Icono del sitio 7 Certamen de Narrativa Breve 2010

35- El deber cumplido. Por Steven Johnson

      Agustín se afeitaba con cuidado, la espuma cubría su cara y la cuchilla sonaba al cortar la barba: ras-ras-ras. Se estiraba la piel con los dedos y pasaba y repasaba cutis el con la navaja, ras-ras-ras. – ¡Huy!– se había hecho un pequeño corte en la comisura del labio y comenzó a sangrar. Tomó un trozo de papel higiénico y lo aplico en la herida. El papel quedó adherido al corte y se empapó inmediatamente en sangre.

         Abrió el grifo del lavabo y se aclaró con agua fría; con cuidado despegó el papel de su labio y se seco con suavidad. Volvió a ponerse otro trocito de papel en la pequeña herida y comenzó a peinarse con sumo cuidado.

         Se alejó del espejo y se pasaba la mano por el pelo, retocaba con los dedos el cabello perfectamente peinado. Se miraba con deleite y sonreía al espejo. Era un hombre satisfecho y seguro. Cada movimiento afianzaba aún más su autocomplacencia. Sólo faltaba el aplauso.

         De la estantería tomó una pequeña botella de agua oxigenada y un trozo de algodón, Se echó el medicamento sobre la herida y con mucho cuidado dio pequeños golpecillos con el algodón hasta que el papel se separó de la piel. Ya no sangraba y la herida apenas se notaba. Tiró el papelillo y el algodón a la papelera y colocó el agua en la estantería. Volvió a mirarse, tomó una loción de la repisa y se masajeó la cara. Cada vez más satisfecho salió del cuarto de baño y entró a su habitación. Cogió una camisa del armario y con calma se la puso y abrochó.

Ahora comenzaba la lucha cotidiana: – ¿Corbata o fular?– murmuraba enojado.

– ¡Todos los días lo mismo, a ver cuándo dejo de pensar qué me pongo en el maldito cuello! ¡Me cago en diez, que cada vez que hay trabajo tiene que venirme la duda! La corbata, jo la corbata,  me gusta pero, leche, aprieta mucho y me siento ahogado y al mediodía me asfixia. Ya debería estar acostumbrado. Años y años haciendo esto y no hay manera. Gracias que no es obligatoria pero, para ser franco, es mucho más seria y elegante. Sí, da prestancia y seriedad, pero es incómoda, muy incómoda.

Sin embargo el fular es mucho más cómodo y vistoso; parezco un señor cuando me lo pongo y las mujeres se fijan en mí. No me agobia, me da más libertad, más sensación de estar vivo. Y si me lo pongo a la vez del blazer azul me queda de muerte.

Tras un par de minutos se decidió por un fular de seda, adamascado. Del galán de noche tomó la americana y la revisó cuidadosamente. Con un movimiento instintivo de sus dedos sacudió ligeramente una solapa, ¡Dichoso polvo!, volvió a farfullar, y se puso ceremoniosamente la chaqueta.

         Cerró con llave la puerta de la casa y esperó, impaciente, el ascensor que, renqueante, fue parando en su planta.

—Buenos días, doña Rosa, usted siempre tan madrugadora y tan elegante.

—Buenas, D. Alberto, no sea tan zalamero que un día me lo voy a creer…

—Ya veo que sigue con su costumbre de ser la primera en llegar al mercado.

—Huy, si no se llega pronto se acaba todo el género y no queda más que bazofia.

Y salió a toda prisa encantada de haber dicho su palabra favorita.

         Ya en la calle percibió el frescor del mediodía y respiró hondamente la refrescante brisa.

—Dios, que bien sienta este tiempo. El jodio invierno ya es muy duro.

         Y continuó su marcha hasta el bar  “Las  Sombras”.

         —Buenos días, Víctor. Ponme un café.

         —Buenos días, don Alberto. Ahora mismo, ¿quiere unos churros?

         —Sí, una ración que tengo trabajo a primera hora y si no tomo algo me siento mal a media mañana.

         Ojeó un periódico que había sobre el mostrador y miró la combinación de la lotería.

          —Joder, nunca me toca nada.

         Y comenzó a tomar el café.

         —Hasta luego, Víctor. A las tres vengo a comer.

         —Que tenga un buen día, don Alberto.

Al llegar a la esquina se detuvo en el kiosco y ojeó unas revistas.

