El médico chasqueó los dedos frente a mi. Se me había quedado esa cara de tonto que no sé muy bien cómo describir. Esa en la que te quedas como suspendido y te dicen aquello de “¡eeehh vuelve!”. Sin más volví a prestar atención. Me disculpé y le pedí al médico que me repitiese todo aquello de nuevo. “Mire no tiene mucho que contar. Las enfermedades pueden estar catalogadas, ser más o menos conocidas o simplemente raras. Me temo que estamos frente a una de esas que ocurren muy de cuando en cuando, sin razón aparente y sin más explicación que alguna mutación genética que desconocemos, o tal vez halla sido algo que surgiese por puro azar. Podremos aliviarla y tal vez hasta controlar alguno de los síntomas, pero no conocemos la cura”.
Odio esa manía corporativista de hablar en plural que tienen algunos profesionales “No conocemos, podremos…” algo así como una forma de repartir la culpa entre todo el colectivo y así no tener que aceptar responsabilidades. Pues bien, “no conocían” cura, por no saber, no sabían ni qué nombre darle a ese mal que nos separaba y del que no parecía que hubiese ninguna referencia médica, a no ser que fuera en alguna novelucha de Ciencia Ficción. Era difícil dar crédito a lo que ocurría frente a mi, pero era cierto. Una enfermedad no contagiosa pero que podría matarla al entrar en contacto con algún agente externo. No debería tocar nada que no estuviese tratado siguiendo todo un proceso de desinfección y vivir en un habitáculo especialmente ventilado, completamente hermético, separado del mundo gracias a un colchón de aire.
La pregunta me asaltó con la necesidad de un lactante por el pecho materno “ ¿Y yo qué?” ¿Qué se supone que debería hacer ahora? De golpe y porrazo los pocos planes que se me ocurrían compartir se habían esfumado. Algo tan común como ir a la compra dejaba de ser algo posible. Levantarse por la mañana y tropezarse en el baño, darle una taza de café, porque sí. Algo peor, no poder besarnos, oler su piel salada o rozar su nariz como los esquimales.
De repente me vino encima el recuerdo repentino de lo que me parecieron millones de pequeños momentos que no fui capaz de apreciar cuando los tuve. Cosas que daba por hechas o que incluso rechacé entonces, al creer que eran un exceso empalagoso de cariño. Aquellos bombardeos de besos por toda la cara que me impedían quedarme dormido, o esa manía que tenía por rodearme con sus brazos por la espalda, diciéndome que era un abrazo de oso. Eso no ocurriría más, nunca más. No los podría tener porque el contacto más mínimo con el exterior la mataría sin remedio en poco tiempo. Arriesgar una salida de aquel colchón de aire sería únicamente causa de empeoramiento y esa desmejora, podría descontrolarse, salirse de los cálculos de los médicos. Correr riesgos en una situación así sería jugar a la ruleta rusa. Un paso de más, una inhalación de aire con algún elemento que pudiese afectar a su inexistente sistema inmunológico, podría convertirse en un final dramático, un disparo de bacterias, para nosotros inofensivas, pero que sin embargo la reventaría como a un globo. Se marchitaría a la misma velocidad que un hielo se derrite al sol. Al menos así eran las descripciones de los que la cuidaban y que no daban lugar a alimentar esperanzas de recuperación.
Mis sueños aquellos días eran fáciles de imaginar. Recurrentes soluciones milagrosas aparecidas en Internet, en las que se mezclaban ungüentos milenarios con el último fármaco desarrollado en una estación espacial y que era la solución a los males médicos del siglo XXI. Otras veces, simplemente hacíamos el amor como antes, como al principio, con los tropiezos de ese deseo imposible de controlar, que se presenta de repente y que hay que satisfacer de inmediato. Pero amanecía y ella aparecía tras el colchón de aire, borrosa, ya que el material que nos separaba sólo tenía algunos parches dispuestos para una visión nítida, el resto era más bien de la textura de algunos plásticos industriales, de un blanquecino casi opaco, que dejan adivinar lo que hay embalado en su interior, pero que no se puede ver con claridad hasta que lo retiras. Así era ella ahora, como un paquete con algo precioso en su interior, tanto, que no se podía desenvolver bajo ningún concepto. Uno de esos regalos guardados durante años y que en las películas siempre se dice que han pertenecido a la abuela de alguien.
