[…] no descendí al lodazal cubierto de vicios a fin de revolverlo persistentemente. Me limité más bien a examinar las ridiculeces en vez de las torpezas […]
Erasmo de Rotterdam (Carta a Tomás Moro)
Te diré como fue, hija mía. Y te lo diré porque vas a escuchar esa odiosa versión que anda en el aire sobre no sé qué asunto de una tata-tatarabuela nuestra que se habría muerto de inanición en un invierno helado, allá, en la antigua Hélade.
Porque esa tata-tarabuela, o nunca existió o bien nunca murió de hambre, pues ninguna de nosotras, las cigarras, alcanza el invierno una vez adulta, como pronto sabrás cuando te pongas vieja como yo y veas decaer el estío.
Todo eso es mentira. Y si no crees a tu madre, entonces pregúntale a esos sabihondos cómo es que aún existimos. Pregúntales cómo puede ser que sólo haya sucumbido nuestra tata-tatarabuela y qué pasó con sus miles y miles de hermanas que también le cantaban al verano y tampoco laboraban.
Porque eso de que todo el tiempo la pasamos solfeando no deja de ser una charlatanería interesada y barata; un embuste vulgar de los animales con ropa, que pretenden así proyectar en nosotras sus propios vicios y miserias.
Porque los hombres no son de los más industriosos que digamos, ninfa mía. Bien sabemos que hacen sus siestas, organizan sus huelgas, se toman sus vacaciones y decretan sus días feriados. Y, por si fuera poco, tienen además sus fiestas de guardar y sus asuetos y sus cumpleaños y sus borracheras y sus partes de enfermo. Y que, no conformes aún, esclavizan noche y día a miles de animales laboriosos mientras ellos descansan. Y todo eso para aplicarse a sí mismos, y con rigurosidad de matemático, la ley del menor esfuerzo, que tanto vituperan después desde lo alto de sus púlpitos y cátedras.
Porque, y como te darás cuenta, esa culpa recurrente ha ido creando en los humanos el complejo del haragán, que hoy subliman mezquinamente tratándonos de holgazanas a nosotras, las cigarras, quizá para que nadie repare en ellos ni en sus antinomias.
Hay quienes dicen que tal hacen desde Esopo, pero yo –que he averiguado– también descubrí que ese venerable intelectual, si bien algo tuvo que ver con la trama, jamás se habría metido con nosotras, las cigarras. Según me contaron, en el contrapunto con la hormiga fue al escarabajo a quien le colgó el sambenito de vago y mal entretenido.
Pero hay más. Debo confesarte consternada que la especie también se difundió en el mundo de los sin ropa. Y fue por causa de la especie de las hormigas que, aunque buenas chicas, jamás pudieron superar su complejo de esclavas, a pesar de que sus reinas no se comporten como déspotas y apenas sirvan para poner huevos y más huevos.
Porque tampoco es cierto que la hormiga, esa supuesta mártir del trabajo, se recogió en sus abrigados laberintos y le cerró la puerta y sus graneros a nuestra supuesta antepasada. Porque, amén de que es dudoso que nuestra tata-tatarabuela pudiera soportar los primeros fríos del otoño, ¿cuándo viste que un hormiguero haya tenido alguna vez puerta o puente levadizo?, ¿y desde cuándo nos gusta la cebada y el trigo a las cigarras?, ¿y no te parece sospechoso que los hombres dejaran recoger a la hormiga esos granos dorados sin intentar nada?
Por si te quedan dudas, verás pronto que las realmente abrigadas y protegidas fuimos siempre nosotras, las cigarras. Sí, dentro de nuestros pañales de invierno y junto a las raíces de cualquier árbol que nos brinde cobijo y comida, como quizás ya mismo vislumbres en tu propio cuerpecito de ninfa.
Pues muy pronto oirás a las hormigas –como las he oído yo– salir a la intemperie, moviendo y removiendo las antenas en busca del magro alimento aun durante la época en que deberían estar bien resguardadas del frío, según supone la leyenda. Y esto, porque sus almacenes jamás están llenos, como ellas y los humanos pretenden engañar a todo el mundo.
Sí, estoy indignada. Y con razón. Porque las cosas hay que contarlas como en realidad suceden. De lo contrario, cualquiera podría decir que esto es una fábula y no una historia. Pero si humanos y hormigas pretenden seguir narrando sus fábulas, allá ellos. No es tu negocio hacerles caso. Nosotras, las cigarras, transmitimos la verdad de generación en generación, tal como –espero– seguirá haciendo la tuya, oh, ninfa de mi alma.