Siempre quiso sentir el aire golpeando en su pecho descubierto y zarandeando furioso su cabello. Eran tiempos espléndidos cuyo transcurso calmoso ofrecía una sosegada paz a los que trabajaban con denuedo la tierra. Durante lustros había paseado pensando en nada por las lomas que guarecen su pueblo querido y oteaba desde el ventanuco del molino, con la ayuda de un escabel de madera que su tío abuelo utilizaba para reposar de la faena diaria, los quehaceres de sus vecinos y el transcurso infalible de los años. Recordó el día en que su tío abuelo Genaro le enseño la labor del molino cuando transcurría 1828 y ella contaba con ocho añitos. Resonaba en su memoria la profunda voz cazallera de Genaro: “Mira Lucía, ¿ves como se mueven las aspas?, este movimiento provoca que…”. Así recordó el día en que perdió la inocencia, cuando Mario se aproximaba apuesto montando un achacoso percherón negro y silenciaban, siendo la estridente rueca desgastada por la usanza solitario testigo, un cuento de amor clandestino. De tal modo, rememoró el nacimiento de su único hijo al calor de un candil que servía de guía a la matrona, cuando el molino familiar, heredado de generación en generación, brillaba espléndido en el horizonte dibujando una silueta garbosa y el trasiego de carruajes portando grano y evacuando molienda era cotidiano.
Lucía era espigada, sus piernas frágiles sostenían unas caderas fortachonas y su áspero rostro blancuzco tornaba en cobrizo cuando la primavera traía consigo los primeros destellos poderosos de un sol que se revelaba penetrante. Su melena rizada, siempre descuidada, revoloteaba rodeando sus sentidos y se mecía cadenciosa al compás de la brisa montaraz.
Lucía vivía sola en una pequeña cabaña situada en tierras de propios. Aquellas fructíferas dehesas, aradas en grano desde tiempos remotos, servían de sustento a una población hambrienta obligada al esfuerzo y a la beneficencia. Sólo grano abundaba en la comarca y sólo de pan con algún pedazo de lo que fuese se componía su dieta. La escasez era común y agudizaba el ingenio de sus moradores, cuyas argucias para engañar a don Marcial, dueño y señor de toda la comarca tras comprar los bienes comunales en 1856, eran intrincadas. Expulsó de sus bienes a los que se negaron o no pudieron pagar sus cuentas y amenazaba a quienes no quisieran someterse a sus designios trastornados. La ruindad de un rey henchido de poder y cegado por la avaricia poseía el orondo terrateniente. Arremetió contra todos mientras se refugiaba en la vasta hacienda que, erigida en los tiempos de los mayorazgos y los diezmos, había heredado de sus ancestros. Sus sonoras carcajadas eran usuales cuando ejecutaba, de su propia mano, los dictados de su enfermizo despotismo empuñando su flamante pistolete de avancarga. Más de un aldeano había experimentado el terrible sofoco cuando el plomo atravesaba su torso escuálido. Todos eran conocedores de la crueldad y del gusto por la fuerza de su patrón, por lo que trataban de evitar que descubriese el horno secreto que los campesinos habían construido disimulado entre dos graneros. De este modo evitaban tener que pagar los precios excesivos que exigía don Marcial en su tahona.
Solamente el molino, por derecho de pervivencia, seguía perteneciendo al tío Genaro, ya moribundo cuando el delirio de don Marcial, ávido de poder y posesiones conforme avanzaba en abriles, se ofuscó con su querida pertenencia. El tío Genaro nunca había exigido real alguno por su uso, pues era de posibles. Solamente requería un pellizco de la harina que cada aldeano pudiera extraer de su labranza y que con ella horneasen un pan diario para él.
Lucía cultivaba trigo y cebada en las otrora tierras comunales. Tenía el recuerdo de una infancia vivaracha y feliz junto a su tío abuelo en el molino. Cuando el tío Genaro comía pan con ajo sentado en un viejo taburete de madera en la puerta del molino. O cuando, siendo ella niña de teta, le relataba las leyendas de los caballeros errantes que por las villas manchegas acometían sus cruzadas y se enfrentaban a sus cuitas. El tío Genaro poseía un pequeño ejido en las cercanías del molino y allí una caserón erigido con sillares donde pernoctaba con su señora y que colmó de dicha sus tiempos de juventud. La locura del tío Genaro se desató cuando murió su esposa, por lo que dejó la casona y se refugió en el molino. Acondicionó la planta intermedia, instaló un fogón de leña y se llevó un camastro. Un jergón, muchos libros sobre leyendas medievales y el agua, el pan y algún ocasional embutido que le llevaban los aldeanos en señal de respeto, fueron la única compañía que tuvo durante treinta años.
Cierta noche, mientras leía una novela de caballería y en la cúspide de sus dolencias, sintió olor a chamuscado. Escuchó sonidos de algarada y enorme griterío, lo que llamó su atención. Como no era habitual el estruendo entre la reposada monotonía campestre de su pueblo, el tío Genaro ascendió al piso superior. Subió a su fiel banqueta de madera y atisbó desde el ventanuco del molino, en la lejanía, en las antiguas tierras de propios, el modo en que las casuchas de los campesinos ardían en el valle. Una intensa luminaria rojiza oteó desde su molino. Entre la muchedumbre que huía pudo discernir la figura estilizada de Lucía, lo que parece le hizo arrinconar su demencia y retomar la sensatez. El fuego se extendió por los endebles chamizos de los campesinos y los transformó en una cenicienta lluvia que caía cadenciosa, merced a las caprichosas ventoleras manchegas, sobre el molino del tío Genaro. El pequeño ejército de don Marcial terminaba así con la usurpación consentida de sus tierras compradas veinte años ha.
