Con el paso de los años, el recuerdo de Carlos Ilpar sobre los acontecimientos del último día de febrero del bisiesto año 2000 se tornó débil y confuso. Acaso haya sido éste un eficaz ardid de la razón, que, al comprobar sus propios límites, bañó con indulgente olvido la trepidante conciencia de un hombre. Sea como fuere, a fin de evitar la ignominia general, Carlos Ilpar sobrelleva, silente, su otra soledad.
La historia tuvo lugar en la ciudad de Punta Mogotes. Todo comenzó la noche del 28 de febrero del año 2000, víspera del día crucial.
Concluida su habitual cena en un restaurante del centro de Punta Mogotes, Carlos Ilpar saludó por última vez al mozo y se marchó. En la calle, la brisa que venía del mar soplaba con fuerza. Carlos Ilpar miró las estrellas, como despidiéndose. Ésa había sido su última noche de veraneo; y aunque sus vacaciones habían resultado tan austeras y solitarias como su vida en Capital Federal, cada instante de esa velada fue vivido por él como una despedida pretérita. Pensaba en la próxima noche: a esa misma hora estaría regresando en micro a Capital Federal. Allí lo esperaría su trabajo en la inmobiliaria, como hacía ya dieciocho años, donde, según sus palabras, “sólo supervisaba papeles intrascendentes”.
Al llegar al chalet de la calle Güemes, que un compañero de la inmobiliaria le había prestado, cerró la puerta con resignación, se cambió y se fue a dormir. Sus planes para el día siguiente habían sido modificados: se levantaría temprano, como de costumbre, pero esta vez no para ir a la playa a tomar unos mates y quedarse allí hasta que el sol se ocultase, sino para dar un último paseo por el centro de Punta Mogotes. Más tarde, almorzaría algo liviano en su casa y luego dormiría una siesta a la espera del remise que a las cinco de la tarde lo vendría a buscar para llevarlo a la Terminal de micros de Mar del Plata, y desde allí emprendería su regreso a Capital Federal.
Contra su pronóstico, el sueño de esa noche fue sereno. Por la mañana, Ilpar estaba de buen humor. Después de tomar un baño, se preparó unos mates. Mientras los acompañaba con unas medialunas del día anterior, despegó el almanaque de la puerta de la heladera y comenzó a ojearlo. “Veintinueve de febrero. Si no fuese año bisiesto, hoy estaría trabajando en la inmobiliaria”-reflexionó. Y cuando la luz del sol comenzó a penetrar por la ventana de la cocina, miró el reloj y se dijo: “Las siete y media…Bueno, salgamos a disfrutar de lo poco que aún nos queda”.
A fin de evitar las casualidades, dejó que a sus pasos los guiase el azar. Fue así que llegó hasta una plaza. Su sorpresa fue grande, pues no era la primera vez que pasaba por allí y sin embargo nunca antes había visto esa plaza. Atribuyó el hecho a que el trazado de las calles, a diferencia del de Capital Federal, presentaba diagonales. “Tal vez simplemente nunca antes había tomado esta diagonal que llega hasta aquí” –pensó; pero el razonamiento no llegó a convencerlo por completo. A todo esto, mientras seguía cavilando sobre el asunto, comenzó a maravillarse por la belleza de esa plaza. Su diseño se asemejaba al de un tablero de ajedrez, con sus piezas diseminadas de manera estratégica y respondiendo a los inquebrantables rigores de jugadores inhábiles para vencerse. Al principio, Ilpar tuvo miedo, pero luego se aventuró en ese equilibrio casi mágico que la plaza le ofrecía. La aparente soledad del lugar lo instó a recorrerlo. A poco de andar, detrás de unos pequeños árboles de forma esférica, halló para su sorpresa a una joven de delicada y obstinada belleza que les arrojaba semillas a las palomas. La joven escrutó con su mirada a Ilpar. Éste, dejando a un lado la torpeza que la timidez solía imprimirle a su discurso, inició una conversación con ella. El diálogo –inextricable, por cierto- se extendió hasta el mediodía, momento en que decidieron dar un paseo por la plaza. Ella lo guió por un sendero a través del cual se internaron en algún lugar de la ciudad (o de la plaza) cuyas calles le parecieron a Ilpar las mismas que él conocía, aunque desembocaban en lugares diferentes. Algo similar le sucedió con las personas a las que vio: desde lejos se parecían a las que él conocía, pero, una vez frente a ellas, sus rostros se desfiguraban. Cuando la