         —Coño, Alberto, a ver cuando compras una y dejas de sobarlas

         —Anda, Manolo, deja de quejarte que te cierro el chiringo.

         —No, si encima tengo que callarme. Ya verás como llega un día en que esto cambie y tendrás pagar todo.

         —Ya sé que esto cambiará pero yo siempre estaré y los tipos como tú seguiréis calladitos, como hasta ahora.

         Continuó su marcha y al poco tiempo llamó a una puerta metálica, la empujó y desapareció de la vista de todo el mundo.

         –Qué tal, Alberto, hace tiempo que no te veía.

         —Ya ve, D. Damián, aquí otra vez. Vaya día tan bueno que hace hoy.

         —Sí, así da gusto trabajar. En invierno es molesto pero en primavera parece que hasta se alegra uno.

         —Bueno, de todas maneras hay que hacer el trabajo y, haga el tiempo que haga, no queda otro remedio.

          —Sí, hombre, vas a decirme tú que en febrero con las heladas trabajas con la misma alegría que ahora. ¡Venga, tú estás chalado!

         —A mi me da igual, mientras haya trabajo hay dinero y es lo único que hay que mirar.

         —Hala, vamos a la sala que si no se nos va a hacer muy tarde y hoy quiero salir pronto para acompañar a mi señora  a comprar unas cosas.

         —Cachis, ya me gustaría ser jefe. Usted, don Damián, hace lo que quiere. ¡No hay vez que yo venga aquí que usted no me meta prisa porque tiene que salir pronto! Claro que así me sale la faena, siempre hay problemas y tengo que trabajar el doble.

         —Coño, Albertín, siempre andas rezongando y al final haces lo que hay que hacer. Miras que eres pelma. Vamos para allá y acabemos de una vez.

          Atravesaron varias puertas y al final de un largo y estrecho pasillo accedieron a una amplia estancia. La dependencia era ancha y adosado a una pared había un estrado al que se accedía por una escalera, de seis o siete peldaños, desde la sala o  a través de una puerta que daba directamente al cadalso.

         D. Damián y Alberto subieron por las escaleras con paso ágil, cuando llegaron al estrado continuaban charlando acerca de la prisa que tenía el primero en acabar la faena y Albertín asentía con exagerados modos serviles.

         Albertín se tocaba el fular, mostrando complacencia al palpar la suavidad de la seda cuando se abrió la puerta y entraron  varios guardias acompañando a seis hombres maniatados. Los guardias empujaban a los reos, pues parecía no iban de buena gana.

         D. Damián, muy solemne él, comenzó a leer un papel que llevaba en la mano y cada vez que mencionaba un nombre los guardias daban un culatazo a uno de los reos y éste daba un paso adelante. En ese momento Albertín colocaba una soga al cuello del reo sin despegar su vista de los ojos del condenado. El verdugo sonreía cuando don Víctor decía el nombre del condenado y a continuación añadía “… y además los bienes del criminal serán repartidos entre el Estado y el verdugo, que recibirá la mitad de las propiedades muebles e inmuebles como pago a su labor en pro de la paz y el bienestar del pueblo.”

         Así fueron colocados uno a uno y leídas sus sentencias. D. Damián animaba a Albertín  para que acelerara la ceremonia y éste mirando a los maniatados sonreía burlonamente mientras apretaba la soga y con un movimiento instintivo de sus dedos sacudió ligeramente el nudo del esparto.

 Tiró de una palanca y los seis desaparecieron de la vista.

El ejecutor bajó la escalera y con un estetoscopio comprobó que si  todos habían dejado este mundo.

— ¡Manolo, Manolo!, gritó.

— ¡Dime, Albertín, qué pasa!

 — ¡Anda baja, que el tercero no está!

—El guardia llegó junto al moribundo y agarrándole por los hombros tiró con fuerza hacia abajo.

—Sonó un  crujido  y el guardia gritó

— Este ya no jode más. Y se echó a reír a la vez que le daba una palmada en la espalda al verdugo.

Alberto se lavó las manos en un fregadero que había bajo la escalera y mientras se secaba gritó:

                   — Don  Damián ¿Le apetece tomar una cerveza antes de ir con su señora?

                   A las tres Albertín llegó al bar Las Sombras.

                  —Hola, Víctor. Hoy dame la carta, estoy de buen humor y tengo mucho apetito.

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