A sus 4 años, Dago se había acostumbrado a mirar a los mayores de abajo hacia arriba. Sobre todo los gestos de los mayores.
Le divertía el rostro de picarón del tío Robert, sus veloces movimientos. Parecía que jugaba a los escondidos cuando penetraba detrás de mamá en el cuarto, mientras papá dormía la borrachera, allá en la azotea.
Los gestos fuertes de papá también le gustaban. Entre todos, los que hacía delante de sus amigos de francachela mientras recontaba (previo y largo trago) la hazaña de aquel día que cogió una camioneta de la Empresa y se la puso de sombrero en una cuneta de la autopista. Nadie sabía si era verdad que papá había ido a la guerra, pero los gestos hitlerianos de su único puño, las maniobras de su voz, y las risas de sus amigos bucaneros ofrecían un espectáculo memorable, semejante al de las palomas de Gilbertico cuando salían en bandadas.
Entre ser un bebé, un niño de cuatro años y una persona mayor, Dago prefería ser un niño, pues le encantaba mirar de abajo hacia arriba, porque si uno miraba cara a cara, o de arriba hacia abajo, a uno siempre lo veían, y si a uno lo veían, uno no podía mirar con tranquilidad; había que cambiar la vista hacia otro lado como si se estuviera haciendo bulla o poniendo una bombita de cabezas de fósforos.
Berto conocía muy bien todo esto. Y aun sabía que a Dago le enfadaba que Brenda se pasara el maldito día hablándole y haciéndole preguntas imbéciles, tan fea que se veía con esas trenzas, por eso Dago se divertía cuando los otros niños del Círculo se las halaban y ella lloraba; o cuando ella descubría lagartijas o ranas muertas debajo de la sábana, a la hora de acostarse. Era asqueroso, eres un asqueroso. Pero, en verdad, a Dago solo un hecho le parecía vergonzoso: que él cazara gorriones y Berto no se los comiera. A veces Berto tenía hambre y se los comía, entonces Dago no sentía tanta culpa, pero otras veces, el maldito se acercaba al cadáver, lo olisqueaba y lo dejaba ahí, en la misma forma inmóvil. Después que se cansaba de perseguir a Berto con el fin de patearlo, Dago recogía el cadáver del gorrión y se escondía debajo de la cama de mamá. Tenía allí un cubo pequeño en el que mojaba las patas y los picos de sus víctimas, pero los ingratos nunca daban señales de vida.
Uno de esos días de indiferencia bertiana, Dago enterró el gorrión de turno en el jardín y regresó a jugar solo, debajo de la cama de mamá. Se imaginó que podría ver los pies de mamá y los del tío Robert. Sabía que los pies y las piernas del tío Robert eran peludos, pero hacía poco menos de un año, desde aquella visita a la playa, no los veía.
Mamá entró sin el tío y se echó en la cama a llorar. Dago le susurró: “mamá, no llores”, con lo cual reveló su escondrijo. Mamá miró debajo de la cama. ¿Qué haces ahí?, pero Dago continuó pintando un mamarracho peludo en la tabla que sostenía el colchón. ¿Quieres salir a pasear?, dijo mamá después de enjugar sus lágrimas. Sin responder, Dago pintó junto al mamarracho una montaña rusa.
En las montañas rusas uno puede mirar de arriba hacia abajo, pero a una velocidad increíble. A una velocidad de gorrión que cae en picada, o de papá cayendo de la azotea.
En las montañas rusas todo el mundo es del mismo tamaño, como los muertos.
A menudo, Dago soñaba que caía y caía en un pozo, como Alicia, pero no le daba miedo y despertaba contento. Con la sensación de estar flotando, miraba el techo y levantaba la mano para tocarlo.
— ¿Al parque de diversiones? —preguntó mamá, como si adivinara. A veces mamá tenía la malicia de adivinar lo que estaba reservado solo para los oídos de Berto, como si ella tuviera tiempo de pensar en alguien más que en tío Robert, igual que Brenda, tan fea, que quería más a tío Robert que a papá, porque papá es flaco y huele mal…—mamá y Dago cruzaron la calle—…pero también Berto huele mal después que sale de los latones de basura y roba cabezas de pescado; y no por eso él lo iba a cambiar por…
— Hola, Dago. —Un gato enorme recostado en el borde de una ventana enrejada. Dago encajó las uñas en la mano de mamá.
— ¿Qué pasa? ¡Me estás encajando las uñas!
— Mamá…— Iba a decir que el gato de la ventana hablaba, pero sólo atinó a señalarlo.
— Sí, un gato. No le tengas miedo. Tú tienes uno. Mira pa’ eso cómo me encajaste las uñas. Dale, apúrate que se nos va la guagua.
Antes de doblar la esquina, Dago volvió el rostro. El gato enorme lo miraba, un ojo azul, el otro amarillo.
No se dio cuenta de cómo llegaron al parque de diversiones. El gato hablaba. Si Berto dijera una palabra al menos, en lugar de escabullirse; si preguntara por las sensaciones que provocaba la montaña rusa: ¿ponía los pelos de punta?, ¿era verdad que la gente se orinaba ahí mismo?; pero al recorrer el parque, Dago se percató de que no había montaña rusa.
— Pero tenemos el laberinto de los espejos —aconsejó uno de los trabajadores.
