Icono del sitio 7 Certamen de Narrativa Breve 2010

174- La última sacudida del espanto. Por S. Sorne

Tanto el mayor de los sufrimientos como la más inmensa de las alegrías, cuando adquieren la condición de “hábito” a través de la reiteración, pasan a formar parte de nuestra realidad convertidas en algo cotidiano. Convencida de  esta teoría, me dispuse a hacer algo que quizá de otro modo nunca hubiera hecho.

Él nunca me puso una mano encima, pero aún así mentí a la policía cuando le denuncié, para poder llevar a cabo mis planes. Una denuncia, hoy día, es sinónimo de culpabilidad.

Peor que pegarme, lo que hizo fue castigarme con la indiferencia. Quien te maltrata al menos sabe que estás ahí, que eres algo, aunque sea solo un estorbo. Pero quien te ignora te hace sentir que no eres nada y te acaba por convencer de ello. Por eso sentí la necesidad de matarle, que con el paso de los días se convirtió en una obsesión.

No permitiría que su muerte me costara un solo día de cárcel, tenía que trazar un plan perfecto para evitarla. Analicé minuciosamente un millón de posibilidades, hasta darme cuenta de que sería inevitable pagar un precio. Ese precio, finalmente, iba a ser mi brazo izquierdo y una estancia prolongada en un hotel sin servicio de habitaciones (ya me entenderán más adelante).

Cuando todo estuvo planificado, no pude de  seguir esperando. Mi mente hervía como una olla a presión. Cada vez que le miraba, imaginaba como sería el momento en que su cuerpo se desplomara a mis pies para adaptarse a su nueva apariencia de cadáver.

Llegado el momento no tuve dudas. Me acerqué a su lado como un fantasma, y mientras dormía le asfixié. La almohada y la noche ocultaron su rostro. No se enteró de nada, en la cena le había administrado unos potentes somníferos que casi le matan por sí solos. Con la mirada perdida en el vacío infinito de la muerte, dejó el mundo con la calma de quien ignora lo que sucede. Ni un sobresalto, ni una queja, nada… Fue dulce, en la medida en que la muerte se pueda describir con tal adjetivo. 

Conecté el equipo de música al máximo de potencia. Ninguno de los vecinos se encontraba en casa, pero toda precaución era poca para ocultar el sonido escandaloso de la sierra eléctrica con la que me disponía a descuartizar su cuerpo.

Aferré el cadáver con dificultad a través de los guantes y lo deposité en una carretilla de mano que dispuse para poder subirle al primer piso. Las ruedas neumáticas facilitaron la ascensión por la escalera. Había recubierto de plástico todas las paredes del baño para evitar las salpicaduras de sangre. Metí el cuerpo en la bañera y enchufé la sierra a la corriente. No entraré en detalles de lo que vino a continuación, solo citaré que todos sus miembros se fueron desprendiendo del tronco hasta formar un desordenado amasijo de sangre, vísceras y huesos.

Tenía la sensación de haber estado haciendo esto toda mi vida. Trabajé con una calma impropia de mí. Deposité concienzudamente los despojos sanguinolentos en aquellas bolsas de recogida de cadáveres que serían su última morada. A medida que las iba llenando era como liberarme de él para siempre. Bajé, una a una, las bolsas hasta el garaje y las cargué en la furgoneta. Me sentía tan feliz que hubiese querido que el tiempo se detuviera.

Volví al baño, recogí el plástico manchado de sangre y lo metí en otra bolsa. Durante casi una hora desinfecté a fondo las paredes y el suelo, así como la sierra, hasta borrar todas las huellas de lo que allí había ocurrido. Por último me despojé del guante de la mano izquierda que ya no necesitaría, lo eché a la bolsa y la cerré. Conecté la sierra  a la corriente y volví a la furgoneta para guardar esa última bolsa.

