Su extraña expresión de sosiego reclamó mi atención. Desde su asiento junto a la ventana paseaba su mirada por el andén fijándose con suma escrupulosidad en todo cuanto le rodeaba, como si fuese la primera vez que lo veía. «Yayo -le dije al oído-, bajamos en la próxima.»Apretó mi mano y me sonrió, aunque enseguida volvió a poner su mirada al otro lado del cristal, con extraña melancolía. El convoy arrancó, la siguiente estación era Plaza de Cataluña, donde como siempre nos aguardaría una marabunta. Me levanté de su lado y, sin dejar de sujetar su mano, rodeé los asientos hasta colocarme junto a la puerta. El trote del vagón nos sacudió a todo el mundo durante el rato que duró la travesía del túnel. Al poco la máquina perdía velocidad y encontrábamos la luz del andén de Cataluña. Estaba distraído observando a una chica de cabellos castaños y ojos negros que me había sonreído cuando las puertas se abrieron y una riada de gente que aguardaba a salir me arroyó. La mano de mi abuelo se desenganchó de la mía cuando fui arrastrado fuera. «¡Yayo!», le grité, pero ignoro si me oyó. Luego golpeé en el cristal de su ventanilla. Me observó con la mirada desenfocada y volvió la cabeza, pensé que quizá se daría cuenta de mi ausencia, pero sus pensamientos estaban en algún otro rincón de aquel mundo subterráneo. Intenté subir a bordo nuevamente, pero el reptil devorador de criaturas humanas ya había cerrado sus fauces e iniciaba su serpenteo hacia su agujero con mi yayo en sus entrañas. «Yayo», maldije con impotencia. ¿Qué iba a hacer ahora?
Me quedé solo en el andén, completamente nervioso y sólo atiné a echar mano y estrujar la bolsa con maíz que llevaba en el bolsillo para que mi abuelo les echara de comer a las palomas. En ese momento sentí su falta más que nunca. ¿Y si nunca más volviera a verle? Mis ojos se humedecieron y mi nariz se soltó con aquel pensamiento. Pero aquel momento de intimidad no duró demasiado, enseguida comenzó a bajar por las escaleras mecánicas un golpe de gente, la mayoría llevaba la palabra “prisa” tatuada en la frente. No sabía qué hacer, si quedarme y esperar a que volviese o si tomar el siguiente tren e ir en su busca, pero finalmente decidí que lo mejor sería buscar a alguien del Metro. Me arrimé bien a la pared y braceé como un salmón sorteando aquella corriente humana que pretendía arrastrarme; en un momento se llenó el andén de punta a punto, y yo finalmente alcancé las escaleras. En un suspiro me encontré ante el jefe de estación, le expliqué lo del abuelo, aunque siguiendo los consejos de mi madre omití cualquier referencia a su enfermedad, cuyo nombre nadie se atrevía a pronunciar en casa. Me di cuenta de su desconcierto ante la historia que un adolescente le estaba refiriendo. Tras escucharme con suma atención, frunció el ceño y dijo con preocupación: «No será fácil dar con él, en cada vagón debe haber unos pocos que coincidan con su descripción». Pero enseguida se puso en marcha, pasó aviso a todos los conductores y puso a los vigilantes buscar al abuelo: un hombre de unos ochenta años, cabellos blancos y vestido de domingo. El jefe de estación me llevó a una sala con una pared llena de pantallas de televisión que reproducían las imágenes de las cámaras de los andenes y de los pasillos. Me coloqué frente a aquella especie de gigantesca televisión y me dediqué a recorrer los monitores buscando a mi abuelo. La llegadas y salidas de los vagones era continua y había riadas de gente por todos sitios. Aquello iba a ser una tarea imposible, como buscar una aguja en un pajar.
Habían pasado ya dos horas desde su desaparición (una eternidad), y no sabíamos nada de él. Yo cada vez estaba más nervioso y me disponía a avisar a mis padres cuando el jefe de estación recibió una llamada urgente. Hablaba por el teléfono cuando tapó un momento el auricular y guiñándome un ojo me dijo en voz bajita: «Ya lo tenemos»
Me explicó que mi abuelo había hecho trasbordo, que había cogido la L-3 y había estado paseándose de un final al otro continuamente, hasta que unos revisores dieron con él en Zona Universitaria.
Al poco rato apareció con una señorita que vestía una chaquetilla del Metro. Aferrado a su brazo mi abuelo, quien caminaba con pasitos cortos y rápidos, y aunque su rostro reflejaba cansancio su mirada era de alegría. Se encontraban ya a escasos metros de mí cuando la señorita lo despegó de su brazo y lo dejó suelto. Mi abuelo dio dos pasos y se detuvo en seco. De pronto puso su mirada en mí y su rostro se entristeció. «Yayo, ¿es no se alegra de verme?», le pregunté. Me miró extrañamente, sus ojos eran como dos pozos negros. «Yayo», insistí. Sus labios comenzaron a temblequear, hasta que finalmente balbució: «¿Dónde estoy?». Lo tomé fuertemente de la mano y lo abracé. «En el metro, yayo, en el metro. Y ahora tenemos que dar de comer a la palomas.» Saqué la bolsa de maíz y se la enseñé, las facciones del abuelo se ensancharon con una generosa sonrisa, luego me miró profundamente. «¡Las palomas…!», dijo con la ilusión de un niño.
Di las gracias a aquellas personas que habían sido tan amables con nosotros, y cogidos fuertemente de la mano marchamos a cumplir nuestra misión con las palomas.
Muchas gracias por escribir cosas así y compartirlas con el resto. Relato lleno de ternura. Como he comentado en otros relatos, no entiendo el por qué nadie lo comenta. Enhorabuena y muchísima suerte.
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