Se acerca la hora de la misión. Me he sentado en uno de los bancos al otro lado de su casa para verla llegar. Consulto el reloj por última vez: diez minutos sobre la hora registrada por la vigilancia. Miro el cielo, finalmente fue el sol el que ganó la batalla. Quién ganó la batalla, mi batalla. Calibro, ¿cuántos años? ¿Doce, quince? Demasiados. Vendavales de olvido que se llevaron los últimos posos de aquella historia. Hoy he estado buscando algún rastro por las calles de esta ciudad; el sirimiri, esa lluvia que sólo moja a los tontos, ha erizado mis cabellos, ha empapado mis ropas, también la vieja cartera que ahora cobija su fotografía, su historia (pero no su historia verdadera). Siempre regresa caminando desde su despacho en el Juzgado, apenas tres manzanas, objetivo asequible: siempre los mismos horarios, siempre los mismos ojos color miel. Dos niños se detienen ante el portal de su casa, las carteras a la espalda. Se acabó la jornada y van hablando de niños magos, de héroes y de batallas mientras mordisquean su merienda, golosinas de grasa. Contra ellos no es, mejor que se alejen.
Hoy llovía desde muy temprano; sin embargo, esta mañana he encontrado cientos de turistas: antes nadie venía por estas tierras, demasiado miedo. Presentan un aspecto desganado y festivo cuando merodean en torno a ese nuevo museo, que hace años tampoco existía. Me he detenido a contemplar la inmensa mole, sinuosas curvas de acero o de hierro o de titanio, quién sabe. Quieren que dure para siempre y utlizan materiales indestructibles. Ilusos. Una decisión de arriba, un objetivo poco vigilado… y zas, ya está, os quedasteis sin museo. Antes me conmovía esa sensación de ser el dueño del mundo, ahí está tu museo, ahí estás tú… mientras nosotros no digamos lo contrario. Somos como DIOS, así, con mayúsculas. Ahora ya no sé si me gusta o si me conmueve. No me agradó que me dieran esta misión. Nada de implicarse, ¿sabes? Es la lucha armada, compañero. O ellos o tú. O ella o yo. Ya no llueve. Dos turistas se me acercan, señor, una foto por favor. Cómo no, la mejor de mis sonrisas, no despertar sospechas, un disparo al botón, sí, de eso sé bastante. Sonríen estúpidamente, como todos los turistas en todas las fotos: el cuello erguido y sin saber muy bien cómo disponer los brazos. Clic. Muchas gracias, señor, no hay de qué. Bye-bye, agur. Se marchan felices, pronto abandonarán esta ciudad, pero yo no me voy, aquí me quedo. Con la maldita misión de esta tarde.
En este lugar, antes del museo había un descampado que la fuerza de la costumbre convirtió en cementerio de barcos. Alguna vez nos acercamos, ella y yo, y dábamos aire a nuestros amores secretos. Nada de implicarse. Con nadie. Mucho menos con una futura fiscal o magistrada, qué más da. Lo primero es la lucha, compañero. Mirábamos en silencio los hierron retorcidos como entrañas. Yo pensaba en la derrota y procuraba que nuestros ojos no se encontraran. Allí nunca había turistas; alguna vez se veían maleantes, muchos perros callejeros, alguna rata. Pero ahí, entre los barcos muertos, podíamos respirar hondo, hablar alto, caminar sin detenernos a buscar los ecos de otros pasos, jugar a inventarnos otras vidas. Renuncia, Iñaki, podrán comprenderlo, te ayudaré a esconderte. Mis ojos en las tripas de los barcos, patéticos sarmientos implorando ayuda. Pero yo no quiero ayuda, no quiero conocer la derrota. No te entiendo, Iñaki. No, no me entiendes.
