Antes de abrir los ojos, el olor a orina y encierro me fustigó. Fruncí la nariz y respiré por la boca para evitar las arcadas. Un agrio reflujo escaló hasta mi garganta dejando vestigios de vino barato y cebolla.
El ruido de una multitud y la lejana melodía de un saxo me alertaron. Abrí los ojos, sintiéndolos pesados y pegajosos. En cuanto logré enfocar la vista, vi un techo tan bajo podía tocarlo, abovedado y lleno de pequeños cuadritos de porcelana. A la derecha, la extraña pared cubría el espacio por completo. Sintiéndome acorralado, giré la cabeza y vi algo aún más extraño: El respaldo de unas butacas plásticas de color naranja. Me sentí aprisionado. Cada vez más confundido, descubrí más allá de los asientos a cientos de personas circulando en aparente desorden.
Tomándome de uno de los respaldo logré obtener una mejor visual de lo que ocurría al otro lado. Una estación de subterráneo. La pregunta que me alcanzó fue simple. “¿Que carajo hago acá?”. Motivos para preocuparme tenía. No solo porque no sabía cómo había llegado a despertarme en un hueco tras los asientos del subte, sino que además, la ciudad donde vivo no tiene transporte subterráneo.
Noté algo extraño. Cada uno de mis zapatos era diferente y ninguno me pertenecía. Aliviado, reconocí los jeans como propios, aunque una asquerosa capa de mugre los cubría. Barro, grasa y restos de alimentos adheridos. Con dificultad eché un vistazo a la entrepierna de mis vaqueros y encontré así la fuente del desagradable olor a orina. Controladas las arcadas, y asiéndome de los respaldos crucé las sillas hacia la explanada.
Mi maltratado cerebro rememoró que las únicas dos ciudades que conozco con subterráneo son Buenos Aires y París; aunque en ese momento no recordaba haber viajado a ninguna de ellas.
Parado en medio de la turba, noté me esquivaban sin disimulo. Aturdido, miré en todas direcciones buscando alguna referencia. Fijé la vista mas allá de las vías y la respuesta me alcanzó como una descarga eléctrica. “Châtelet”. Sabía muy bien que se trataba de una de las principales estaciones del Metro de París. Una vez al año viajaba por motivos allí laborales, pero eso era en Marzo y estábamos en… ¿Mayo? ¿Junio?
“Châtelet” reflexioné. Por instinto busqué el celular. No estaba. Me faltaba la billetera, los documentos, las tarjetas, el dinero y cualquier otra prueba material de mi existencia.
El zumbido gomoso del tren al llegar me distrajo, dándome el oxígeno necesario para encontrar una solución. ¡El hotel! Si estaba en París debía alojarme en un hotel y siempre elegía el mismo. Leí los carteles de la estación en la que me encontraba. Línea “4”, dirección “Porte d’ Orléans”. Busqué la pizarra con el mapa con las líneas y sus recorridos. Localizado el destino, seguí con el dedo la línea amarilla hasta donde me encontraba. Mis manos parecían las de un viejo, con las uñas llenas de negra inmundicia. Tenía que cambiar de andén.
Con pasos poco firmes, caminé atento a las referencias sobre las conexiones. Línea 1, “La Défense – Grande Arche”, me zambullí en los laberintos de túneles que componían la estación. Alcancé la plataforma en pocos minutos. El tren llegó un instante después. Las puertas de los vagones se abrieron y acompañé a quienes caminaban hacia el interior del tren, evitando inútilmente hacer contacto con ellos.
Abrazado a uno de los caños del vagón aproveché para meditar. Sabía quién era. Conocía la ciudad. Sabía lo que hacía para vivir. Lo último que recordaba, eran temas de trabajo; reportes, reuniones y temas pendientes. Cada uno de ellos a más de doce mil kilómetros de distancia. No tenía sentido. Llegamos a la siguiente estación. Vívidos recuerdos se disparaban, indetenibles. Tan claros que me confundían. Esposa, hija, familiares y amigos. Una vida.
El tren se detuvo, obligando a más gente a sufrir el asqueroso castigo. El olor que me rodeaba era repulsivo, casi palpable. Las náuseas volvieron a martirizarme, obligándome a respirar hondo. Los latidos me retumbaron en la cabeza.
Otra estación, idénticas preguntas y ninguna respuesta. Volví a revisar los bolsillos. Sólo encontré papeles arrugados y migajas. Cada elemento estaba en su lugar, cada recuerdo y cada historia. Restaba comprender de qué manera había llegado hasta esa incómoda situación.
– Charles de Gaulle, Etoile…
La estación correcta. Con la vista fija en el piso, me acerqué a las puertas del vagón. Ni bien se abrieron me abalancé hacia la salida. Consulté los carteles. La número cinco: Av Carnot. Alargué los pasos. Ácidas corrientes me inundaban la garganta, obligándome a hacer muecas de asco. Empujé la última puerta vaivén y allí estaba, la escalera. Finas gotas de lluvia alcanzaron mi rostro dándome una momentánea sensación de frescura. Por un instante olvidé el hedor y la picazón en el cuerpo.
Avancé por la vereda poco transitada. Cien metros me separaban de la respuesta. Tuve deseos de correr, pero las piernas me lo negaron. El dolor de cabeza redoblaba su esfuerzo. Levanté la vista y allí estaba. La puerta del hotel.
Giré a la izquierda buscando el mostrador. La mujer se sobresaltó al verme. Durante unos segundos se mantuvo inmóvil. Tomó aire para decir algo, pero calló. Entonces su rostro cambió y su ceño se frunció en un gesto de duda. Bajó la vista y revisó unos papeles. Volvió a verme.
– ¿Monsieur… Fernández?
– Oui – respondí. Las respuestas se acercaban.
– Monsieur, hemos estado muy preocupados. Hace cuatro días que no sabemos de Ud. La gente de su empresa ha desplegado un operativo en toda la cuidad. La policía lo está buscando. Su esposa llama cada dos horas. Está muy nerviosa. ¿Que le ha pasado?
– Ehhh…
¡La conferencia! Estaba en París por una serie de conferencias. Una invitación especial. El martes, luego de la segunda reunión… Lo recordé. Una oleada de calor me subió por el pecho hasta quemarme el rostro. Supe entonces que resultaría difícil explicar lo ocurrido y más difícil aún conservar mi empleo.
He leído tu relato me parece estupendo y muy intrigante. El final te hace meditar sobre lo que había hecho el hombre de negocios calavera.
Está muy chulo el relato, el ambiente muy oscuro y la atmósfera se transfieren muy bien.
Lo encuentro original,e deja con la duda de lo que podría haber pasado
Inquietante desde el principio. Atmósfera de desconcierto relatada a la perfección. Si me permites una crítica, creo que el final desmerece un poco al resto del relato. Gracias, sea como sea, por compartirlo con todos nosotros. Mucha suerte. Mi enhorabuena y mi voto, que siempre ayuda a subir la autoestima.
Un relato bastante aceptable que mantiene hasta el final la intriga. Me recordó a esas historias de Cortázar que transcurren por las estaciones de metro parisinas.
Creo que es de los primeros que leí, y al releerlo ahora he vuelto a disfrutar como la primera vez.
Te deseo suerte en el certamen.
Debe identificarse para enviar un comentario.