Klaus Jorguensen se había vuelto invisible. Llegó a esa conclusión en la abarrotada Sala de Conferencias. Todo había empezado el día anterior con una llamada telefónica.
Ring…, ring…, ring…
―Sí, dígame ―respondió Klaus.
―Por favor, quisiera hablar con Klaus Jorguensen. ―dijo una voz atildada al otro lado del aparato.
―Señorita, está usted hablando con él.
―Señor Jorguensen, le habla la Secretaria del Prócer Mayor del Reino, quien tiene una importante noticia que comunicarle. No cuelgue, en un momento le pongo en contacto con su Excelencia.
Un clic precedió a la voz del mandatario:
―Sr. Jorguensen, le habla Wenien Faitelburn. Debo poner en su conocimiento que reunido el Comité de Sabios en sesión extraordinaria, éste ha acordado concederle el vigésimo primer Premio Quinquenal del Pensamiento. Tras un exhaustivo análisis de sus trabajos, estudios e investigaciones, y conforme a una valoración ecuánime, el Comité ha adoptado esta decisión por amplia mayoría. Mi más sincera enhorabuena, es un orgullo para nuestra sociedad poder contar con tan magnifico pensador a quien poder ofrecer humildemente nuestro más preciado galardón.
El breve discurso del Prócer dejó estupefacto a Klaus puesto que, aún conociendo que su nombre circulaba por los mentideros humanistas como uno de los posibles ganadores, eran muchos y muy ilustres los candidatos que optaban al premio. Tragó saliva y respondió al honorífico ofrecimiento.
―Muchísimas gracias, es una satisfacción para mí recibir distinción tan importante. Y aunque soy un hombre avezado en el arte de las letras, discúlpeme Señor Faitelburn si en este preciso instante no encuentro las palabras adecuadas con las que agradecerles tan desmedida valoración de mi trabajo.
―Esa humildad es propia del gran sabio que es usted ―dijo el Prócer. A lo que añadió tras una breve pausa―: Espero que no considere que este galardón sea un broche a su extensa y fructífera carrera, que pudiera serlo, sino un acicate para continuar con sus trabajos e investigaciones enriqueciendo todavía más el pensamiento de nuestra sociedad.
―Desde luego que así lo entenderé. Continuación que asumo responsablemente por la deuda que contraigo con la sociedad y el Reino en el día de hoy.
El Subalterno Primero del Reino permanecía de pie atento a la conversación que su superior mantenía por teléfono. Consultó el reloj y, como si de una súbita reacción alérgica se tratara, tres arrugas brotaron de su frente. Faitelburn alzó la mirada al olfatear la contrariedad del subordinado, momento que éste aprovechó para justificar su gestual interrupción: “los periodistas se impacientan, deberíamos dar a conocer al ganador oficialmente”. El Prócer asintió con la cabeza y se dispuso a poner fin a la charla telefónica.
―No lo interrumpo más Sr. Jorguensen, mi secretaria le informará de las formalidades que conlleva la concesión de este premio. Le reitero mis felicitaciones y sepa que será un placer saludarle mañana en la conferencia de prensa que se ofrecerá a los medios.
―El placer será mío, y de nuevo gracias. – dijo Klaus despidiéndose.
La televisión se hizo pronto eco de la noticia. En pantalla un especial informativo repasaba la figura de “El Sabio de los Libros” ―como ya lo habían bautizado―. El programa en cuestión alternaba datos biográficos con declaraciones y comentarios de personalidades de muy diversa índole. Un hombre de pelo cano respondía a una pregunta del entrevistador: “El Señor Jorguensen es lo que podríamos llamar un ratón de biblioteca”. Un rótulo a pie de pantalla lo identificaba como Tolú Lamg, prestigioso investigador con quien el galardonado había trabajado años atrás. Klaus percibió que los comentarios de su antiguo compañero carecían de matices admirativos, impresión que confirmó cuando lo calificó como un ser introvertido y asocial. El papel de telespectador empezaba a hacérsele incómodo, y más cuando el periodista se asomó sin miramiento a la puerta que había dejado entreabierta su interlocutor. Minutos después el televisor estaba apagado, y el nuevo miembro del selecto y reducido club de sabios intentaba conciliar el sueño, contando una a una las mentiras vertidas por su aparato receptor.
Carjuen no quitaba ojo de las manillas de su reloj de pulsera, habían pasado diez minutos y el Señor Jorguensen seguía sin hacer acto de presencia. Las palabras de la Secretaria del Prócer repicaron con fuerza sobre su cabeza: “si te retrasas un solo minuto ya puedes ir buscándote otro empleo”. Agotada su paciencia, entró en el edificio.
―Buenos días, ¿Es usted el portero del edificio? ―preguntó Carjuen al hombre de avanzada edad que ordenaba correspondencia sobre un pequeño mostrador.
―Sí señor ―respondió el anciano.
―Soy Carjuen Robens ―se identificó el chofer mostrando una credencial amarillenta―.Tengo órdenes de recoger al Señor Jorguensen y trasladarlo al Centro de Convenciones donde se va a celebrar una conferencia de prensa. Supongo que estará usted al tanto de la noticia.
―Desde luego, ayer la televisión y la radio no hablaban de otra cosa.
