Estaba sentada junto a la mesa, en albornoz, con una toalla envuelta en la cabeza y descalza, y nada más colgar el teléfono, se dirigió a su marido, que en aquel momento, en calzoncillos, repasaba sobre un enorme sofá de cuero las noticias en el periódico.
– Todo arreglado, cariño: mañana a la tarde en su casa. Sin prejuicios. A lo que se le antoje a cualquiera.
– Vale, vale –dijo mirando por encima de la montura de las gafas.
Ella se levantó de la silla y fue hacia él.
– No acabo de verte decidido del todo.
– No te preocupes, allí estaremos –y devolvió la mirada al periódico.
– No, cariño, antes quiero verte decidido.
– Adelante, mujer -dijo tras dejar el periódico y las gafas sobre la mesa de centro y ponerse en pie-. Seguro que lo pasaremos tú y yo en grande. Será fenomenal. Juntos los dos. Seguro.
Su mujer lo abrazó.
– Claro que sí.
– Los Goizcueta han repetido ya varias veces: ya ves: quién lo iba a decir. Más que otra cosa, por ella. Ya lo sabes…
– ¿Lo ves? Y también lo encontraron en un anuncio.
El albornoz se le aflojó un poco y quedaron a la vista de él unos pechos bronceados, pecosos y caídos.
– Eso es lo que más miedo me daba, si te digo la verdad.
– No tienes que preocuparte, cariño. Se le ve chico formal, serio, correcto, de buena posición. Vive sin compromisos y en un chalet, además, de la urbanización Norte. De los más vistosos, parece ser.
– Eso cambia mucho las cosas, quieras que no.
– Y tanto. Y tanto que sí.
– Ahora ya me pareces otro, cariño –añadió acariciándole el rostro-. Y hasta tiene piscina cubierta, que olvidaba decírtelo.
– No, si al final hemos tenido suerte y todo.
– ¿Adelante, entonces?
– Adelante, cariño.
– Mañana a la tarde, ¿está?
– Está.
Hubo una pequeña pausa.
– ¿Irás depilada, verdad? –preguntó en el momento en que arrimaba su boca para besarla.
Se besaron y ella sonrió.
– Es lo que estuve haciendo hace un rato… No te preocupes. Y voy a terminar de arreglarme -avisó a continuación, mirándose de pies a cabeza-: Los Meer deben de estar al caer. No te olvides.
Luego de darse otro beso, ella se ciñó el cordón de su albornoz y se puso en marcha. Camino de la puerta del pasillo, descalza, unas nalgas carnosas le bailaban bajo el albornoz.
– Termino ahora mismo –aseguró él, y regresó al sofá. Se colocó las gafas, cogió el periódico y retomó la lectura de las noticias por donde las había dejado.