Icono del sitio 7 Certamen de Narrativa Breve 2010

93- Seis balas. Por Hara Kei

  «No puede ser», pensé al ver la lividez de su rostro y sus ojos irritados, «estaba llorando». Nos saludamos apenas: un movimiento de cejas, una conjetura de sonrisa después del hola usual; ésta vez pronunciado en tono apático. Ni siquiera nos dimos la mano; ningún brillo en sus pupilas, quizá tampoco en las mías, simples esferas que se escaneaban identificándose. Ella me entregó la prueba, un mero formalismo, yo discernía el resultado. Mi vista pasó, una y otra vez, de su rostro cansado al papel en mis manos; ella miraba fijamente algún punto en el césped recién cortado. Nos quedamos sentados largo rato en la banca del parque; entre los dos una tensión casi palpable y fría, como la pared de una celda. La gente deambulaba a nuestro alrededor, un hombre hacía malabarismos en la esquina, nubes contra azul claro, el carro del vendedor de helados y todo eso. Pudo ser una mañana bonita; «Tantas cosas pudieron ser».

    Encendí un cigarrillo y ella me pidió otro; de modo automático le pregunté cuándo había vuelto a fumar y me respondió con sarcasmo: ¨Ahora mismo¨. Asentí en silencio; en la escala de la imbecilidad yo no podía caer más bajo. El cigarrillo se consumía lentamente en sus dedos, el fuego avanzaba hacia el filtro, el cilindro incinerado en precario equilibrio. La brisa terminó por esparcir la ceniza sobre su falda, miré su rostro pero ella ni siquiera lo había notado; los mechones sueltos de su cabello se agitaban independientes a la inmovilidad del momento. «Se está quemando el micro-mundo que creamos», pensé afligido. «Déjalo arder», me advertí, «si intentas apagar las llamas terminaras convertido en ceniza».

    El segundo cigarrillo temblaba en sus dedos, se lo llevaba a los labios y aspiraba fuerte y profundo y exhalaba el humo junto con una nube de conjeturas a las que yo no tenía acceso. Quise preguntarle qué pensaba, pero la posible respuesta resonó como una alarma en mi cabeza: «Lo mismo que tú, inútil». En su mente ella tal vez estaría sentada en medio de la nada –yo creía estar atrapado en un cajón que se hundía–, acompañada únicamente por la monofónica, destemplada y triste canción del carro de helados: plin-plin resonaba el megáfono, parodiando alguna sinfonía de Beethoven, como pedacitos de cristal que caen sobre una superficie metálica. Quizá nunca antes estuvimos tan sincronizados, ni siquiera cuando alcanzábamos el orgasmo al mismo tiempo –ese breve momento que alude a la felicidad–, ni siquiera cuando nos descubrimos por primera vez, en el bar, con esas ganas evidentes de conocernos.

    ¿Bailamos?

    Sí.

    ¿Una cerveza?

    Por qué no.

    ¿Nos vemos mañana?

    ¿Qué tal a las cinco?

    Cines, bares, comidas rápidas y hoteles. Lo habitual.

 

    Te quiero.

    Yo también.

    Pero ambos sabíamos que habíamos firmado el fracaso de nuestra relación desde el inicio. Al menos –solía pensar antes del tiempo en que llegaron las primeras palabras de amor–, somos más honestos que la mayoría: no nos ilusionamos con un futuro juntos, no nos prometemos nada, simplemente nos entregamos el uno al otro y obtenemos un gran beneficio de ello; felicidad, sí, somos adictos a la felicidad que nos proporciona nuestra compañía… o, tal vez, sólo éramos un par de parásitos que se desangraban mutuamente en la cama de un hotel para sobrevivir a la monotonía que aguardaba fuera de la habitación.

    De cualquier manera el futuro ya nos había alcanzado; el ¨descuido¨ era sólo un síntoma más de la decadencia que intentábamos ignorar. Nuestros años pasaron tan rápido que sólo conseguía recordar detalles triviales: un perfumé exquisito, la recopilación musical que me tomó descargar más de dos días y cosas por el estilo. No recordaba qué había pasado al regalarle el perfume: ¿Su mirada radiante? ¿Mi lela sonrisa de satisfacción? No, no lo recordaba. Tampoco por qué había elegido ésta o aquella canción; ninguna fecha, ninguna idea especial, ningún sentimiento supremo. Nuestra historia cabía ¨en la palma de la mano¨ y de hecho yo la doblaba y desdoblaba maquinalmente, releía el resultado y pensaba: « ¿Esto qué tiene de ¨positivo¨?».

 

    Mi optimismo natural no me alcanzaba para confortarme; ni siquiera era capaz de abrazarla o tomarla de la mano. Supongo que a los ojos de cualquier extraño éramos un par de desconocidos sentados en la misma banca; yo me sentía como ése extraño: un entrometido que espiaba los silenciosos y estáticos seres varados en el parque. «En el fondo», pensé, «la situación no era exclusiva de nosotros: a las parejas ¨normales¨ también les pasaba lo mismo… Es la cotidianidad y el tiempo lo que nos oprime hasta reventarnos el corazón».

 

    ¨Vámonos¨, dijo ella. «Hala de mi correa que no tengo más dignidad que un perro… ni siquiera eso… si tuviera cola no la batiría al verte, pero tal vez me acariciarías la cabeza».

    Detuvimos el taxi. Mientras recorrimos el trayecto pensé en cuántas veces abordamos un taxi para ir a un hotel; tal vez cientos de veces, concluí. Pero esta vez era diferente, no nos dirigíamos a la tierra de la aventura, era más bien un tiquete de ida al nunca jamás. Cuando llegamos le entregué los cigarrillos y el encendedor y me encaminé a la farmacia; ella me esperaría en la esquina. Sentí sus ojos sobre mi espalda arqueada, siguiendo mis pasos, tal vez memorizando mi andar pesado y nervioso –que desdichada última imagen para la posteridad. Seguramente me odiaba. ¿Y por qué no? si hasta yo mismo me odiaba.

    Respiré hondo y entré. Respondí las paranoicas preguntas de la empleada y al fin me vendió las píldoras que empacó en una bolsita blanca de papel. Las extraje y las sostuve en mi mano, «seis años juntos» pensé, «seis pastillas… como las balas de un revolver». Ya era más de medio día, pero no me apetecía comer nada; el tipo de sensación que turbaba mi estómago era diferente, un dolor progresivo, como un grito que crecía en mi interior. Sentí nauseas y deseos de salir corriendo, de llegar a mi casa y meterme bajo la ducha; sin embargo regresé junto a ella y le entregué la bolsa.

    ¨Me voy¨, dijo mientras hacía señas a un taxi. Nada en sus ojos, nada en mi mente. Se llevó los cigarrillos. Se llevó mi imagen derrotada y mi cobardía creciendo en su útero. «Seis… cuando ella las dispare en sus entrañas… como un purgante para extirparme de su vida».

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