En los hospitales los días tienen más horas y el aire corre más lento, los sonidos están aplacados y no hay altibajos. Se repite constantemente esa imagen ya palidecida por los años de un cartel en el que se ve a una enfermera pidiendo silencio con unos labios carnosos, cruzados por un dedo puntiagudo y con la uña perfecta. Yo no dejaba de sacarle connotaciones a los dedos, a los labios, a las enfermeras, a las limpiadoras, parecía un adolescente. A pesar de la situación en la que se encontraba ella, no podía pensar en otra cosa, como si la distancia fuese el mejor de los afrodisíacos. Me sentía un poco miserable reduciendo todas mis preocupaciones a algo así, ya que ella estaba en su jaula de plástico y yo sólo podía pensar en cómo salvar ese puñetero colchón de aire para ponerla en adobo. Ridículo, un instinto egoísta dadas las circunstancias.
Esa necesidad al no poder satisfacerse por obligación, se convirtió muy pronto en obsesión y la obsesión te lleva a pensar en las soluciones más peregrinas. De ahí llegó mi curiosidad por saber cuánto medía aquel colchón. 30 centímetros. Esa era la distancia. Habían colocado un abismo insalvable de 30 cochinos centímetros entre ella y yo.
Compartí con ella mis deseos y mi obsesión por volver a sentirla. La razón nos llevaba a la conclusión más lógica, confiar en la medicina y saber que no hay mal que cien años dure, que va a aparecer una cura, que si la ciencia nunca para y que todo esto es una mala coincidencia y que pronto estaríamos juntos de nuevo.
Pero el tiempo pasaba y nada llegaba. Los deseos aumentaban, se hacían más bajos y la distancia nos hacía cada vez más extremistas. Llegamos a descubrir todo un nuevo lenguaje entre lo sensual y lo soez, que curiosamente nos unió por esa complicidad que se crea cuando se comparte algo prohibido. Susurrábamos y nos reíamos como niños cuando creíamos que nos iban a pillar las enfermeras mientras hacíamos lo que para nosotros era amarnos. Aquellas conversaciones subidas de tono nos hicieron sentir que el pudor y el miedo a que descubriesen nuestras conversaciones era un poderoso revulsivo erótico. Pero como todo sucedáneo llegó a cansarnos y aquellas charlas acaloradas, lejos de aliviar instintos, sólo provocaban frustración. Esos 30 centímetros de plástico y aire, eran peor que la más dura de las corazas. Sin esfuerzo alguno se podría romper todo aquel parapeto que la separaba del mundo y al mismo tiempo era un puro disparate hacerlo.
El desánimo no tardó demasiado en llegar. Ella empezó a ver que el aislamiento y aquellos tratamientos la estaban desmejorando. La falta de ejercicio la hizo ganar peso y algunas arrugas aparecieron en su rostro debido a la sequedad a la que se veía obligada por la ventilación del recinto. Envejecía por momentos. La imposibilidad de poder maquillarse por las reacciones imprevisibles que esos productos podrían causarle, negaban un principio básico femenino, la coquetería, sentirse atractiva aunque fuese por el artificio de la pintura. No tardó en recordarme que ella dejaría de ser objeto de mi deseo muy pronto. Que yo no soportaría demasiado tiempo verla estropearse sin volver la vista hacia cualquier otra. Notó enseguida con ese instinto inexplicable femenino y a pesar de mis esfuerzos disimulando, que mis ojos sí que empezaban a perderse mientras conversábamos tras las faldas de alguna. Sus celos no tardaron en volverse casi violentos y sus reproches a ahogarse entre lloros por la impotencia de saber que estaba muy lejos a pesar de verme frente a ella.
Aquella noche yo la velaba entre cabezadas. El aire acondicionado no era suficiente para hacer más llevadero aquel bochorno. Ella encendió la luz del recinto sin decirme nada. Me desperecé mientras veía como con calma ella se incorporaba de la cama y comenzó a asearse. No me sorprendió ya que imaginé que el calor también la impedía descansar. Con mucha calma se vistió y volvió a sentarse en su cama mirándome fijamente. Cuando quise preguntarle por qué se había levantado se limitó a pedirme con un gesto que esperase antes de decir nada.
– Hola
– Hola –respodí
– ¿Me quieres?
– Claro que sí –dije sorprendido – ¿A qué viene eso? ¿No puedes dormir?
– Hace mucho que no viajamos juntos. Antes nos encantaba meter cuatro trapos en una maleta e irnos, sin más. Lejos.
– ¿Te encuentras bien?
– Mejor que nunca.
Una sonrisa plácida iluminaba su rostro y tenía un gesto muy suyo que sólo dejaba ver cuando estaba muy segura de algo. Se acercó a la salida del recinto y sin más abrió la puerta que nos había separado durante meses. 30 centímetros más allá,…el viaje más largo de su vida, me dijo:
– Tócame…