Mi mente y mi cuerpo estaban preparados para lo que venía a continuación. De regreso al baño, mi brazo, por efecto del potente anestésico local que me había inyectado un poco antes, parecía un trozo de madera. No pensé en nada. Al máximo de su potencia, cogí la sierra con el brazo derecho y, a mitad de camino entre el codo y el hombro del izquierdo, corté con todas mis fuerzas. El brazo se desprendió bañado en sangre, pero no sentí dolor. Taponé al instante la herida con un torniquete, la vendé y salí de allí tan pronto como pude dejando una imagen macabra a mi espalda. Juraría que al mirar atrás, cuando apagué la luz, los dedos aún se movían…

Por perfecto, el plan exigió este sacrificio extremo, que no sería el único. Cuando la policía viera mi brazo amputado junto a la sierra mecánica, no necesitaría ser muy lista para sospechar que aquel hijo de puta al que yo un día denuncié por malos tratos, me había matado para darse a la fuga después. Se lanzarían en su busca y al comprobar que se lo había tragado la tierra (nunca mejor dicho), acabarían por dar el caso por cerrado.

Me asomé a la ventana y parecía que la humanidad entera se hubiera marchado del planeta. Era yo la única habitante de una realidad fantasmal casi surgida de un relato de Allan Poe. Bajé al garaje después de apagar las luces, y no pude evitar mirar de reojo, consternada, el hueco dejado por esa extremidad que perdiera minutos antes.

Arranqué el vehículo dispuesta a recorrer aquellos doscientos kilómetros que separaban Madrid del minúsculo pueblo del hombre que me acababa de dejar viuda. Todo lo que tenía que hacer a partir de ahora con un solo brazo ya lo había llevado a cabo muchas veces a modo de práctica. Había estudiado cada detalle pormenorizadamente, así que solo se trataba de repetir ahora aquella secuencia de actos que sobradamente conocía.

Y tal como tenía previsto, a las tres de la madrugada llegué al pueblo. Di un rodeo para evitar el centro y puse rumbo al cementerio. Tenía tiempo de sobra antes de amanecer. La oscuridad era absoluta y aunque tenía que circular con las luces apagadas, no tuve problema para atravesar aquel camino de cabras que conocía al dedillo. Aliviada, divisé por fin el montículo que se levantaba pegado a la parte posterior de la tapia del cementerio, único lugar por el que se podía escalar hasta ella con un solo brazo. Detuve el coche y respiré profundamente.

Una a una lancé las bolsas al interior, para inmediatamente volver sobre mis pasos y regresar al pueblo. Me dirigí a nuestra casa en las afueras. Nadie advirtió mi presencia cuando guardé la furgoneta en el garaje, que por otra parte era donde siempre estaba, pues solo la usábamos cuando íbamos a pasar el verano al pueblo.

Caminando regresé al cementerio, salté la tapia y me golpeé contra el suelo, dos metros más abajo. Afortunadamente las bolsas seguían allí. Las arrastré una a una y las dejé al lado de la tumba de mis suegros. Al terminar me senté jadeante sobre el frío mármol para recuperar el aliento. El silencio era tan agresivo y afilado como un colmillo, y tuve la sensación de que todos los muertos me observaban preguntándose quién sería aquella desquiciada que se aventuraba en tan inhóspito lugar a una hora tan intempestiva.

Traté de ordenar mi mente para no dejarme paralizar por el miedo, que por otro lado no había hecho acto de presencia en mis incursiones de noches anteriores. Pero el cansancio se había apoderado de mi euforia inicial hasta hacerla desaparecer por completo. Había permanecido horas y horas dentro de la fosa para aclimatarme a ella y hasta en ocasiones la había llegado a encontrar acogedora, pero esta noche venía para quedarme y una especie de inquietante desasosiego empezaba a recorrer todos los poros de mi cuerpo.

