Hará cosa de cinco años que morí, no lo sé con exactitud, nunca se me ha dado bien llevar las cuentas de cabeza. Tardé unos días en saberlo, pues no se trata de que alguien te diga que estás muerto, sino que de repente apareces en un lugar desconocido, tan extraño que no lo hubiera imaginado en mi vida. La muerte es un lugar carente de todo y lleno de muertos. Nuestro número se incrementa sin parar, pues cada nacimiento será, antes o después, uno de nosotros. Sin embargo, esta superpoblación no supone ningún problema, hay sitio para todos y no tenemos necesidades. Es evidente, los muertos no requerimos alimentarnos o protegernos del frío porque no tenemos que sobrevivir. No permanecemos en casas, ni llenamos el espacio con cosas, bienes de todo tipo que aquí no tienen cabida. Al principio no es fácil acostumbrarse a la muerte. Cuando llegué, pensé que me habían dejado en la plaza de alguna ciudad en un día festivo, con la multitud paseando de un lado hacia otro, despreocupados, sin nada que hacer. Debía ser una explanada tan grande que no conseguía ver sus esquinas, ningún edificio alrededor, y pasé varias horas abriéndome paso entre la gente para tratar de encontrar la salida, un punto de referencia que me indicara dónde estaba. Cansado de dar vueltas, pregunté a un tipo, que me respondió preguntándome si yo era nuevo y si aún no me había dado cuenta. “¿Darme cuenta de qué?”, respondí. Tras escudriñarme con su mirada, aquel hombre rompió a reír o a llorar (no sabría decir si eran carcajadas o quejidos, con lágrimas de alegría o tristeza), para después decirme que no sería él quien me lo desvelara. Aquel pirado no me sirvió de ayuda, así que recorrí kilómetros en busca de qué sé yo, un portal, un puente, un árbol, cualquier cosa que me protegiera de la intemperie. Pasarían horas, o días, hasta que me di cuenta de que no había nada que encontrar y, lo más asombroso de todo, no sentía cansancio, ni hambre, ni frío, ni se hacía de noche y tampoco lucía el sol. Por más que anduviera, era como si nunca hubiese salido de esa planicie, donde no había nada, más que muertos y más muertos que deambulaban por doquier. Acabé por preguntarle a un niño que jugaba a cabalgar sobre un caballo imaginario. El chaval tiró de las riendas, dijo “soooo…” y, mirándome con asombro, contestó que estábamos en el cielo. “¿Cómo sabes que es el cielo?”, volví a preguntar. “Porque mi mamá dice que cuando te mueres vas al cielo”, respondió con la seguridad de quien sabe de lo que habla. “Pero no hay nubes, ni ángeles, ni esto parece un paraíso”, repliqué. Entonces, el niño se encogió de hombros, arreó su caballo y se marchó al galope.
Lo bueno de la muerte es la sensación de libertad que te inunda. No hay reloj, no tienes que ir a trabajar, nadie te presiona ni espera nada de ti, te mueves sin dar explicaciones; no hay miedo porque no tienes nada que perder. En los años que llevo aquí, he visto al menos una veintena de proyectos de gobierno caídos antes de ejercer su poder. De cuando en cuando, aparece un muerto nuevo que ansía erigirse líder o salvador. Intenta convencernos de que hay que organizarse, que podemos mejorar nuestra situación si formamos un equipo y hacemos valer nuestros derechos. Después, si consigue rodearse de suficientes adeptos, convoca elecciones en las que siempre sale victorioso debido a la falta de oposición. Se proclama presidente legítimo y comienza su mandato. El último gobierno quiso delimitar el espacio, marcar los territorios y asignar la propiedad de los mismos a individuos o grupos, empezando por los que le habían apoyado en su carrera electoral. Lo que parecía una ventaja resultó ser una condena para los premiados, pues sin nada con qué cerrar los terrenos, los propietarios se veían obligados a poner vigías sobre las lindes para que no se traspasaran sin su consentimiento. Aún así, los muertos invadían sus propiedades con la tranquilidad de que nadie se lo impediría, pues ninguna sanción podía quitarles lo que no tenían y, cuando la cosa se ponía tensa y llegaban a las manos, las amenazas de muerte, vestigios de su vida anterior, eran un completo sinsentido. El equipo de gobierno dimitió en pleno a las pocas semanas, lo mismo que sucedió con los anteriores gobiernos que, sin bienes para administrar ni impuestos que recaudar, cayeron en la cuenta de que la muerte es una sociedad ideal, libre por definición y satisfecha en sí misma, tan perfecta que no necesita ser gobernada.
