Tomo drogas todos los días y eso es bueno. Mi psiquiatra me receta un medicamento muy caro que a mamá no le cuesta tanto. Por lo visto tengo una tía, -Seguridad Social-, la llaman, que se hace cargo, y lo paga. SS ayuda mucho a mi mamá, ya que en casa nunca entra un tal Euro y eso a mamá le agobia mucho. Estoy deseando conocer a Euro, y aunque no le diga nada, le cogeré de la mano y lo meteré en casa con fuerza, como yo sé hacerlo. Entonces miraré a mamá y ella se pondrá muy contenta porque al fin tendrá a Euro cerca de ella. Le tengo mucho aprecio a SS, ya te digo, aunque nunca la he visto. Debe de ser guapísima, seguro, como yo, que también lo soy. Me miran a la cara y lo dicen: -¡Pero qué guapo es este niño!-. Yo me escabullo como una lagartija y corro hacia algo que me motive más, como una barandilla de la que colgarme o una ramita recogida del suelo con la que dar golpecitos y a la que mirar así, al tras luz. Me encanta quedarme encantado con mis cosas. Mamá dice que sin mi medicina no podríamos vivir ninguno de los dos; que me vuelvo hiperactivo, nervioso, violento, insolente y rabioso. También dice que en mal hablado, no. Que ya le gustaría a ella que me diese por hablar, aunque fuese mal.
Creo que la doctora, a mamá, no le cae muy bien:
-Le dedica diez minutos al niño cada tres meses y con suerte-, les dice a las vecinas. Ellas me miran con cara de pena y balbucean palabras de ánimo, compadeciéndose de los dos. Yo pienso: “Brujas, compadeceos de vosotras mismas, que sois unas cornudas.” O eso dice mamá. Pero por más que miro de frente, de lado o guiñando un ojo, no consigo verles la cornamenta. Cuando me animo, les toco el pelo, – a las brujas-, y busco y rebusco en sus cabezas, pero nada, los cuernos no aparecen. Mamá se incomoda mucho: -Ya veis, le ha dado por los pelos-. Quiero decirle que no, que me ha dado por los cuernos, pero sería tan difícil de explicar que opto por callarme y no decir nada.
-¿Has notado algo con la dieta libre de gluten y caseína?, pregunta la doctora.
-Noto pocos cambios. Lo más significativo es que ya no corre en línea recta. Ahora da círculos sobre sí mismo.
La doctora pone cara de aburrimiento. Piensa en sus próximas vacaciones de verano.
-Pero no se crea -continua mamá- me viene bien. Ahora, cuando coge algo en el mercado y sale corriendo, es más fácil atraparlo.
Mamá tiene que salir de la consulta para que la doctora trabaje conmigo. Nos quedamos solos, me mira y dice:
-Tú ponte a jugar que yo tengo mucho trabajo.
Y se concentra frente a la pantallita en la que escribe unos informes que vienen a decir siempre lo mismo; “Este niño no tiene solución.” Pero con palabras mucho más complicadas que nadie entiende. Después, la doctora y yo salimos de la consulta cogidos de la mano.
-Le he hecho una serie de pruebas y va todo muy bien.
-¡Mentira! quiero decir yo, pero no lo digo, para que mamá no se disguste.
-Que siga tomando sus medicinas y haciendo dieta.
Y nos marchamos con la promesa de volver a los tres meses. Entonces salimos del centro de salud y vamos a la farmacia.
-¿Lo de siempre?
-Lo de siempre-, responde mamá, como si se tratase de un cliente de taberna que acostumbra a beber lo mismo todos los días. La dependienta recoge la receta que mamá ha dejado en el mostrador y dando media vuelta se dirige a la estantería en la que reposan mis “gotitas de la tranquilidad”.
-Qué, ¿Cómo va el niño?
-Va-, responde mamá, que no tiene ganas de charla después de ver a la doctora. Piensa que tiene que ser la única psiquiatra que cuando vas a verla, sales más deprimida de lo que estás.
Me dejo llevar por las calles calurosas de tardía primavera y por el zumbido de un par de abejas que coquetean a nuestro alrededor. Sufro uno de mis ataques de risa que ponen a mamá tan nerviosa.
-¿De qué te ríes?, pareces un loco cuando te comportas así-. Intento decirle que me siento feliz, que no se preocupe por nada, pero no sé cómo hacerlo. -Tienes que saber que la gente no se va riendo por la calle sin ningún motivo-, sentencia mamá.
