Una mujer se levanta de una butaca de piel. Al momento, recoge sus pertenencias: la imagen venerada de una santa, los alegres zapatos de salón, el camisón de seda, el reloj, entre otras prendas valiosas y una colección de objetos preciosos que significan mucho para ella. Por alguna razón, hacer la maleta le resulta muy fácil, tan deprisa que esta vez no se quiere precipitar, por lo que se toma un tiempo de examen en las distintas estancias del hogar para dejar el resto de las cosas ordenadas, cada una en su sitio. Antes de salir, se detiene a contemplar todo por última vez y poco después cierra la puerta. A continuación hace girar la llave en la cerradura. Y la mujer se va de la casa, sin darse cuenta de que dentro deja una huella visible como un estigma.
En los días del frío se perfiló el paisaje de su despedida y comenzaron los ensayos de la desolación. Durante aquellas pruebas, consiguió inquietar a las viejas de su familia hasta hacerlas delirar. A las jóvenes no tanto, se mantuvieron en compás de espera. Finalizadas las tentativas, la mujer se propuso cerrar a las ocho, hora de museo. Pero llegó Noviembre y la melancolía. ¿Se puede vivir sin mí?, se preguntó ella entonces. Y con un giro de muñeca, bajó el pulgar. Mientras se interrogaba, observó a la vida jugar en sus manos y comprendió el dominio elegante de los cuatro elementos, porque a cada uno de los movimientos le correspondía una parte nimia de su historia. Mientras enflaquecía, haciéndose menuda y cada vez más entumecida por la vejez, avisó Noviembre. Y justo al anunciarse el mes maldito, llegó el alba negra.
Con el alba negra, la muerte apareció vestida de dama, como una artista en esencia, sin hacerse esperar. Se presentó como si fuera la primera vez. E irrumpió con la diva del escenario, el misterio de la existencia, junto a las flores negras de un poema, y con cada flor germinó por el camino hacia lo desconocido una atmósfera de biografía, un fragmento de realidad. Al instante, algo íntimo se estremeció. Un escalofrío contuvo a la emoción. Y para soportar el frío de madrugada, no vistió abrigo, sino sentimiento.Pero la huella de una esencia permanece allí, dentro de la casa cerrada. Aquí sigue siendo la mujer que avanza por sus recuerdos evocando pasajes de su vida. En realidad se siente ahora como cuando ella tenía pocos años y se enamoró de Jesús, quien le enseñó el verbo pertenecer y al que aprendió a besar a escondidas en un portal. Recuerda ser joven como entonces, por lo que vuelve al día en que se dirige por primera vez a esa casa regia que apenas conoce y en la que vive Jesús, sin recorrer nunca más el camino de la escuela. Se encamina con algo nuevo y por tanto corretea con la intemperancia de la juventud.
Lo siente así al traspasar el umbral donde un hombre de uniforme aconseja prudencia, decoro y seriedad al resto de criados, mucho antes de que la anuncie en el salón en el que aguarda la señora de aspecto inmaculado, malva es la cinta que adorna su cabello; blanca, la ínfima costura zurcida en sus zapatos, y que ahora fija su atención directamente en los ojos de la muchacha en los que brilla, como plata, la inocencia. Por el contrario, al señor le disgusta el recién nacido que abraza contra su pecho esa joven, casi una niña, a los que Jesús custodia como un ángel protector. En la casa se escuchan voces contrariadas, pero por la noche cenan faisán.
La majestad de aquellas aves encierra un nido difícil de olvidar. Por eso la mujer sigue siendo la paloma que esta vez lleva mensajes por primavera. Se siente como cuando de recién casada mataron a Jesús, a poco de empezar la guerra del treinta y seis.Es la primavera negra. Y sin embargo en el barco de prisioneros que está atracado en el muelle le permiten entregar al cautivo una cesta con algo de fruta y pan, a cambio de grandes monedas y de no armar un escándalo; también le lleva una nota tranquilizadora: “no pasa nada Jesús, al contrario, todo va bien”, y de ese modo el lenitivo que contienen las palabras consigue engañar a su marido porque es sincero el juramento de amor escrito al dorso del papel.
Así transcurre un día y otro, hasta contar cuatro. Al quinto, cuando las horas se hacen ceniza, se erige una muralla humana que cierra el paso hacia el barco de condenados. Una marea de personas espera en silencio cerca del puerto, angustiadas por una falta de comunicación cada vez más fuerte y sombría. A su alrededor, no se conoce el paradero de nadie, ni siquiera saben qué decir. Altivo y poderoso se alza el muro de rostros desencajados que no impide que ella remueva cielo y tierra tras él, que le busque en todas partes pero en vano, porque a Jesús le han fusilado de madrugada. Y por un tiempo, la paloma mensajera se hunde en la amargura, a pesar de que en ese momento otro niño vive en su interior.
A la nueva criatura le abren de inmediato un hueco de abundancia en la casa regia, aunque desde hace algunos meses escasea la carne, el licor o la leche recién ordeñada, que no hace tanto les sobraba. No obstante crece, como lo hace, de algún modo, la alta primavera. Todavía resuenan jubilosas aquellas risas de infante, con la suficiente intensidad como para devolver a la madre todo lo que queda por vivir después de la guerra.
