Los bares no son lo mismo que las tabernas. En los primeros la gente entra, sale y muchas veces ni se conoce. En las segundas suele haber una parroquia fiel que se sabe la vida y milagros de los que habitan el lugar. Por eso, cuando surge, la magia es mucho más intensa en ellas; y con gusto se pierde el tiempo sin más.
Los que gustaban de patearse las calles de la ciudad, a veces caían en la de la Pepa; muy castiza ella. Estos incautos en ocasiones se quedaban a tomar algo, sorprendidos por el ambiente rústico de los que allí se reunían. Se trataba de un ambiente masculino, en el que la mujerona ponía el color. Pero a pesar de ser la fémina y la mandamás, nadie se fijaba ya a estas alturas en ella. Algunos, los más viejos y que habían invertido buenos ratos en beberse más de media vida en aquel rincón, aún recordaban que en su momento fue una tipa lozana y de buen ver, y cuando lo revivían, casi siempre se reían entre dientes. Pensaban en su tremenda pechera, que en su día, fue el mayor centro de todas las atenciones del lugar, disputada y observada por todos, hasta que como por arte de magia, de repente se cayó; produciendo desde ese momento poco más que pena, sensación de desperdicio, y a veces, como digo, un poco de nostalgia.
El trabajo y los años no la habían respetado, como tampoco lo hacían sus habituales. De todos modos, ella sabía tratarlos, y perfectamente se daba cuenta de que no eran nadie, ni tenían quién se ocupase de ellos fuera de su cantina; por eso, la necesitaban tanto como ella requería a diario, casi pasando lista, la presencia de aquél atajo de diablos.
La falta de sangre nueva había hecho que se acostumbrasen a la convivencia. Y el grupo, el microclima, con el tiempo había encontrado su equilibrio perfecto, pues cada uno tenía su lugar. Como un cuartel, pero con soldados perezosos, agarrotados y barrigones.
Cuando estaban todos debían ser unos doce o trece hablando y riendo sin parar; no más, que el sitio era de reducidas proporciones. De todas formas, algunos mantenían cierta independencia, y como si de disidentes se tratase, preferían estar sentados en una pequeña construcción de madera ajada y cuarteada; ésta hacía las veces de mesa. Sentados allí al completo, ocupando todos los taburetes, cabían cuatro. Pero lo imperturbable era que el señor Juanin tenía de forma permanente su culo allí pegado. Como si no tuviera casa, daba igual que nevara o lloviese, parecía pasar más de veinticuatro horas al día allí metido dejando correr el tiempo y fumando tabaco negro; al cual le había cogido el gusto desde que de joven, su padre le introdujese en el mundo de la hebra. De modo, que hablaba poco, pero a consecuencia de la fatal costumbre, compensaba los silencios con quejumbrosas toseras. Las cuales a su vez, eran a ratos recriminadas por la Pepa.
Ésta no lo demostraba nunca, y de ello hacía gala con sus reproches al viejo, pero de todos, era a quien apreciaba en mayor medida. Se acordaba de cuando de joven, la perseguían muchas miradas; de cuando los casados le miraban el escote, y su canalillo, como el de las estrellas del cine, dejaba boquiabierto al personal. Y con ello, se dejaba llevar y le venía a la mente cómo una vez el Juanin, que era unos quince años mayor que ella, la invitó a cenar. Para ella, que se dejaba el pellejo en aquel antro desde hacía treinta y muchos años, ese era un bonito recuerdo, porque fue una de las pocas ocasiones en las que pensó que se la trataba como una mujer merece.
Lo cierto es que el viejo, en su momento tenía perspectivas y dinero, pero esto es como todo, si viene se irá, y difícilmente volverá. ¡Ay! El señor Juan, que así lo llamaban, lo perdió todo; por un cabrón que le estafó y le dejó sin ahorros y sin futuro. De todo, lo que más le dolió perder, fue la alegría. Pero a éste hombre, no le robaba ni Dios la afición a las mujeres. Él no gastaba ni un minuto en acordarse de la noche con la tendera, porque había sido un mujeriego; y tenía muchas mujeres bellas de las que acordarse. Como ya no tenía bríos, y la virilidad le había dado con la puerta en las narices, dejándole pasmado y curándolo en humildad, que es lo que pasa con los años, se resignaba a rememorar sus hazañas y conquistas.
El personal ya le tenía calado. La mayoría pensaban que le gustaba tirarse faroles, y aunque se lo echaban en cara, sabían que ellos hacían lo mismo respectivamente; y que esto no era nada malo ni cosa rara, porque era una regla no escrita de las conversaciones de taberna. Porque alegran el día, provocan la risa y unen a los amigos.
Cuando no aburría a los reunidos, se dedicaba a repasar a las inocentes, que a veces entraban con sus novios sin saber ninguno donde se metían. La vejez y la sequía alimentaban en él su memoria y agudizaban su hambre de mujer. Con lo que un poco convertido en viejo verde, miraba sin ninguna moderación a esas jóvenes y guapas muchachas. Y se le hacía la boca agua si estaban un poco rellenitas y tenían donde agarrar. “¡Que es muy de españolas tener curvas!”. Pero no se crean demasiado todo esto, porque por mucho que hablara, no le hacía ascos a las más delgadas.
Cuando la Pepa se daba cuenta de que la mitad de la tropa las diseccionaba sin pudor, y que la desvergüenza y la falta de maneras era general, soltaba a grito pelado, “¡Sean ustedes un poco discretos, que son muy mayores!” y las chicas se echaban a reír, mientras sus novios apuraban sus cervezas, repelaban las tapas y se marchaban sin dejar propina.
En algunos momentos, el silencio se agarraba y se cebaba con alguno de ellos; incluso con los más dicharacheros. Esto era como el efecto del bostezo, que se traspasa de unos a otros. Con lo que el estado anímico decaía y se sentían más que viejos ancianos. Se daban cuenta de sus años, de que se reían pero ya no era igual; de que lo importante se les había escapado entre horas de trabajo y la desazón de no saber a donde ir. Y a veces, solo a veces, cuando la cosa iba a peor, cuando ni el Juanin regalaba sus toses, la dueña invitaba a ronda general; en esos instantes parecían una gran familia, y eran más que nunca toda una unidad.
Cuando pasaban los días ya nadie parecía acordarse de aquellos momentos. Todos se reprochaban de todo y discutían sobre las mujeres, la juventud, los vinos y el buen comer. Era entonces el momento en que todo parecía volver a ser normal y reaparecía en aquel ambiente la vitalidad. Ardiendo aquella cantina renovada de puro bullicio. “¡Que la esperanza es lo único que se pierde!” Pensaba la mujer, más señora y contenta que nunca. Y de nuevo, todas las historias volvían a comenzar.
Ya no quedan sitios así en las grandes ciudades. Este relato es una forma de guardar el recuerdo de lo que nunca debimos consentir que nos fueran quitando. El tiempo tiene un ritmo distinto en las tabernas de barrio. Gracias por el relato. Mi enhorabuena y mi voto.
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