigue sin responder.
–¿Por qué?
–Porque no podía soportarlo.
Se para en una rotonda para dejar paso a otro coche, pero el otro no lo entiende, frena y les mira con cara de enfado, y su padre se pone nervioso y Manu sabe que en ese momento la conversación ha terminado.