El humo era espeso, nosotros estábamos igual. Todo nos hacía mucha gracia, pero estábamos vacíos. Era tarde. Decidimos quedarnos, ¿para qué salir si no íbamos a encontrar nada que mereciera la pena? Nos dormimos en el sofá, todos juntos. Apretados. Evitando el frío.
Por la mañana lo vimos todo diferente. Dolor de cabeza. Pero mucha más claridad.
Según nos despertábamos, nos mirábamos unos a otros. ¿Quién sería el primero en reaccionar?
La habíamos matado. Y la dejamos que pasara la noche con nosotros. Pero ahora era momento de reaccionar. El cadáver no se iba a quedar allí hasta que se pudriera. Y aunque eso sucediera, aunque se la comieran los gusanos, aunque se desintegrara, no iba a cambiar lo que habíamos hecho.
Me levanté. Para llegar a la cocina tuve que saltar por encima del cuerpo. No miré atrás, pero pude sentir cómo me observaban los demás.
Preparé un buen desayuno ¿Por qué no? Y les avisé para que vinieran. Les costo llegar. La versión inerte de Patricia se había convertido en una barrera.
Nadie parecía tener mucha hambre. Cabezas gachas. Estábamos empachados de vergüenza. Luís tuvo que ir corriendo a vomitar. Yo saqué las galletas. Lo planté sobre la mesa. El “¿qué vamos a hacer con todo esto?” hizo que Irene se echara a llorar.
¿Qué vamos a hacer ahora?
Limpiar la sangre es una buena opción. Sacar la basura. Vomitar y llorar.
Destruir esta casa. Sacarla del mapa. Borrarla de la historia. Que nadie pregunte nunca qué fue de Patricia, porque Patricia nunca existió.
Volver al pasado, escoger otros caminos. Negarme a cargar piedras sobre mi espalda.
Despedirnos.
Decir “hasta la próxima” sabiendo que no nos volveremos a ver. Sabiendo que Irene se va a tomar su dosis de paroxetina mensual en una sola tarde. Pero eso no va a ser suficiente. Necesitará más y los médicos no te dan tanto.
Borrar las fotos que hicimos anoche. O colgarlas en el Youtube.
Volver a dormir. Y despertarnos sin tener que verla muerta. Poder olvidarnos de todo.
Eso es lo que vamos a hacer.