V Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen

5 marzo - 2008

20- Ángel a punto de caer. Por Lucky Luke

Al doblar la esquina dejé atrás, entre el semáforo y el quiosco de cupones, un tenderete atendido por una muchacha morena y de pelo rizado, que bostezaba sentada sobre un escabel ajena al espectáculo que yo le brindaba, que vendía en espuertas de plástico negro aceitunas aliñadas de la reina, gordales, manzanillas y zorzaleñas, con o sin hueso, algunas rellenas de pimiento morrón o de anchoas, y también altramuces en salmuera y hielo, y que se arropaba con la música imprecisa de un transistor muy antiguo y con un perrillo de ojos saltones e intensos tumbado entre sus piernas, al que le adornaba el cuello un pañuelo rojo rematado por varios cascabeles mudos, y el puente de San Bernardo.
Entonces me encontré en la acera derecha de la avenida Menéndez Pelayo, según se viene de La Pasarela. Me dirigí a mi nuevo domicilio pendiente de lo que pisaban estos náuticos muy deportivos, a los que ya les hacía falta un relevo y mucho más ahora, y oí el rumor del tráfico que a mi izquierda se apelotonaba, algunas palabras sueltas que estallaban como fuegos de artificio, la quiebra de la quietud que atesoraban las hojas de los árboles y ciertos pensamientos míos sobre ética y estética que se habían identificado con un charco de cristales rotos que era barrido, con parsimonia, por un empleado municipal, ahí no, sino allí, en la otra orilla, en la parada de autobús de enfrente.
Y vi a mi izquierda, al avanzar con reserva y precaución, cómo se sucedían lentamente los troncos de los árboles, las señales de tráfico y las farolas de doble foco de luz. Me fijé en que los límites de sus esferas se difuminaban, en que el relieve informativo de las superficies se reforzaba con sus colores planos blancos y rojos y en que las cortezas tanto cumplían con su función de recia cobertura, como servían de soporte para publicar notas informativas, y en que el mismo hecho se producía en los cuerpos verticales de las otras dos, que se parcheaban con papeles de amarillo gritón engomados solo en su parte superior, o de hojas de diversos tamaños sujetas con tiras transparentes de plástico autoadhesivo, cuyos contenidos, entre otras ofertas a cuál más genuina, consistían en ofrecer pisos en alquiler, cursos de dibujo y pintura, sesiones de quiromancía terapéutica, tardes y noches de bailes de salón y recompensas por animales de compañía extraviados.
Sin embargo, porque la carga y el transporte del cuadro Ángel a punto de caer me lo impedían, no me percaté de lo que iba dejando a mi derecha: la tienda de comestibles surtida de infinitas clases de caramelos, la editorial-librería cerrada a cal y canto donde habían envejecido sin futuro las portadas de los libros del escaparate, la joyería de mínima luna que ofrecía espléndidas rebajas por liquidación de todas las existencias, la sucursal de telefonía móvil donde una manzana mordida era el tentativo argumento publicitario, el portal de una vivienda de tres plantas y un torreón abierto a los cuatro puntos cardinales, el estanco de doña Luisantonia, quien siempre te sonríe para alargar la conversación, y la tasca que se encuentra en la siguiente esquina, donde la clientela que no se acoda en la barra o que no se apretuja en el minúsculo espacio disponible, siembra la acera de salivas, de restos de cacahuetes y de docenas de colillas, todo desperdigado por el suelo y a sabiendas de que el dueño, al finalizar la jornada, no lo va a recoger ni a depositar donde la oscuridad huele a metamorfosis podrida.
Salvé el bordillo y un golpe de claxon me advirtió que quien conducía se había visto sorprendido cuando el lienzo del ángel de considerables dimensiones, balanceándose con el artificio de un guiñol, con dos piernas por abajo, cuatro dedos en cada lado de mayor longitud y una cabeza pelona por arriba, se mostró en medio de la bocacalle con todo el esplendor de sus tintas monocromas. Me detuve, me giré, le ofrecí la espalda a la par que el envés del cuadro, un esqueleto de seis listones de madera y una tela de saco que desvelaba la primera capa de imprimación y una camisa marinera de mangas cortas marcada de sudor. Torcí el cuello y un peugeot gris metalizado y convaleciente estaba aguardando a que yo cruzase. Dudé si volver sobre las zancadas consumidas o continuar el vado que me ofrecía el paso de cebra, el ayuntamiento debería hacer algo, porque casi ni se aprecia de lo gastado que está. Por culpa de la indecisión, se tambalearon mis movimientos y pareció que bailaba con una pareja inabarcable a la manera mecánica de las academias para los ojos de los pocos presentes y transeúntes que estaban presenciando el lance.
–¿De qué vas? Pero… ¿qué estás haciendo, tío? ¿Me estás vacilando o qué?