Apenas se habían internado dos metros en el interior del laberinto cuando mamá vio reflejada en un espejo ondulante a una criatura de cuerpo minúsculo y cabeza desproporcionada y chata. Era Dago. Sus ojos gigantescos salidos de las órbitas estaban fijos en el rostro de mamá; al reír la boca se abrió como si fuera a dar un mordisco colosal. Mamá pegó un grito.
En el momento en que se alejaban del lugar a toda prisa, mamá escuchó a sus espaldas las carcajadas de los trabajadores. Hijoeputas. Dago, sin embargo, pugnaba por no irse, tiraba en sentido contrario de la mano de mamá. ¡Nos vamos y punto! —gritó ella. El niño entendió que había tocado el fondo del pozo, pero era un pozo ciego, sin País de las Maravillas.
Al pasar delante de los kioscos, mamá, ya más calmada, convidó a Dago a confituras. Una vez, dos veces. Dago no levantaba la vista del suelo. Al hacerlo, su tenaz silencio fue interrumpido: señaló entusiasmado en una dirección. Entonces mamá vio al tío Robert, varios quioscos a la derecha, acompañado de una muchacha muy joven.
Sin aviso, Dago se desprendió de la mano de mamá. Corrió hasta donde se encontraba el tío y lo tomó por el brazo. Sobresaltado, el tío Robert miró de manera graciosa hacia todos los lados, como quien juega a los escondidos, mientras el niño señalaba el laberinto de los espejos.
— ¿Y tu mamá?
Pero Dago señalaba el laberinto.
— ¿Quién es ese niño tan lindo? —preguntó la muchacha.
— Es mi sobrino…no sé… ¿Y tu mamá? —Diciendo esto el tío Robert vio aparecer a mamá.
— Eh, qué tal, Diana —dijo— ¿Y Raúl? —Y sin esperar respuesta— Mira, ella es Amanda, una amiga.
Amanda besó a mamá de manera efusiva.
— Es usted muy hermosa —dijo.
“Usted” pensó mamá.
— Y-y-y… ¿qué hacen por aquí? – dijo el tío Robert, el rostro sonriente y endurecido a un tiempo, como si dijera qué-carajo-hacen- por-aquí.
Dago señalaba el laberinto.
— Estoy buscando novio— dijo mamá, la mirada delictuosamente viva sobre el tío Robert.
Sonriéndole al niño, Amanda disimuló la incomodidad.
— No lo toques— le advirtió Diana.
Como Dago señalaba hacia el laberinto no se percató que tío Robert extrajo su pistola de un costado y disparó a mamá tres veces en el pecho. Creía el tío que las mujeres solo provocaban tumores cerebrales. No bien mamá cayó al suelo, tío Robert le disparó dos veces en la cabeza.
— No se preocupe, señora. Yo no le voy a hacer daño —replicó Amanda, ya molesta.
— ¿Tú te estás burlando de mí? –dijo mamá, encarándose contra la muchacha.
— Vamos ya — intervino Robert.
Por vez última el niño señaló el laberinto
— ¡Te dije que no vamos a ningún laberinto!— chilló mamá.
El niño vio alejarse al tío Robert con la muchacha bonita. Esa fea de Brenda cómo lo iba a querer más que a papá. El tío Robert era como Berto: un malo peludo que jugaba a los escondidos.
De regreso a casa, Dago se entretenía mirando las cornisas y los gorriones que salían de entre las tejas. Tras el enrejado de una ventana redescubrió al enorme gato inmóvil. El gato lo miró fijamente, un ojo azul, el otro amarillo. “Cuando seas grande, no tendrás que pedir favores”, dijo con la voz calmada de un anciano sabio.
— Mamá, el gato habla— susurró Dago, pero mamá, sin escucharle, rezongaba como una autómata “él me las paga. Tarde o temprano me las paga”. El niño se desprendió de la mano de mamá y cruzó la calle corriendo para escuchar de cerca lo que el gato decía.
Un camión frenó en seco. El ambiente se contaminó del hedor a goma quemada.
Pálida y temblorosa, mamá corrió hasta alcanzar al niño que había llegado a la otra acera. Lo golpeó sin misericordia. “Me vas a matar. Me vas a matar” repetía. Dago no lloró, porque el gato le decía “No llores. Trata de no llorar”.
— No le des tanto golpe y cuídalo mejor— vociferó el camionero.
Al llegar a casa, mamá se tumbó sobre el sofá en una postura vulgar. Llevó una mano a la cabeza y lloró. No creía en Dios y su madre había muerto, así que lloró sin poder explicarle a nadie la causa de sus lágrimas. Tampoco Dago le diría nada en son de consuelo, pues no bien entró a la casa se escondió debajo de la cama. Como otras veces escuchó caer el chorro de orina de su padre en el baño y la horrísona voz que desentonaba “Luz que alumbra”.
Entonces dibujó en la tabla a papá, a mamá, a Brenda, a tío Robert y a Berto. Al lado de esas figuras colocó una criatura de cuerpo minúsculo y cabeza desproporcionada y chata que abría la boca como si fuera a dar un mordisco colosal. Le pareció oír “No llores”, y en el espejismo que formaban las lágrimas al velar sus ojos, vio al gato enorme, un ojo azul, el otro amarillo.
Historia entretenida, en la que sin embargo hay un detalle que no he terminado de comprender: ¿Cómo es que Robert dispara contra su cuñada y al momento esto parece no haber sucedido? No puede ser imaginación del niño puesto que estaba mirando para otro sitio en ese instante, ni tampoco las escenas siguientes parecen desarrollarse en la imaginación del chico.
Al margen de esto, te deseo suerte en el certamen.
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