El tío Genaro recordó repentinamente a su sobrina nieta y la infancia que vivió entre sacos de harina y demás quehaceres molineros, antes de que su maternidad sin explicación le castigara a una vida dedicada al labrantío. La condena a la rudeza no sometió su felicidad ni su ánimo, pues siempre estaba dispuesta a arar la campiña con una sonrisa en sus labios carnosos. Desde niña había respondido a su propia voluntad. Un desparpajo que maravillaba al tío Genaro, quien cayó en la cuenta de que Lucía era la única digna heredera a su preciada posesión.
Mientras el tío Genaro lúcidamente rememoraba tiempos añejos y era corroído por la cólera que le suscitaba la injusticia a la que asistía desde su palco particular, sonaron varios golpes en el portón del molino. Genaro, ya enfermo y decrépito, caminó calmoso hacia el ventanuco que daba al portón. Cuando hubo subido a su inseparable taburete, pudo comprobar que veinte jinetes portando antorchas abrían el paso a una figura fofa, ataviada con lujosa seda milanesa y filigranas de oro, que daba al trote de su caballo parsimonia y un aire de grandeza. Era don Marcial, cuya arrogancia siempre había detestado el tío Genaro. Paseando su caballo entre la media luna que componían sus jinetes, le habló con su castiza entonación y altivez característica.
– ¿Has visto lo que ha pasado en el valle?
– Sí –respondió con tranquilidad Genaro.
– Pues ya sabes lo que te va a ocurrir si no me vendes tu molino, viejo. Este es tu último aviso.
La tozudez de Genaro era conocida en toda la comarca, por lo que le respondió con gritos ásperos de igual manera que la última vez que le exigió su molino:
– ¡Marcial! Tú naciste tonto y morirás tonto. ¿Por qué no te haces tu propio molino si tanto caudal posees?
Don Marcial miró desafiante al tío Genaro mientras esbozaba una sonrisa taimada, giró en redondo su caballo y echó a galopar haciendo un gesto altanero con la mano ordenando a sus lacayos que le siguieran. Así, entre una polvareda que entremezclaba harina, ceniza y tierra de la loma del tío Genaro, desaparecieron en la despejada y estrellada anochecida del pueblo.
Poco después, llegó Lucía hasta el gigante nacarado que orgulloso se erigía en la loma del Arroyo. Genaro la observó en su trasiego a través del monte. Abrió el portón del molino. Lucía entró llorosa y atemorizada. El tizne estaba presente en sus ropajes y cubría de negro su piel lechosa. Entre sollozos, le dijo a Genaro: “Tío, no sé a dónde ir”. Lucía apenas podía recordar el molino, pues hosco estaba y desmejorado, pero sintió el calor de los recuerdos. Lucía se quitó la carbonilla sobre la cubeta en la que se aseaba su tío abuelo y durmió en el camastro que éste había dispuesto en el segundo piso.
A la mañana siguiente, cuando despertó, se miró en el pequeño espejo, ya quebrado, que había cercano a la tolva. Comprobó que había envejecido. Un fugaz repaso a otros tiempos le sirvió para que volviese a creer en la esperanza. Con su habitual sensación del deber cumplido comenzó el día. Por la hora que transcurría el tío Genaro estaría desayunando, como acostumbraba, junto al portón del molino. Cuando Lucía cruzó el umbral, lo encontró tumbado en el suelo. Cercano a él, su taburete volcado y una mesita de madera sobre la que un pedacito de queso y una hogaza de pan esperaban ser devoradas. Yacía inerte, muerto. A mediodía Lucía comenzó a cavar una fosa junto a la de su esposa, en los pastos situados a escasos metros de las aspas del molino. Con una oración calmada y unas lágrimas por el recuerdo, se adormeció Lucía en el camastro de su tío abuelo.
Cuando don Marcial supo de la muerte de Genaro, tres días después, se aprestó a tratar de conseguir el molino y de nuevo por la noche, acompañado por los mismos jinetes, acometió sus empeños. Mandó llamar al portón mientras se movía a caballo en las inmediaciones del molino. Lucía no le abrió. Solamente escrutaba, desde el ventanuco que se abría entre las aspas, la tropilla de don Marcial. Uno de los jinetes la distinguió asomada y avisó a su patrón, quien cabalgó hacia ella. En ese momento, Lucía recordó los cuentos que le contaba su tío abuelo, cuando ella apenas andaba, sobre el viento poderoso, que hacía girar las aspas del molino. Oteó el horizonte estrellado para empujar después la palanca que activaba la rueca y las aspas. Una ventolera momentánea se levantó sobre la loma del Arroyuelo y provocó que la cruz que se vislumbraba desde la distancia incrustada en el molino, se moviera repentinamente. Don Marcial, cegado por la tierra que se había levantado desde la loma y desde la tumba recién excavada del tío Genaro, se despistó con su montura. Una de las aspas le golpeó en la sien haciéndole perder el equilibrio y provocando que se desnucara en la caída. Los jinetes no supieron qué hacer y huyeron del lugar dejando una estela de tierra tras sus rocines.
Así, Lucía volvió a correr por el monte sintiendo el aire acariciando su pelo y reinó la mansedumbre. El tiempo no quería transcurrir con la presteza con la que giraron las aspas del molino del tío Genaro aquella noche. En los días ventosos, Lucía paseaba por la loma preguntándose qué habría sido de su hijo emigrado a Salamanca. Pero esa es otra historia, pues por muchos años Lucía atendió y transformó el grano a los braceros y a los labradores que vivían en las cercanías, sobre las tierras en las que el viento libertador soplaba a merced de la justicia.