Cuanto más habla más me río yo. “Tengo motivos mamá: me gusta pasear contigo, coger tu mano, salir corriendo cuando te paras a hablar con alguien, sentir tus besos por las mañanas y olerte cuando te perfumas, y cuando no, también. ¿Ves como tengo motivos para reír?”. Pero mamá ocupa su tiempo charlando con el policía de barrio, que es como parte de la familia de todos los que vivimos por allí. Luce bigote y gafas Rey-Ban -Como tiene que ser- decía. Mamá le pregunta por la bicicleta que nos han robado del portal de casa: -Que hay que tener mala sangre para robarle la bicicleta al Chico.
A mí, la bicicleta me trae sin cuidado. Es más, cuando desapareció respiré aliviado, pues nunca me vi seguro en esa máquina infernal que provocaba las risas de los demás niños. -Tienes que aprender sin las ruedecillas de atrás. Así no se reirán-, decía mamá.
La miro con la esperanza de marcharnos, pero sus ojos brillan reflejados en las Rey-Ban del policía, se enreda mechones de pelo en su dedo índice y sus caderas se doblan de tal forma que sus pechos adquirieren una posición de firmes que me obligan a terminar con todo aquello.
-¡La pistola no se toca, Chico!-, dice el policía dando un paso hacia atrás.
-¡Aguafiestas!-, me dice mamá cuando nos quedamos solos.
Paramos en nuestro bar favorito. El camarero saluda a mamá y ella le devuelve un “hola” perezoso y obligado. Después de servirnos, -mamá se pasa mi dieta por el forro- sale de la barra para hacerme cucamonas, pero lo que en realidad quiere es quedar bien delante de mamá. “Este tío es un pesado,” así que lo esquivo antes de que pueda tocarme y me dirijo a una máquina repleta de lucecitas y botones en la que un señor echa monedas. Las luces siguen una serie determinada de movimientos; primero en línea recta, después en forma vertical, ahora una pausa, para acabar, al fin, con una apoteosis final de luces que forman círculos que se encienden y apagan al ritmo de una música marciana. Todo esto, unido al olor que sale de un urinario cercano nubla mis sentidos hasta el punto de tener que golpear aquellos botones, sumido en uno de mis estados de alienación mental.
-¡Largo de aquí, chaval!
Me alejo, pero aquello es divertido, así que decido jugar con aquel señor que se enfada cada vez que me acerco. Consigo alcanzar los pulsadores un par de veces más hasta que el señor cabreado se dirige a mamá:
-Señora, déjese usted la charla y ocúpese del niño, que no para de molestar.
-¡Qué poco aguante tenemos!-, contesta mamá.
El camarero aprovecha:
-¿Ves?, necesitas un hombre que te eche una mano con el Chico. Y tú ya sabes que yo estoy dispuesto…
-Eres muy amable, pero estas cosas no se programan. Tienen que surgir, saltar la chispa… No estamos hablando de un negocio…
-Te equivocas. Todo en esta vida es un negocio. Y tú harías uno bueno; un hombre que te proteja, seguridad económica…hasta podrías dejar de trabajar.
-¿Y el amor?-, pregunta mamá.
-El amor no existe-, dice el camarero.
Nos envuelve un olor a aceite requemado. La chica de tez morena que maneja la freidora, vuelca en ella cantidades exageradas de algo congelado que produce un ruido formidable y una nube de humo, que el extractor, igual de aceitoso que la freidora, no consigue aspirar. Cuando la nube desaparece, todos los que estamos allí olemos a rebozado. Y el suelo, de grasiento que está, se presenta ante mí como una pista de patinaje por la que mis zapatos se abren paso entre servilletas de papel usadas, palillos mordisqueados, restos de fritos, huesos de aceitunas, cabezas de gambas y algún que otro escupitajo amarillento . Al poco, aparece el camarero con una bolsa de serrín que va esparciendo a puñados. Algo similar a dar de comer a las gallinas. Aquella mezcla se convierte en una masa difícil de evitar, e incluso diría yo, con vida propia, por lo que mamá decide que ha llegado el momento de marcharnos.
-Que te vaya bonito-, dice mamá, a modo de despedida.
-Lo mismo digo, princesa-, contesta el camarero mientras termina de sembrar de serrín el suelo de nuestro bar favorito