Enseguida sigue siendo como cuando la mujer se pasea con andares de reina por un jardín cercano, junto a sus niños de corta edad, quienes, al crecer, no recordarán los crujidos del hambre o de que hubo un tiempo en que como hermanos se taparon bajo una sola manta, sino, por el contrario, lo único que mantendrán vivo en la memoria es haber jugado felices con el hombre de mejor pitillera y sonrisa centelleante, que ahora conocen en el parque, y al que con el tiempo aprenderán a tratar de papá. Porque este hombre, que antes se distraía entre los árboles centenarios, ya no puede apartar la mirada ni mantenerse a distancia de la esbelta viuda que juega con esos críos, más bien le resulta imposible dejar de sentir, ni un instante, el dulce cosquilleo que esa noble emperatriz le provoca.
En el parque, un fotógrafo les inmortaliza mirándose bajo una luz especial. Ante la cámara, posan alegres pero cohibidos. Y en los columpios, los niños suben y luego bajan, se ríen. Juntos forman un cuarteto por primera vez. Pronto una infinidad de álbumes de fotografías les muestra en familia y, al pasar las hojas, los niños se van haciendo hombres de bien. Van creciendo altos y fornidos, despreocupados aunque vigilantes, lo cual les dota de la complexión y del temperamento necesario para hacerse hombres de mar, y, por tanto, cuando atisban la madurez, la navegación les atrae a ambos por igual, con idéntica voluntad por surcar otra vez los océanos mayúsculos y otrora desconocidos. Porque el hijo mayor, que controla el buen funcionamiento de las máquinas y los ínfimos aparatos, se ha hecho maquinista naval; mientras el pequeño estudia para capitán sin dejar de mirar las estrellas, y quien de tanto mirar el firmamento se ha percatado, sin embargo, de que la exactitud y el rigor de la matemática celeste le otorga un poder mayor sobre rumbos y mapas.
Aún se escuchan en el horizonte las voces de mando de aquellos marinos, tan cercanas y familiares que ni uno solo de sus vástagos, fruto de haber encintado a sus esposas, admite más adelante órdenes de nadie. La náutica ha forjado una estirpe que no se amilana con facilidad. Toda la marinería tiene ojos como faros y un vendaval atravesado por carácter. A decir verdad este linaje resiste lo poco que se atreve a ponerse por delante, con la férrea decisión que los caracteriza. Tal vez por eso luchan por norma, como aquella vez en que la tripulación se enfrentó unida a la enfermedad de Alzheimer, en un intento de rescatar a su hombre de más edad de entre las aguas turbias e inasibles de su memoria. Combaten el naufragio y pugnan entonces por liberarle, a base de poner remedios y de cuantiosas muestras de afecto, como salvavidas, pero sobremanera al echar mucho coraje, en ningún modo baldío, con el que plantar cara de manera obstinada a los ásperos síntomas de la dolencia.
Es la marea negra. Y al instante el hombre del parque es casi un anciano, sumido en un olvido ominoso y profundo pero con intermitencias. Tampoco su esposa parece darse cuenta de la enfermedad que alarma tanto a su familia, sólo de que su marido anda, de un tiempo a esta parte, despistado y escaso de tino, algo aturullado. Porque si ella hace como que ese mal no existe, si se aleja de la realidad lo suficiente, permanecerá despreocupada y no sentirá como un abismo de añoranza por el hombre que nunca más regresa, al menos él no volverá por completo ni con suma frecuencia.
Bastante hace el enfermo con atisbar en el fondo de sus ojos una mirada de lucidez que encuentra de repente frente al espejo o con hacer brotar, como por ensalmo, una sonrisa de entendimiento que en ese momento le trae presto de vuelta, más o menos como la expresión de felicidad que entonces se escapa por la boca de ella. Y es al final de tanto desgobierno efusivo cuando la mujer no puede engañarse por más tiempo y cae de nuevo en una luctuosa depresión, a pesar de que la corrección de su temperamento junto a sus refinadas maneras consiguen mantenerla erguida, incluso le hacen parecer estricta, pues en toda ocasión se ve que lleva el cabello bien peinado y el mentón muy elevado, haciendo posible que soporte el infortunio de su desmemoriado con la cabeza levantada. No obstante, ya no tendrá fuerzas para acudir en adelante a un solo funeral.
Entretanto, el paso de los años hace su labor en la casa regia, impregnando de ocupaciones livianas el quehacer diario. Por las mañanas, la emperatriz se afana en las tareas que su avanzada edad le permite realizar, pocas pero bien hechas; sin embargo, por las tardes, no hace otra cosa que esperar sentada en su butaca favorita la llegada de Noviembre, sin impacientarse. Le gusta interrogarse, por aquel entonces, jugando con sus manos heladas, convencida de que cada nuevo día es un triunfo merecido. Y cuando finalmente considera que su casa está en orden, se levanta para hacer la maleta y poco después se va, sin darse cuenta de que dentro deja una huella visible como un estigma.
Conmovedor relato de la Guerra Civil,de valientes marinos y de fuertes mujeres. Cuento que muestra un retazo de nuestra historia reciente, una especie de microhistoria vista desde el corazón.Enhorabuena a la persona que lo ha creado.
Confieso que tu relato no me ha enganchado, y que tal vez no lo he entendido. Hay párrafos no exentos de belleza, pero en general no ha conseguido transmitirme sensación alguna.
Te deseo suerte en el certamen.
Contar una historia es un ejercicio de libertad, de reflexión… y también de osadía. ¿Quién dice que no se paga un alto precio por condensar en cinco páginas la esencia de una existencia? Noviembre lo sabe y paga el precio.
Sí. Lo sé bien… Hay una mirada de entendimiento (casi de afecto) en mis ojos, bobdylan.
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