Sentía punzadas de dolor clavándose en mi brazo ausente, eran como furiosos aguijonazos cada vez más continuados. Vencí la indecisión y me apresuré a retirar la pesada losa de mármol que cubría la fosa. Lancé las bolsas al interior para, seguidamente, precipitarme tras ellas apoyándome en la escalera de hierro oxidado que el sepulturero usaba para entrar y salir de allí. Con los pies sobre el primer escalón, y con la ayuda de mi brazo y mi cabeza, arrastré la losa suspendida encima de mí hasta hacerla encajar en su posición original. El cemento adhesivo que había colocado en los cantos la dejaría sellada en poco tiempo. Sudorosa, y con aquel dolor lacerante a punto de hacerme enloquecer, no tuve siquiera tiempo de advertir que me estaba enfrentando a la oscuridad más absoluta que un ser humano haya experimentado jamás.

A tientas bajé hasta el suelo, tropezando con las bolsas que contenían los restos aún tibios del hombre al que acababa sepultar a mi lado. Busqué la linterna y la coloqué en el único lugar de la fosa donde era imposible advertir su luz desde el exterior –me había asegurado bien de ello-. Al encenderla sentí alivio. Me senté y sin perder tiempo busqué la botella de agua y los calmantes, que ingerí desesperadamente. Me inyecté el anestésico para el brazo y cerré los ojos unos instantes. Mi mente era una autopista donde el tráfico de los pensamientos amenazaba con colapsar la circulación.

Al poco rato el dolor cesó. Con calma, miré alrededor de esos escasos dos metros cuadrados donde iba a tener que subsistir durante al menos los próximos trescientos sesenta y cinco días. A cada lado había tres huecos para albergar seis ataúdes, pero solo tres estaban ocupados. A mi derecha, abajo, el de mi suegra, Julia, muerta diez años antes víctima de un cáncer de hígado. Justo encima, el de su marido Víctor, engullido un año después por una depresión galopante. Y a mi izquierda, en el hueco del centro, un ataúd vacío que yo misma había llevado hasta allí, y donde fui metiendo las bolsas de mi difunto marido Arturo, desaparecido en un misterioso asesinato que nunca pudo ser resuelto. Los otros tres espacios eran una improvisada despensa donde se amontonaba todo tipo de comida imperecedera y multitud de bidones de agua, casi para alimentar a un regimiento por tiempo indefinido.

Cuando todos los trozos de Arturo estuvieron dentro del ataúd, lo cerré con cuidado. Los bordes de zinc que recubrían las juntas lo sellaron herméticamente para paliar el hedor de la carne que pronto comenzaría a descomponerse. Solo restaba entonces comprobar que todo lo que iba a necesitar para sobrevivir en esa fosa, estuviera donde lo había guardado una semana antes.

Extendí en el suelo el pequeño colchón enrollable que me serviría de lecho, y tumbada boca arriba empecé el recuento: Un arsenal de pilas, radio con auriculares, libros, cargador a pilas para el móvil, dos teléfonos de repuesto, seis mil euros para pagar los billetes al fin del mundo cuando saliera de allí…

No pude acabar. El recuento terminó tan bruscamente que aún se me eriza la piel al recordarlo. Nadie, ni durante mi estancia en el hospital, ni durante el juicio, ni posteriormente en prisión donde actualmente cumplo cadena perpetua, me ha confirmado que esa noche hubiera ningún terremoto. Estoy segura de que no lo hubo, y de que el ataúd de Arturo se precipitó sobre mí impulsado por los tres difuntos que me acompañaban. ¿Cómo explicar de otro modo que los otros dos, mucho más livianos y casi descompuestos, ni se movieran…?

Quedé aprisionada bajo el peso de aquella mole de nogal con los restos de mi marido. Debo la vida –aunque ojalá hubiese muerto en ese instante-, a la inmensa fortuna de que el teléfono quedara al alcance de mi mano, y de que aquella triste raya que marcaba la cobertura me permitiera convencer casi agónicamente a aquel estúpido policía de que no le estaba tomando el pelo…

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