noche se tornaba impenetrable, llegaron a la casa de la muchacha. Después de cenar, ella le permitió disfrutar de la insondable belleza de su cuerpo; hasta que, inopinadamente, dijo: “¡Ya casi es medianoche! ¡Debes irte! Mañana nos volveremos a ver… ¡En la plaza…! ¡En el mismo banco…!” Al día siguiente, Ilpar la esperó durante horas donde habían convenido, nervioso como un ajedrecista a punto de consumar un movimiento que intuye fatal. Ella no se presentó. Ilpar recorrió la plaza (o la ciudad) durante todo el día en busca de su casa, pero no pudo hallarla. Preguntó por la joven a algunos transeúntes ocasionales de rostro desfigurado. Nadie le respondió. Anonadado, decidió marcharse a su chalet en medio de una terrible tormenta que se había desatado unos instantes antes. Peregrinó la noche entera antes de encontrar el camino que finalmente lo conduciría hasta el chalet. Una vez en éste, y a resguardo ya del aguacero (del que extrañamente sus ropas secas no daban cuenta), intentó poner en orden sus pensamientos. Fue entonces cuando consideró que, dado que no tenía familia, los únicos que podrían preocuparse por el retraso de dos días en su regreso a Capital Federal serían sus compañeros de trabajo –en especial quien le prestó el chalet- y algún que otro amigo. Quiso llamarlos para avisarles que se encontraba bien, pero se dejó estar, abatido, en un sillón del living. De pronto sonó el timbre de la casa. “¿Quién podrá ser? –Se preguntó exaltado- No espero a nadie. Y nadie me conoce aquí…Excepto… ¡Ella!” Con gran esfuerzo se puso de pie y se dirigió a la puerta, aunque sintió que ya no la amaba. Al abrir no encontró a nadie. Cuando quiso cerrar vio una nota tirada en el suelo, junto a sus pies. La levantó e intentó leer lo que decía, pero el agua impregnada en el papel había desdibujado la mayoría de las palabras. Con la bocamanga de la camisa intentó secarla, y apenas si pudo comprender lo que decía:
“…el Tiempo…dos fastuosos carros corriendo a la par. Ambos tirados por bellos corceles: pero los de uno de prosapia eterna; los del otro de prosapia mortal: el Tiempo Eterno y el Tiempo Humano. Mientras corren, van transitando las vidas de los hombres… Al cabo de un año, la cuadriga mortal desfallece; otra sigue en su lugar…los corceles mortales desafían a los eternos en una carrera más allá del límite. Hecho que queda registrado en el día sobrante de un año bisiesto… Y si los hombres se animaran a tomar las bridas de los corceles mortales durante su desafío, podrían transitar las otras vidas de los mismos hombres…una oportunidad para asomarnos a las grietas de la Eternidad y entrever, siquiera confusamente, algunas de las tantas vidas que nunca llevaremos, algunos de los tantos hombres que nunca seremos…”
“¡Señor! ¡Señor!- escuchó Ilpar, mientras alguien se le acercaba cubriéndose de la feroz tormenta.
-¿Quién es? -respondió con temor
-Me envían de la agencia de remises –dijo un joven enfundado en una enorme campera impermeable de color amarillo, que casi no dejaba ver su rostro.- Usted –continuó- reservó un remise para hoy a las cinco de la tarde, que debe llevarlo hasta la Terminal de micros de Mar del Plata. Mire, queríamos avisarle que, debido al temporal, muchas calles están anegadas; por eso, pensamos que lo mejor sería pasar a buscarlo unas horas antes; por las dudas, ¿vio? ¿Le parece bien que lo pasemos a buscar a las tres de la tarde?
Ilpar, algo aturdido, miró el reloj de su mano izquierda: 07.30 a.m. 29/02/2000; y alcanzó a decir:
-Sí…Sí… Me parece bien. Pásenme a buscar a las tres de la tarde.
Maravillosa historia. Siempre sentí que los años bisiestos son mágicos, así que de alguna manera el relato me representa. Felicitaciones!!!
este relato está bien padre!! Felicitaciones. Me gusta la literatura fantástica
De veras es un relato maravilloso. Tal vez sea un poco complejo el argumento y por eso encuentres reticencia de parte del jurado que prefiere cuento «digeribles». Sigue asi. Felicitaciones!! Lucy
Tu relato tiene momentos realmente hermosos y muy sugerentes, como la descripción de la plaza que se asemeja a una partida de ajedrez. Quizá deberías haber insistido más en ubicar o localizar ese lugar.
Te deseo suerte en el certamen.
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