He continuado mi paseo. Me interno por la cuadrícula de calles que conducen a la Gran Vía. Semáforos ultramodernos, diseño urbano en todas las esquinas. Adornos de mona vestida de seda. Mujeres de elegantes melenas rubias, colgantes de oro y abrigo de piel, aunque no haga frío. Caminan sonrientes, charlando animadas, a veces se agarran del brazo para sentirse más fuertes. Saben que tienen algo que temer. Es la lucha armada, compañero. Hombres de traje azul oscuro y corbata de color brillante: avanzan a grandes zancadas, ojos de lince, es gracias a nosotros que esta sociedad marcha. O ellos o tú, compañero. Pero también aquí caminan muchos hermanos. Esos rasgos alargados de pureza de sangre, ojos verde pino, pómulos arcaicos de reliquia prehistórica. Este era mi pueblo. Hace diez, quince años, demasiados. Ahora mi pueblo son los comandos, las huidas, la frontera. Sin embargo, sigo luchando por ellos. Noto en el estómago un ardor de guerra trasnochada. Me doy cuenta de que tengo hambre y encamino mis pasos hacia la calle de las tabernas. La lluvia ha dejado en el aire un rastro de humedad. El sol perfora las nubes y recalienta el ambiente creando la pesadez propia de esta ciudad: nunca se sabe si es verano o invierno. Excepto por los abrigos de piel. Ellos son hoy mi calendario. Ellos y la misión de esta tarde. Una fotografía que me quema en la cartera. Una decisión tomada, el comando se desplaza, no hubo tiempo para despedidas.
Ahora otros jóvenes de etnia pura dificultan mi paso por la estrecha calleja. Apoyan sus vasos en los techos de los coches aparcados, o se sientan displicentes sobre el motor. Levantan la barbilla, desafiantes, ojalá que algún dueño se atreva a increparnos; estamos deseando enfrentarnos, demostrar que somos nosotros los dueños, los de la calle. Me acerco a la esquina, me sorprendo. Todavía existe nuestra vieja taberna. Sobre la puerta, una sábana desplegada convoca, con letras rojas como la sangre, a la próxima manifestación. Dentro del local, fragor de muchedumbre, vaho de vino y de lluvia errante. Como un ejército dispuesto a atacar, las tapas se alinean sobre la barra. El humo de los cigarrillos planea directamente sobre ellas, el suelo lleno de servilletas de papel que nadie se molesta en retirar, al cuerno con la higiene, esto es la taberna, aquí se viene a tomar chatos, ¡aúpa!, todos se conocen, a mí ya no me conocen aquí. Tampoco veo a Manolo, con ese delantal blanco que besaba el suelo y se le enredaba en los pies al servir los vinos. Como un camarero a la antigua usanza. Qué os saco. Lo de siempre, Manolo; ¿y para ella?, para mí también. Siempre tratando de integrarse, pero el amor está por encima de todo, Iñaki. Tú no lo entiendes. No, no lo entiendo. Apuro mi bebida de un trago, apagar la guerra, la guerra trasnochada. Mis dedos acarician la húmeda cartera donde se esconde su imagen. Captada abriendo la puerta de su coche, ajena, inocente al ojo que la espía y dispara la foto. Apretar el botón, sí, de eso sé bastante. Los dos turistas me sonreían sin saber que soy yo el que decide su vida o su muerte. Pero con ella la decisión está tomada, no la tomé yo, cumplir la misión, es una de ellos, sentó en el banquillo a demasiados compañeros. Ella sola se lo buscó. Inocente, ajena en la foto, con sus ojos color miel concentrados en la cerradura que en un instante se abrirá. Viste una camiseta de verano sin mangas, sus brazos torneados, el mismo cuerpo estrecho, las suaves curvas, cuántos años, doce, quince, demasiados, los hombros dorados. La algarabía de la taberna se intensifica, me noto mareado, el estómago aún vacío. Miro hacia el camarero, me estaba observando, Manolo, algo para picar; ¿también para ella?, también. Máxima alerta, por qué me mira, éste es mi territorio, ¡aúpa, compañero!, las letras de sangre sobre la puerta, por qué esa mirada: me observa, ¿te saco algo para picar?, dale; por eso miraba, falsa alarma. ¿Ya no está Manolo?, no, yo soy Jokin. De un solo bocado, devoro dos pinchos rezumantes de aceite, ansias de lobo hambriento, apagar ese ardor que me quema. Siento un hilillo de grasa que se desliza por mi barbilla, detengo su recorrido con una servilleta de papel y la arrojo al suelo, sin mirar dónde cae, al cuerno la higiene. Encima de la barra, las aspas de un viejo ventilador revuelven el aire, olores húmedos de cocinas, remolinos de grasa. Ya no hay ardor guerrero: hay naúsea, naúsea de aceite y de sangre. Intento pensar en otra cosa. Me vuelvo, apoyado en la barra, para observar a la gente que me rodea. Son cachorros de guerra, proyectos de futuros compañeros, este idioma es sólo nuestro, la pureza de sangre. Así, como éramos nosotros entonces; yo, ella no: ella trataba siempre de integrarse, el amor por encima de todo. Duele imaginarla ahora aquí, entre ellos, ya no trata de integrarse. Me mira con sus ojos color miel y me ofrece sus brazos cimbreantes, camiseta sin mangas, atenta a la cerradura, ajena al disparo, qué has hecho estos años, cuántos, diez, doce, demasiados. Qué he hecho estos años. He estado luchando, Carmen, he estado luchando. ¿Has ganado? No sé si he ganado, ahora ya sólo siento la naúsea. Ni siquiera te despediste, por qué has venido, Iñaki, si ya sólo sientes naúseas. El amor por encima de todo, Carmen.
