Es curioso cómo suceden las cosas. Jamás he tenido un animal en casa; es más, los odio. Ni siquiera de niño alimenté con morera a gusanos de seda que habitaran en una caja de zapatos con ventilación por agujeros de bolígrafo. Pero mi vecina, que es guapísima a la par que rara y se llama Lorena, es dueña de un gato orondo y peludo que responde al nombre de Mifune, en homenaje al protagonista de muchas de las películas de Akira Kurosawa. Ya he dicho que Lorena es una chica rarita, a ver si no a quién se le ocurre bautizar a un gato con el nombre de un actor japonés. Bien, pues cada vez que me lo cruzo en el patio, el felino me mira con desprecio y altanería después de lanzarme una especie de maullido destemplado. Yo, para no ser menos que él, le suelto un “fuera bicho” que le obliga a enseñarme sus dientes afilados y tomar una ruta distinta.
En más de una ocasión me he planteado un acercamiento a Lorena, toda vez que yo soy un hombre soltero y que ella me vuelve loco con el vaivén de sus caderas al caminar, vive sola y no se le conocen relaciones sentimentales, al menos serias; nunca ha traído a ningún hombre a su casa. Y no piensen que es porque la espío, qué va. Qué me importa a mí que lunes, martes y jueves se levante a eso de las siete y media porque comienza sus clases de historia en el instituto a primera hora o que miércoles y viernes se demore en la cama hasta más allá de las nueve porque entra pasado el recreo. Ni que le gusten las series de televisión norteamericanas o la música de los Beatles, que suele poner a buen volumen cuando está de buen humor. O que su color preferido para la ropa interior sea el negro. Por no hablar de su vegetarianismo militante ni de su afición al yoga, que practica todas las tardes.
Resulta que por motivos que no vienen al caso recibo una paga del gobierno, escasa aunque suficiente para salir del paso. Como no tengo obligaciones laborales que me encadenen a un horario fijo, paso muchas horas en casa, entretenido en pergeñar historias del oeste, novelitas rosas, de terror o ciencia-ficción, con las que me gano un suplemento dinerario que me permite hacer frente a esos pequeños caprichos que nos hacen la vida un poco menos rutinaria. Es lógico, por tanto, que conozca algunos detalles de Lorena, cuyas ventanas quedan enfrente de mi fachada y cuya terraza se halla a escasos cinco metros de la mía. En ese espacio transcurren la mayoría de nuestras conversaciones. Cuando estamos tendiendo la ropa.
– El hombre del tiempo ha puesto nubes para mañana.
– ¿Crees que lloverá?
– Espero que no, eso es lo que nos hacía falta.
– Sí, porque vaya invierno que llevamos. Como siga así, el año que viene me compro una secadora.
– Y yo otra. Que luego se le acumula a uno la ropa sucia y no tiene qué ponerse. Como estamos solos… –dejo caer como quien no quiere la cosa, con intención. Pero ella ni caso, oye.
– Hasta luego, José.
La insinuación siempre ha sido mi mejor arma para ligar. A la vista de los resultados no me va a quedar más remedio que revisar mis estrategias.
O los días de primavera en que ella sale a tomar el sol en biquini.
– Este año la primavera ha llegado adelantada.
– Ni que lo digas.
– Hace ya un calor insoportable.
– Es verdad. Menos mal que tenemos este rinconcito.
– Sí. Bueno, te dejo, que tengo muchas cosas que hacer.
– Hasta luego, José.
También es justo reseñar nuestros encuentros en el pasillo, cuando me hago el encontradizo.
– Buenos días, Lorena.
– Buenos días.
– Hoy hace un día precioso.
– Eso parece.
– Vamos, un día de esos para pasarlo con alguien en la calle, de terracitas.
– Quién pudiera.
– Hombre, siempre hay alguien dispuesto, imagino.
– Puede que sí. Hasta luego, José.
Y así vamos afianzando nuestra hermosa amistad de vecinos.
La otra mañana sin ir más lejos, aquí está el punto de arranque de esta historia que se ha desviado por voluntad propia, Lorena, un tanto agitada por motivos que no alcancé a conocer y que ella no tuvo a bien explicarme, llamó al timbre de mi casa. La deformidad de la mirilla anunció su presencia al otro lado de la puerta. Llevaba a Mifune en su regazo, supuse que enfermo o algo así. Mi imaginación se desbordó en un segundo. El dichoso gatito se había dado un atracón de pienso o había sufrido una intoxicación por ingesta de algún producto de limpieza y Lorena no tenía a quién acudir. Me vi venciendo la repulsa gatuna y practicándole al animal el boca a boca para devolverlo de nuevo a la vida. Obtenía como recompensa el amor incondicional de Lorena, que renunciaba al yoga en favor de experiencias sexuales igual de relajantes aunque mucho más placenteras, dónde va a parar. Como andaba por la casa en calzoncillos me demoré un ratito antes de abrir.
– Lo siento José, pero me tienes que hacer un favor muy grande. Cuida de Mifune mientras estoy fuera. Tengo un asunto muy urgente que resolver.-Y me hizo entrega del gato, al tiempo que le acariciaba la cabeza y desaparecía de mi vista.
No dispuse de tiempo ni para negarme. El bicho, una vez que su dueña se hubo marchado, me regaló un arañazo en plena mejilla que me dejó tres surcos rojos de sangre fresca. Luego saltó de mis brazos al suelo y se perdió escaleras arriba. Sobra decir que lo maldije repetidas veces y que me acordé de varias generaciones de sus antepasados. Y no para bien. Ya me veía metido en la piel de un personaje de mis westerns literarios, desenfundando el colt en un duelo a muerte con el forajido interpretado por Mifune. O mejor aún: embarcado en una aventura fantacientífica en la que el gato de Lorena no fuera sino un extraterrestre con forma de cucaracha gigante que viviera en su interior y a la que le encantara el heavy metal, los ferraris rojos y fastidiarme, como el alienígena de Hidden.
