Ella estuvo hablando sin parar durante un buen rato. Arrojó algunas cosas y salió del cuarto. Luego la sentí registrar entre los discos. La arañita había tejido con rapidez su trampa. Casi imperceptible, a ratos veía brillar a contraluz las finas hebras por la ventana entreabierta. La seda de las arañas es una proteína fibrosa segregada en forma de fluido que, al extenderse, forma un polímero mucho más resistente que el acero, y multiplica su resistencia a la rotura, merced a su elasticidad, recuerdo que leí. Imagino que podrían soportar el peso de un hombre. No puedo evitarlo, pienso en la araña gigante y el hombre-mosca que se balancea atrapado. Comparo, sopeso circunstancias. La desafío con una voluta de humo. Un pequeño huracán del que nadie se percata, pero hace mecerse peligrosamente la tela. ¿Debilidad? La arañita corre por los hilos, se asegura que no se desprenda su red. Se tambalea por un instante, recoge el hilo de aviso y vuelve a su posición de acecho. Ella ha entrado, habla sin parar, gesticula, revisa el closet, hace un inventario con la vista, señala objetos, cosas de las que ya no importa siquiera el nombre; mueve la cabeza negando. No para de hablar, vuelve a salir. Termino el cigarrillo. Nada digo. Salgo de la casa. Desde afuera siento escurrirse un tenue llanto. Mientras ella hablaba, vi tejer la telaraña y comprendí, fuertes los hilos, débiles los asideros para su trampa: una ventana entreabierta que ha de cerrarse, el manubrio de la bicicleta en la que me marcho.
Extraña historia que deja una cierta inquietud, una especie de desazón que se enreda como una telaraña pendiendo de todos los detalles inexplicados, de toda esa historia apenas sugerida, de esa ruptura a la que el narrador asiste impasible.
Te deseo suerte en el certamen.
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