Un sudor frío empapa ahora mis sienes. Me seco despacio con otra servilleta que no arrojo al suelo, al cuerno la taberna. Dejo unas monedas sobre la barra, una de ellas se escapa rodando, se desliza sobre la madera, Manolo la atrapa con un requiebro de mago, te quedas la vuelta, Manolo; gracias, me llamo Jokin, ya te lo he dicho. Me abro paso entre la gente, trato de ganar el baño, a veces debo empujar con los codos, el líquido oscila en los vasos de los cachorros, como un balancín que se desborda, algunas gotas de vino se estrellan en mi ropa, la sangre que salpica tras el disparo, otro cabrón ajusticiado, a veces me mancha el rostro, las gafas y entonces lo veo todo rojo, rojo de sangre, rojo de rabia, ya sube la naúsea, las sienes de hielo… Vomito en el baño. Las rodillas siguen temblando, parecen de lana. Acomodo mis ropas, me mojo la frente, no despertar sospechas.
Se acerca la hora de la misión. Encamino mis pasos hacia el domicilio que figura en su dossier (que no es su verdadera historia), el que se esconde en mi cartera, todavía mojada, a pesar del sol, el sol que finalmente ganó la batalla y que ahora pica y calienta mis hombros, sus hombros redondos, mi nuca, disparo en la nuca, que nunca se encuentren los ojos, los ojos color miel. Me siento en uno de los bancos al otro lado de su casa, vigilo su llegada, el arma oculta. Los niños se alejan, contra ellos no es. Miro el reloj, ya se aproxima, me levanto, las rodillas de lana. Camina distraída, un abrigo de paño le cubre los hombros, los hombros dorados. Recuerdo sus brazos en la foto de la cartera, está húmeda, pero me quema, sus suaves curvas, cuántos años, demasiados. Emboscado al amparo de un árbol desnudo, espero a que pase de largo, buscar su nuca. Casi me roza al pasar, un segundo agazapado para aspirar su aroma, aroma a miel, mi mano al arma, un paso adelante, su nuca, controlar la naúsea. Ella ha oído el rumor de la duda y se vuelve. Sus ojos color miel. La lucha armada, o ellos o tú.
Entonces, ella.
Por qué has venido, Iñaki.
Quería ganar la batalla.
No está del todo mal el cuento, pero lo encuentro un tanto «impostado»; la primera persona se suele emplear impregnar de subjetividad a la narración, pero tu la empleas casi como se tratase de la tercera, y el texto resulta demasiado asertivo para ser primera persona. Además, cuando uno trata de hacer un final sorpresivo, si resulta previsible lo estropeas.
A pesar de todo es entretenido.
Saludos y suerte.
Muchas gracias por leer y comentar, William Cullen.
Creo que la rotundidad del título destierra cualquier intención de «final sorpresivo», como tú dices, que, personalmente, suelo tratar de evitar, pues me parece que la magia de un cuento debería estar en su desarrollo, y no en la mayor o menor sorpresa del final, a menudo irritante, pues se suele basar en el engaño al lector.
Me alegra haberte entretenido.
A mi me ha gustado, me ha mantenido atenta a lo que podría suceder, un tanto angustiada. Lo mío no son las críticas literarias pero me ha parecido un buen texto.
Un saludo y suerte.
Muchas gracias, Delgadina.
Si, la verdad es que consigues crear una atmósfera cerrada y agobiante, y que desde el principio se avista el final dramático y se percibe un olor a sangre que se va extendiendo por todos los renglones.
Suerte en el certamen.
Gracias, bobdylan.
Leal, me ha gustado el relato. Especialmente me gusta como has tratado la angustia del protagonista, con pensamientos que constantemente se repiten martirizando al personaje. Para ponerle un pero, yo hubiera preferido un final más trabajado para evitar darle el aire de «sorpresivo» que me ha dejado. Aún así te felicito.
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