―¿Podría avisarle?, me estoy retrasando ―dijo Carjuen impacientándose.
―Un momento. Voy a llamarlo por la centralita.
El portero pulsó varios números en un panel repleto de teclas y se mantuvo a la espera. Transcurridos unos segundos volvió a repetir la operación sin obtener respuesta.
―No lo he visto bajar esta mañana, y no me he movido de aquí ―dijo extrañado el anciano.
―Será mejor que subamos a su residencia, puede que le haya ocurrido algo, o puede simplemente que se haya dormido ―aconsejó Carjuen, más preocupado por su futuro que por el del Señor Jorguensen.
Llamaron al timbre varias veces, pero nadie respondía. Fue el portero quien abrió la puerta utilizando su llave maestra. Tras un rápido registro comprobaron que el apartamento estaba desierto, sólo les llamó la atención una taza de café vacía y un trozo de tostada que descansaban sobre el fregadero de la cocina. “Le juro que no lo he visto salir”, dijo el portero adelantándose a la mirada inquisitiva del chofer.
Klaus apretó el paso y los dientes, por mucho que levantara la mano y se cruzara en la calzada no conseguía parar un taxi. Estaba realmente furioso, y no sólo porque tuviera que ir a pie hasta el Centro de Convenciones, sino por el inexplicable desplante que acababa de sufrir por parte del chofer del Reino, no recordaba tal desconsideración en sus setenta años de vida. Cómo era posible que se le hablara a alguien y éste no contestara, ni siquiera se dignó a mirarle a la cara. A punto estuvo de reprenderle, pero a esas horas de la mañana ya sería el hombre más famoso del Reino y lo último que le convenía era montar un escándalo. Ya tendría tiempo de informar al Prócer del comportamiento de su empleado. Una hora más tarde llegaba al Centro.
En la rueda de prensa no cabía un alfiler. Wenien Faitelburn salió al estrado e inició la comparecencia disculpándose por el retraso y responsabilizando del mismo a un contratiempo de última hora. Colocó la hoja que contenía sus declaraciones sobre el atril. La excusa preparada por el Subalterno Primero no se podía decir que fuera muy imaginativa, pero tampoco podía anunciar a los medios que el premiado había desaparecido. Se ajustó el micrófono a la altura de los labios y comenzó a emitir el comunicado.
Nadie cortó el paso a Klaus en su deambular por el Centro de Convenciones, por la sencilla razón de que nadie la preguntó a dónde iba. Los letreros indicativos eran los únicos que le proporcionaron una cierta reciprocidad comunicativa aquella insólita mañana. Ahora tenía claro que el incidente con el chofer no era un hecho aislado. Algo carente de toda lógica estaba sucediendo, y el análisis racionalista no le iba a proporcionar la explicación. Cuando llegó a la Sala de Conferencias se sentó en la silla que supuso le habían reservado y fue testigo presencial de las palabras con las que el Prócer justificaba su propia inasistencia por culpa de una repentina gripe. No se molestó en intentar sacarlos del error, Wenien Faitelburn y las decenas de periodistas que abarrotaban la sala no lo veían o no querían verlo. Klaus llegó a la conclusión de que era invisible a los ojos de toda aquella gente, y el porqué de esa invisibilidad no lo desvelaría hasta después de muerto.
Ya no quedaba nadie en la Sala de Conferencias, aunque yo seguía igual de solo que cuando estaba llena ―uno de los mayores inconvenientes de ser invisible―. Paseando entre las sillas desordenadas que en su estampida dejaron los periodistas me encontré un periódico que alguien habría dejado olvidado. Su parte central recogía un extenso monográfico sobre mi vida. Lo leí atentamente, tengo que reconocer que con ciertas reservas pues algo me decía que allí iba a encontrar la explicación que buscaba. Y no me equivoqué. La persona descrita por el reportaje nada tenía que ver con la imagen que tenía de mí mismo, era distorsionada e irreal. Acababa de dar con la solución a mi problema, nadie podría verme porque yo no era el hombre que les habían dado a conocer.
Minutos después me encontraba ante la disyuntiva más importante de mi vida. Todo lo que había aprendido se ponía a prueba en una sola decisión: seguir creyendo que los demás tenían una percepción errónea de mí y mantenerme invisible, o reconocerme en su punto de vista y volver a hacerme corpóreo.
Salí del Centro de Convenciones y caminé durante horas por la ciudad. Al llegar a un parquecillo, una niña me pidió la hora. Entonces, sólo entonces, al mirar a los ojos de aquella criatura, supe que había decidido sabiamente.
Magnífico relato sobre la idea del cervantino «retablo de las maravillas» (la pena de las coincidencias y las circunstancias azarosas después de los patéticos debates ¿políticos? entre el leonés y el gallego: la niña y sus ojos como claves de la ciencia reveladora).
Enhorabuena, Iván Marmi.
Es un excelente relato y muy profundo… Klaus Jorguensen recién adquiere sabiduría cuando con motivo de ser confrontada su identidad publicamente logra «vencerse» a sí mismo y con humildad acepta ser quien verdaderamente es…
Si, excelente relato. La verdad es que se queda uno con ganas de leer más.
Te deseo suerte en el concurso.
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