El aceite comienza a humear en la sartén sin darme tiempo a acabar de picar la cebolla. Bajo el fuego y resoplo cansada apartando el flequillo que me cubre los ojos molestándome todo el día; ya va siendo hora de ir a la pelu. Busco mi reflejo en los azulejos mientras sigo cocinando mecánicamente. Me veo agotada, me siento sudada, desatendida, sucia. La cebolla comienza a transparentarse y añado el ajo bien picadito, para que él apenas lo note, aguantando las ganas de darme una ducha y meterme en la cama, arropadita buscando esas primeras horas de sueño que para mi son siempre las mejores, a veces las únicas. Todo depende de cómo vuelva del bar, de las copas que hayan caído, de lo ganado en tute o de cómo haya acabado el partido. Pero ese primer sueño lo duermo tranquila, sabiéndome a salvo, solo turbada por el absurdo de dos sentimientos que se enfrentan: la ilusión cotidiana de que no vuelva y el miedo de que se cumpla y verme sola. Salpimiento la carne, mitad ternera mitad cerdo, y comienzo a amasarla añadiendo paulatinamente el huevo batido y pan tostado finamente molido.
Un ruido en la puerta marca las ocho y me devuelve mentalmente a esa cama, un poco más tarde, cuando él gira la llave y yo, en el acto, me despierto manteniendo los ojos cerrados, callada, atenta. Una vez más, el olor del alcohol llega a la habitación unos segundos antes que sus manos a mi cuerpo, reclamando hacer uso del matrimonio, por las buenas o por las otras, tanto le da. Aun magullada del último envite, le dejo hacer para evitar más golpes, conteniendo el asco solo para no hacerlo más real, ya que a él poco le importa. La masa comienza a ligar, es el momento de enharinar y envolver las albóndigas, pequeñitas, como me enseñó madre cuando me preparaba para el matrimonio. Culinaria, mi única formación, aunque cierto es que para esto no hay preparación posible. Se aprende cada día. Con el paso del tiempo te vas dando cuenta de que ayer fue igual que otros tantos días tachados y en poco difiere de hoy o lo hará de mañana y te vas acostumbrando; tanto que se te despista el propio hartazgo. Siento que se me olvida algo.
Al comenzar a freír las albóndigas me pregunto qué hago yo preparando tanta cena solo para dos. Cierto es que a mi Juan de siempre le gustó cenar fuerte y que yo, de novios, por darle gusto, cogí la costumbre de prepararle cada noche dos platos contundentes, uno invariablemente de cuchara. Aterrizo de nuevo en el presente con la frase “pues hoy tocan albóndigas” escapándose sin control de mis labios. Oigo cómo se cierra la nevera y el ruido de una chapa al caer al suelo. El tiene su cerveza y las noticias y yo mi mundo, justo en la habitación contigua. Vuelvo a la receta añadiendo un tomate bien escogido, con el punto de maduración adecuado, troceado con cariño, unos guisantes frescos y un chorrito de Albariño.
Ahora caigo, se me ha olvidado el jamón y, en este punto, ya no hay posibilidad de incorporarlo a las albóndigas. No me resigno, voy al taco de los cuchillos, cojo uno pequeñito bien afilado, con el que me doy maña, y corto unas lasquitas. La idea es mezclarlas con el perejil bien picado para coronar el plato en sabor y presentación. Quedará redondo. Me parece tan ingenioso que un atisbo de orgullo me llena de placer y me regalo un “bien hecho” para celebrar la ocurrencia al tiempo que siento una palmada en el culo y en el mismo acto me doy la vuelta y hundo el cuchillito en su vientre con euforia, dejando que mi mano juegue en su interior, sin miedo, sin dolor, sin prisa.
Ya solo falta picar el perejil, pero no aparece, siempre se acaba cuando más lo necesitas. Me da pereza bajar a esta hora pero me puede mi vanidad de cocinera así que a por ello. Al acercarme a la mesa para coger el bolso resbalo y tengo que apoyarme en ella para no caer. Cómo lo está poniendo todo – pienso- pero no importa, este suelo friega bien. Mejor me doy prisa que casi son y media no me van a cerrar. Dejo las albóndigas al mínimo, voceo “bajo al super” ya tirando de la puerta y disfruto del sonido de mis tacones en las escaleras de madera.
Al entrar al super veo como Manoli se prepara para cobrar a una señora mayor que está empezando a colocar la compra sobre la cinta. Tras ella dos chicos jóvenes cuentan unas monedas, miran la cesta y vuelven a contar. Saludo con un “no tardo” a modo de disculpa por la hora y me voy directa a la frutería. Junto a la báscula hay un rollo de papel de cocina, tomo un par de hojas y me limpio un poco las manos, odio tenerlas pegajosas. Cojo el último manojo de perejil, respiro con fuerza y corro a la caja contenta, providencial el último manojo. Trato de ponerme a la cola pero esta se abre a mi paso. Todos me observan haciéndome sentir incómoda pero como siempre he pensado que a la suerte se la mira de frente opto por agitar el manojo de perejil, alzándolo sobre mi cabeza para que lo vean bien, mientras anuncio con voz moderadamente alta “Tan solo llevo perejil, si no les importa paso que tengo la cena en el fuego”. Manoli parece ida, no sé cómo puede trabajar de cajera siendo tan despistada la chiquilla. Le dejo 50 céntimos y voy hacia la puerta. Ya en la calle siento frío y trato de cerrarme el abrigo pero se me hace difícil con el cuchillo en la mano. Lo miro, está mellado y sucio, en ese momento me doy cuenta, y anoto mentalmente “llevar a afilar”.