Estaba charlando tranquilamente con Eduardo, uno de mis mejores amigos, cuando de repente, fijó en mí su mirada, y observé que sus ojos estaban enrojecidos y expresaban una angustia insoportable. En ese momento me confesó que lo atormentaba una necesidad imperiosa de fumarse un buen porro. Yo le respondí que, a esas horas (las 3 de la mañana), únicamente por las calles de La Falcata o El Trivial (dos bares de Lleida) podríamos encontrar a alguien que nos vendiese la hierba que tanto anhelaba. Como bien sabe todo leridano, esas calles, a altas horas de la madrugada, son lugares harto peligrosos, sucios e inmundos. Se podría decir que son los barrios marginales de Lleida, ya que adolecen de todos los males endémicos propios de la falta de medios económicos, educativos y culturales. A mí no me hacía ninguna gracia moverme por esa zona tan poco recomendable en mitad de la noche, pero mi buen amigo era un adicto atroz a los porros, y si no trataba de encontrar los medios necesarios para saciar su repentina apetencia, se impacientaría, se irritaría, y finalmente las cosas acabarían mal entre él y yo. Ya tenía alguna que otra experiencia desagradable con él debida a motivos parecidos, todos relacionados con su incurable síndrome de abstinencia. El lector más sesudo pensará con razón que yo, como amigo íntimo que era de Eduardo, tenía que haber intentado que acabara de una vez con la perniciosa adicción que lo destrozaba y que mermaba las fuerzas de su intelecto. El problema consistía en que, aunque yo no fuese un fumador tan empedernido como él, los porros eran también uno de mis vicios predilectos, y en su compañía mi debilidad parecía menos evidente. El siempre tenía la vergonzosa y lamentable iniciativa de confesar su apremiante necesidad de droga, y de esta forma yo me veía confortablemente arrastrado por su reconocida flaqueza, una flaqueza que, como he dicho, compartía silenciosa y discretamente.
Finalmente, y pese a los aterradores e inciertos problemas que nos podía plantear el escabroso asunto, decidimos ir a recorrer esas calles en busca del material necesario para elaborar lo que comúnmente se conoce como “un peta”. Salimos de su casa y, puesto que Lleida es una ciudad muy pequeña, a los diez minutos ya rondábamos por esa zona leridana sórdida y decadente donde hasta el más cabal se dedica profesionalmente a la delincuencia. Avanzamos con disimulo, intentando integrarnos en el lúgubre contexto. Continuamente le comentaba a Eduardo que estuviese alerta por lo que pudiera pasarnos y él asentía nervioso. La gente del lugar nos miraba con recelo, pues notaba en nuestros juveniles rostros la buena vida que ambos, en general, habíamos llevado, y eso les molestaba. Sus caras tenían un aspecto espantoso, en ellas estaban impresas las huellas de su caminar por el mundo: veíamos facciones destrozadas, echadas a perder, devoradas por el alcohol, la droga y la violencia desatada. Reinaba en el lugar un silencio inquietante: las operaciones de venta de droga y demás tratos ilegales circulaban ante nuestros ojos con la mayor rapidez y discreción imaginables. Había allí algún tipo de burocracia alocada, no planificada, de efectividad intachable. En el ambiente se podía casi palpar una tensión sorda, un enfermizo y desasosegado estado de alerta, ya que la policía podía aparecer en cualquier momento y acabar con el único modo de sustento de todos aquellos desgraciados. En fin, que éramos dos adolescentes metiéndose en lugares alejados de la civilización en donde la bondad humana escaseaba.