Siempre he pensado que no se podía morir dos veces, pero estando aquí descubrí que, una vez muertos, volvemos a morir de aburrimiento. Te pasas años viendo el mismo paisaje, con ganas de hacer cosas que no puedes llevar a cabo por imposibilidad material. Lo único que cambia son los muertos, sus caras, su forma de ser, su conversación. Nunca dejas de conocer gente nueva, de todos los colores y condición social. Es curioso que, aun siendo tan variopintos, todos empiecen la conversación con la misma pregunta: “Y tú, ¿de qué moriste?” Los más admirados son aquellos que han tenido una muerte honrosa, por ejemplo, sirviendo a su patria o realizando labores humanitarias. Mi caso no parece atractivo, a nadie le entretiene saber que morí de viejo, que mi corazón dejó de latir agotado por los años. Cansado de ver el gesto de indiferencia en las caras de los que escuchaban mi historia, decidí inventarme una muerte mejor. La primera que elegí fue la muerte de un soldado en combate de guerra, hasta que me di cuenta de que hay tantos soldados muertos que al final resultaba un suceso ordinario. Empeñado en subsanarlo, abrí mi imaginación y conseguí construir unas quince historias de muerte, a cual más interesante, desde el descendiente del jefe de una tribu africana que, para demostrar su valor, debía enfrentarse con un león sin más armas que sus propias manos, hasta el caballero de las cruzadas que dio la vida por la libertad de su pueblo, exhalando el último aliento tras atravesar con su espada al rey invasor. Por supuesto, muchos incrédulos ponen en duda mis relatos, como yo hago con los suyos, de ahí que preguntarnos por la causa de nuestra muerte termine siendo tan sólo una excusa para entablar conversación.
Como no hay cosas que hacer, la mayoría se dedica a pasar el tiempo mirando a los vivos. Lo descubrí el día en que me topé con un chico que, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, parecía mantener su mirada concentrada en algo que tenía frente a sí. Sin alcanzar a distinguir lo que aquél muerto miraba, pues tenía delante lo mismo que había por todas partes, es decir, nada, me senté junto a él y observé cómo procedía. Tenía sus manos abiertas sobre las sienes, impidiendo la visión lateral de sus ojos, y cambiaba el ritmo de su respiración con frecuencia, como si se asfixiara. Cuando por fin se quitó las manos de la cara, le pregunté qué había estado haciendo y me enseñó la visión de los vivos. La cosa tiene su técnica, pero no es nada de lo que cualquier muerto no sea capaz. El problema es que la ventana de los vivos se abre de forma aleatoria, de manera que cada vez divisas un lugar y personas diferentes. No se puede seleccionar a quién ni dónde, es una especie de espionaje descontrolado. En mi caso, como en el de todos, me hubiera gustado seleccionar a los míos, mi familia y amigos, saber qué es de ellos. Sería una forma de entrar en contacto, como si yo estuviera en un país lejano y los viera a través de una cámara web. Por ahí corren leyendas de encuentros con parientes. Es famosa la historia del muerto cornudo que, por destino o casualidad, dio con la ventana que le llevaba a su casa y pudo visualizar la vida cotidiana de su mujer durante horas. Poco le duró la alegría cuando descubrió que otro, muy vivo y coleando, calentaba el sagrado lecho conyugal. Dicen que la escena le causó tal impresión que se arrancó el corazón con la mano y, desde entonces, vaga con un hueco en el pecho preguntando quién se lo ha robado… Hay que reconocerlo, los muertos nos convertimos en mirones, vulneramos la privacidad para nuestro entretenimiento, aunque queremos pensar que no hacemos daño alguno porque no podemos intervenir. Yo disfruto con las ventanas que me llevan a otros países, que me permiten conocer distintas formas de vida, nuevas experiencias. A veces se ven cosas terribles que te hacen cerrar los ojos y te dejan, si cabe, aún más helado.
Lo de llevarse un secreto a la tumba es una cosa, y que los muertos sepan guardarlos es otra. Yo tengo uno que no he compartido con nadie, por si acaso. Un día, haciendo zapping, descubrí la manera de visualizar la misma ventana de nuevo. Se trata de una combinación numérica, como la de las cajas fuerte. Desde ese momento estoy enganchado a la ventana de Milagros, que así se llama ella, como lo que me llevó a encontrarla. Vive sola en su piso de sesenta metros y regresa a casa sobre las ocho de la tarde. Me deleito observándola cuando prepara la cena, ve la televisión o lee un libro. Tiene el gesto triste y bebe demasiado, pero su cara de ángel y sus movimientos pausados me enamoran. Esta noche la contemplo con su copa de vino inclinada y la mirada perdida en el cristal de la ventana. Las palmas de mis manos se cierran hacia mis ojos para verla mejor, no perderme ni el leve movimiento de su pecho al respirar. Creo que la amo… La amo con remordimientos, me culpo por haber cosechado un deseo inconfesable. Ella se levanta, busca su pitillera, extrae un cigarrillo y lo pone entre sus labios. Con el vino en equilibrio sobre el borde de la copa, recoge un mechero de la mesa y lo enciende. Así permanece, con la llama prendida, leyendo lo que el fuego le transmite, pensando en quién sabe qué. Siempre sigue el mismo guión, predecible como una línea de autobús, un recorrido inalterable en el que la acompaño gustoso, un itinerario sutilmente plagado de deliciosos detalles que no escapan a mis sentidos. Cuando la botella esté medio vacía, irá al baño a tomar su pastilla para dormir. Espero, paciente. Ella busca el frasco y derrama un puñado de píldoras que blanquean su mano. Escogerá una, la sujetará con sus dedos delgados de uñas mordidas. No, no es sólo una, las arroja todas sobre su boca y las mastica haciendo muecas. Me fijo en su cara, me refleja las sensaciones de su lengua impregnada de químico sabor. Milagros se concentra en el interior del frasco y, en un movimiento compulsivo, se traga lo que queda dentro. Una, dos, tres arcadas; brotan lágrimas de sus ojos. La veo desplomarse sobre el suelo. Yo no respiro; ella tampoco. Parece que está muerta… ¿Estará muerta? Qué terrible acontecimiento… ¡Qué ganas tengo de verla!