De alguna manera, desde que tocó el despertador, sabía que algo iba a pasar. A decir verdad, aunque hoy fuese mayor la intensidad, cada vez que he coger un vuelo tengo sensaciones parecidas. No es miedo a volar. Es, más bien, que los aeropuertos me recuerdan a esos circuitos de laboratorio para los ratones que utilizan en experimentos aunque, y he ahí la trágica diferencia, ellos no escogen su destino.
El vuelo que me debía llevar a Granada iba a salir con retraso. Dudo que finalmente haya despegado, aunque esa información no llega aquí. El único lugar que merece la pena de un aeropuerto es su sala para fumadores, aunque en ellas me sienta como una rara avis en peligro de extinción expuesta al público. Es en esta sala dónde he comenzado a escribir aliviando tensiones a través de las palabras.
El tiempo aquí a veces parece detenerse y, ya saben, cuando todo se aquieta, la mente comienza a proyectar imágenes. Aunque no sé que me ha llevado a ello, he hilado en mi pensamiento un extraño suceso que debió acontecer a mis diez años. Mi tía Lourdes, que en aquel tiempo aún iba de relación en relación, siempre a la deriva, nos había invitado a todos a navegar en el yate de su nuevo novio. Una fuerte tormenta nos sorprendió en mitad de la travesía y a mí me dejaron a buen recaudo en uno de los asientos del camarote. Allí contemplaba fascinado, a través de los ojos de buey, el poderoso mar. Algo, que semejaba ser un pez, nos seguía a contracorriente aún a pesar del temporal que hacía zozobrar al barco. No puedo recordar la sonoridad de su voz pero sí su sentencia “La tormenta ha de pasar pero el mar os reclamará un tributo por ello”. Se desdibujó ante mi mirada y, antes de poder explicar nada a nadie, comencé a escuchar gritos en la cubierta. El novio de tía Lourdes había caído por la borda.
Me he fumado ya mi último cigarrillo y, tal como están las cosas, dudo que cualquiera de mis compañeros me vaya a ofrecer uno de los suyos. En un primer momento todos permanecíamos indiferentes a la presencia de los demás y yo me distraía leyendo en diagonal un libro que jamás acabaré. La concentración en la lectura la perdí tras ver una chica que esperaba haciendo cola para embarcar destino Bruselas. Me gusta gustar, es inevitable, así que, a modo de juego seductor, la aceché con la mirada hasta que conseguí despertar su interés. Al cruce de miradas le siguió un ritual de sutiles signos de lenguaje corporal.
Como todo gozo que se precie, aquello sólo duró un suspiro. Los bruscos golpes que alguien propinaba a la puerta, los gritos maldiciendo que ésta no se abriera, acabaron con la magia etérea de dos miradas encontrándose. Una mujer con pinta de ejecutiva – ahora sé que se llama Elisa – le pedía calma intentando encontrar, en vano, algún mecanismo que la accionara. Uno por uno, según iba creciendo la inquietud, nos fuimos acercando para ver qué pasaba, qué fallaba, por qué no abría. La cooperación del principio se tornó en estériles discusiones; ahora flotamos en una atmósfera de ingrávida desesperanza.
Los gritos a las personas que estaban fuera de poco sirvieron, pues desde ahí, a pesar de los esfuerzos, también parecía imposible abrir la maldita puerta. El personal del aeropuerto, entre idas y venidas, nos pedía calma, decían buscar soluciones, pero sin darnos una explicación. Poco después, tras un aviso por megafonía, todo el mundo comenzó a desalojar las salas de espera, casi a la carrera, dejándolas desoladas, como si el fin de la civilización se hubiese apoderado de ellas. Todos menos nosotros en nuestra urna de metacrilato.
Ahora mismo impera un tenso silencio teñido de decepción tras diversos intentos de romper esta jaula; parece que nuestros cuerpos no logran ejercer suficiente fuerza como para hacer ceder a las mamparas. Escribo por racionalizar lo incomprensible, por no estallar en una rabia inútil. Un humo espeso ha comenzado a salir de la campana de extracción y vamos a intentar taparlo; debo dejar la escritura. Sólo espero poder retomar la tarea, dar cuenta de lo que nos llevó a estar en esta situación, dar un final feliz a esta historia.