A medida que nos adentrábamos, íbamos oyendo voces misteriosas, gritos desgarradores, llantos desolados que nos dejaban sin respiración y algunos golpes de procedencia desconocida. Todo empezaba a darme algo de miedo. El callejón en donde nos habíamos metido acababa en una plaza mediana, atestada de drogadictos crónicos, en un estado de consumición deplorable, y muy necesitados de una nueva dosis. Se peleaban y discutían entre ellos en un lenguaje que no entendíamos. Por su aspecto deduje que la gran mayoría eran marroquís. Mientras mi compañero, Eduardo, observaba con creciente interés el deprimente paisaje que se nos mostraba, yo me até los cordones por si las cosas no salían bien y me veía obligado a escapar corriendo. Agachado como estaba, me fijé los zapados de Edu. También él los llevaba desatados, pero decidí no comentarle nada. Si salíamos por piernas y él se tropezaba y caía, con suerte se ensañarían con mi pobre amigo y a mí me dejarían marchar. Sí, estimados lectores, éste fue un pensamiento frio y cruel, pero no perverso ni malvado, ya que la supervivencia es algo puramente animal, irracional, y sobrevivir era lo único en que pensaba en aquel difícil momento, en el que me encontraba, sumido de lleno en lo infame, en lo salvaje, absorto en la ardua tarea de la subsistencia. En caso de apuro, entre él y yo prefería ser yo el agraciado ileso o el afortunado superviviente. Una vez con los zapatos bien atados, me dispuse a preguntar a cualquiera de los integrantes de aquella multitud dónde podíamos encontrar algo de hierba. Así lo hice y tuve suerte, pues el primer personaje a quien me dirigí asintió con la cabeza lentamente. Era un hombre de raza negra, vestido con una abigarrada túnica, seguramente, típica de su país de origen. Luego, sin romper su solemne mutismo, nos indicó con un sencillo gesto de la mano que lo acompañásemos. Edu y yo vacilamos unos segundos pero finalmente le seguimos. El trayecto no duró demasiado, y no pasó nada reseñable mientras lo recorríamos algo asustados.
Ese hombre tan reservado nos condujo hasta un lugar apartado y solitario. Enfrente teníamos un destartalado edificio, cuya puerta estaba abierta y a través de la cual se podía atisbar el inicio de un oscuro pasillo, pero no el final. Del conjunto del ruinoso inmueble emanaba un olor húmedo y fétido que dificultaba levemente nuestra respiración. Nuestro misterioso guía entró en el pasillo y, por primera vez desde que lo habíamos conocido, abrió la boca para decirnos que podíamos pasar. Eduardo, haciéndose el valiente, entró el primero con paso firme. Yo me retrasé un par de segundos para analizar concienzudamente aquel espantoso lugar. Luego entré con cautela y llegué sin problemas hasta el final del pasillo. Una vez allí, el hombre de etnia africana nos aconsejó que pegáramos nuestras espaldas contra la pared por si acaso la policía aparecía. Así no podrían vernos, añadió, y dicho esto desapareció de nuestra vista. Tras escuchar varios portazos, voces y gritos de los habitantes de la casa, una luz tenue y parpadeante, procedente de una lamparilla enganchada al techo, iluminó parte de la escalera y del pasillo. Tenía muy poca potencia y era de un amarillo tétrico, desagradable, y le daba al sitio donde nos encontrábamos un aspecto, si cabe, más sombrío. Aparecieron otros ruidos que se sumaron a los que ya oíamos, pero estos nuevos eran más extraños, provenían de fuera de la casa y sonaban como si le estuviesen atizando a alguien. Al cabo de algunos minutos vimos una sombra negra y veloz que se deslizaba por esas escaleras destartaladas: no hubo mayor problema, era nuestro “amigo”, el africano serio y competente, que nos traía el material que le habíamos encargado. Se nos acercó y del bolsillo sacó la mercancía, pequeña y apetitosa. La observamos detenidamente y le pagamos los cinco euros que nos pidió. El intercambio concluyó sin ningún altercado, sin ninguna complicación y los tres (Eduardo, el africano y yo) salimos fuera. Nuestro “diligente camello” tomó su particular ruta y se perdió entre las sombras, desapareciendo tan rápidamente como se había presentado.
En aquel momento, nosotros ya habíamos conseguido lo que deseábamos tan fervientemente; éramos, por lo tanto, un par de personas libres vagando por una zona conflictiva sin motivo aparente. Una vez con esa hierba de alta calidad en nuestra posesión, nada aconsejable podíamos obtener de nuestro paseo nocturno por la Lleida más conflictiva y peligrosa, así que empezamos a caminar rápidamente con la única intención de salir de allí lo antes posible. Al poco volvimos a pasar por la plaza, y se nos ocurrió pedir allí algo de papel de liar, el último ingrediente indispensable para elaborar ese porro imposible. Se lo pregunté a un marroquí quien, no sólo nos vendió algo de papel, sino que nos aconsejó una viable ruta de escapada para salir de aquel infierno. Le agradecimos efusivamente el consejo y tomamos el camino que nos había mencionado, una callejuela angosta, triste, desierta y, al parecer, segura.
Al dejar aquel horrible sitio, Eduardo y yo nos tranquilizamos. Comenzamos a hablar y a sonreírnos gozosos mientras comentábamos la curiosa experiencia. Media hora después estábamos los dos cobijados en un portal calentito y acogedor, fumando el mejor canuto que he probado en mi vida.