“Tranquilo, José, tranquilo”, me repetí. “Hazlo por Lorena. Ésta puede ser la ocasión que esperabas.” Así que desinfecté la herida del rostro con agua oxigenada y me dispuse a buscar al animal por la casa con un cuenco de leche, que se me antojó el mejor cebo para cualquier gato, por rencoroso que fuera. No obstante, albergaba dudas, pues Mifune más parecía demonio que gato.
– Gatito. Gatito, bonito. Mifune, guapo, ven con el tito José que te va a cuidar muy bien. Te prometo que no habrá represalias. El pasado, pasado está. Olvidemos nuestras diferencias y hagamos las paces. Anda, no seas tonto, ven.
Lo busqué por cielo y tierra, es decir, por la primera y la segunda planta, y no apareció. Como la ventana de mi dormitorio estaba abierta, supuse que se habría ido a dar una vuelta. El corazón me dio un vuelco y un triple salto mortal desde el trampolín del pecho. ¿Y si se perdía y cuando volviera Lorena se encontraba con que su mascota vivía en paradero desconocido desde el mismo momento en que me lo confió?
Salí a la calle, pregunté a vecinos si lo habían visto, rebusqué en callejones malolientes y en las proximidades de los contenedores de basura. Incluso bajé a la ribera del río donde se acumula la porquería y ratas más grandes que conejos campan a sus anchas. Nada, ni rastro de Mifune. Con las orejas gachas del fracaso, regresé a casa y me senté ante el ordenador. La hoja en blanco de la pantalla también me acusaba. Mi único consuelo en ratos así era escribir, escribir y escribir, contar lo primero que se me ocurriera, sin importarme si el resultado tenía algún sentido o simplemente era un disparate. Siempre podría darle forma después. Y lo que me salió, por raro que parezca, fue una historia de amor entre un hombre y una mujer por culpa de un gato.
Por si acaso, abrí todas las ventanas de la casa y en cada una de ellas coloqué un platito de leche y un cojín, por si Mifune volvía a casa de Lorena y al encontrársela cerrada decidía entrar en la mía. Para mi sorpresa, cuando no llevaba ni tres páginas de aquel cuentecito de escritura automática, sentí los pasos livianos del gato por el pasillo. Se asomó tímido a mi cuarto de trabajo y se restregó por mis piernas con el rabo tieso. Me quedé de piedra, ni a teclear una palabra me atreví. ¿Era en realidad aquel gato Mifune o lo habían abducido en el exterior? ¿Dónde habían quedado su odio y su mala leche? ¿Sería una estrategia para ganarse mi confianza y cuando menos me lo esperara propinarme el zarpazo definitivo? Como no encontraba respuestas, lo dejé hacer. Cuando se cansó de rozarse, saltó a la mesa y se sentó junto a los libros y papeles que me ayudan en el trabajo. Y entonces fue que sentí la llamada. Miré al animal a los ojos y comenzó a susurrarme mil y una historias. Remotas unas, que hundían sus raíces en los lejanos tiempos de los faraones; cercanas otras, que me confiaban los gustos de Lorena y aquello que no podía soportar.
Entre los dos escribimos más de veinte cuentos. Se sentó en mi regazo cuantas veces quiso, me lamió la cara y juntos, sentados en el sofá, vimos aquellas series de televisión norteamericanas que tanto gustaban a Lorena. Escuchamos a los Beatles y a los Rolling, que no tienen por qué estar en las antípodas de los gustos musicales de una misma persona y fuimos más que felices durante dos semanas.
Para cuando regresó Lorena, Mifune era para mí mucho más que un gato, un amigo, un hijo incluso. Por mi mente cruzaron pensamientos turbios en los que mentía acerca de su paradero, como que se había largado con una gata lagartona a la que conoció en una de sus muchas correrías nocturnas, o que se había tirado ocho veces desde el balcón (pues sabido es que estos animales son poseedores de siete vidas), o que había muerto atropellado por una motocicleta al perseguir a un ratoncito junto a la rejilla del alcantarillado de la esquina. Una crueldad, vale, pero qué quieren que les diga, yo no podía separarme ya de Mifune, porque mis novelitas habían dejado de ser eso: unas novelitas, para convertirse en unas narraciones con mucho mayor empaque. Y todo gracias a él. Incluso pensé, fíjense lo que son las cosas, en llevarlo a una clínica para que le hicieran la cirugía estética y así Lorena no lo reconociera.
Pero todo este mundo de fantasía se derrumbó como castillo de arena edificado en la espuma del mar cuando Lorena llamó a mi puerta y al abrirla se arrojó a mis brazos sin que mediara palabra alguna.
– No es necesario que digas nada, José, lo sé todo: lo bien que te has portado con Mifune y lo bien que os lleváis ahora. Ya estás preparado.
– Preparado, ¿para qué? –pregunté intrigado.
– Preparado para ser mi nuevo amante.
Y dicho esto, atrapado en una fumarola de encantamiento, quedé transformado en un orondo y peludo gato de angora que saltó a sus brazos y lamió amoroso sus orejas.
Un tipo ufano de tez oscura, con un puñado de manuscritos bajo el brazo, abandonó mi casa y se perdió en la estrechez del pasillo con un maullido sospechoso.