Me molestó que unas gafas finísimas y una melenita caoba muy bien dispuestas sobre una nariz respingona y unos hombros desnudos, se dirigieran a mí de semejante forma, con tal selección y combinación de elementos procedentes de una tabla periódica pobre pero soberbia, y supe de inmediato que el esfuerzo de exponerle mis argumentos no merecían la pena. Así que decidí tomar aire, inflé todo lo que dieron de sí los dos carrillos y, como si fuera a zambullirme en las aguas de un único océano, me planté de un salto a pie juntillas en el siguiente tramo de acera bajo el disfraz de una cómica sonrisa, laboriosamente ensayada ante el espejo día tras día, mientras prestaba mis servicios de soldado oficinista en una agrupación logística.
–La obra está firmada por Martínez Camacho, de Utrera –le dije circunspecto–, por si no se había dado usted cuenta, señorita.
–¿Qué? ¡Anda, no te jode!
La nariz y, sobre todo, los hombros se le irritaron más de lo necesario, pero supuse que ella no tendría toda la culpa, que tampoco era para tanto, mujer, que su estado sería un efecto de una causa anterior, de un novio, de un jefe, de una llamada telefónica, de una conciencia retrospectiva, tampoco le iba a dedicar más tiempo, ni interés. Ella aceleró el coche y lo frenó bruscamente y volvió a ponerlo en marcha hacia la derecha, no había otro camino, ocupando a escasa velocidad el carril de los tussam y los taxis.
Mientras ese instante sucumbía casi al mismo tiempo que había emergido, nos hallamos en la misma línea imaginaria, perpendicular a la avenida, y fue entonces cuando cruzamos las miradas. Antes de que me sobrepasara, ella comprobó qué era lo que yo llevaba en las manos.
–Sí, hombre, sí, un hombre calvo y con gafas que no tiene otra ocurrencia que atravesar una callecita así de estrecha, eh, así de estrecha, llevando un cuadro enorme, un cuadro que necesitaría por lo menos dos personas para ser transportado con cierta seguridad, un cuadro de una mierda de medusa saliendo de una luz, un gilipollas, con cara de eso, de gilipollas, con barba canosa, que encima va y me dice no sé qué de uno que es de Utrera, de Utrera, ¿qué te parece…?, y es que la gente está tela de mal, de verdad, muy mal, fatal, vamos– esto, con estas palabras y esos juegos de vaivén con la melena, le diría media hora más tarde a su compañera de mesa de trabajo para excusar su retraso.
Lo probable fue que estuviera asustada, o nerviosa, o malhumorada, y lo fehaciente, que la dirección asistida, como la lavadora, es otro grandioso invento que ha propiciado el logro indubitable de la equiparación entre hombres y mujeres y que estaba viendo el cuadro al revés, confundiendo el ángel que se libra, de momento, de la funesta caída con un cuerpo gelatinoso que huye de la luminosa magnitud. Por supuesto, no reparó en la fábrica humana de la cúpula, ni en el prisma triangular caleidoscópico, ni en las tres constelaciones, ni en los armados ángeles infernales, ni en las suaves veladuras que consiguen el sutil contraste entre el cielo y la tierra. Fue que no tuvo tiempo la muchacha del poderoso lunar en su escote, porque las circunstancias no eran las propicias, pues un autobús, naranja estridente y gallito pendenciero, le instó a que se apartara con el exercivo ímpetu de un bocinazo, el de la seguridad de que podía campar a sus anchas por sus respetos ya que no se encontraba en corral ajeno, para invertir en su aprecio y deleite.
De haberlo hecho, habría comprendido por qué estos ángeles, como mis libros y el ordenador portátil, me acompañan siempre allá adonde voy y que mi preferido es el protagonista, el que ocupa la parte central del cuadro, que parece que se besa a sí mismo buscándose con los labios la otra mejilla y con la punta de las alas el primer rincón de su cuerpo, que recuerda la leyenda primigenia que cuenta cómo los ángeles, una vez descubierto el amor propio y satisfechos por ello, se lanzaron a la conquista de la carne compartida para darles sentido concreto a sus espíritus celestiales. Aunque ellos, mis quinientos y pico de volúmenes y este toshiba mío, tuvieron más suerte: ya estaban aguardándome impacientes en el nuevo piso de Atanasio Barrón y ninguno de ellos presenció el funesto episodio que acabo de relatar.
–Sí, lo sé. Te lo debería de haber contado en cuanto llegué. Pero tampoco era el momento.

19- La invisibilidad del Sabio. Por Iván Marmi
21- Mi experiencia con el cáncer. Por Cosa


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Participantes

Mery:

Qué poquita gente podría hacer, de un simple recorrido calllejero, este gallardo relato ético-estético. Pura delicadeza disfrazada de cotidianeidad.
El Angel a punto de Caer puede que te dé una alegría con unos de los premios, quizás eso lo redima del todo.
Suerte, Lucky


Todo x:

La leyenda del angel caido siempre me ha parecido superactractiva.


bobdylan:

Aunque el relato está bien escrito, me ha costado sin embargo cogerle el punto, porque quizá esperaba algún acontecimeinto espectacular. No obstante, la prosa está bien hilvanada y junto a momentos de belleza, no carece de rasgos que hacen sonreír.

Te deseo suerte en el concurso.


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